Y Dios los bendijo diciendo: “Sed prolíficos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre cuantos animales se mueven sobre la tierra”. Y añadió: “Yo os doy toda planta sementífera sobre la superficie de la tierra y todo árbol que de fruto conteniendo simiente en sí. Ello será vuestra comida. A todos los animales campestres, a las aves el cielo y a todo cuanto se mueve sobre la tierra con ánima viviente yo doy para comida todo herbaje verde”.
Génesis 1:28
Entonces la serpiente dijo a la mujer: “!No, no moriréis! Antes bien, Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.
Génesis 3:4
Por ello le arrojó del jardín de Edén para que trabajase la tierra de la que había sido tomado. Arrojó, pues, al hombre y puso delante del jardín de Edén los querubines y la llama de la espada flameante para guardar el camino del árbol de la vida.
Génesis 3:23
Sobra decir que hemos creado un Dios a nuestra imagen y semejanza: necesitamos ese Dios legitimador de nuestra conducta y de nuestro proceder; un Dios que nos exhorta a llevar a cabo el saqueo del único paraíso que existe.
El Génesis es, a mi juicio, la metáfora más precisa sobre la creación, pero no del mundo todo, sino del mundo de los hombres –de esta parte del mundo que poco a poco se va imponiendo sobre el mundo entero-; la que mejor representa nuestra extraña relación con la naturaleza. Es el relato del momento en que, haciéndonos dueños, nos convertimos en dioses; dioses de un mundo que nos ha expulsado de sí. Es el momento de la distinción, de la distancia y del sometimiento: por ser dioses somos distintos de los otros seres; por ser dioses distinguimos entre el bien y el mal -aunque la naturaleza nada sepa de esta distinción-; por ser dioses dominamos el mundo; pero sobre todo, por ser dioses estamos distanciados del mundo: nuestro acceso al árbol de la vida está vedado. Sabemos hacer uso del mundo, somos capaces de leer algunas de las reglas que lo rigen, pero parece que nos resulta imposible volver a ser parte de él.
En Avatar, de James Cameron, los na´vi -habitantes de Pandora- dicen que todo hombre nace dos veces. Quizás la figura de la resurrección no sea otra cosa que la metáfora de ese segundo nacimiento, de esa vuelta al paraíso, de la comunión de nuevo con todos y cada uno de los seres vivos o inanimados. No sé si esto es así, pero estoy seguro de que la resurrección nada tiene que ver con la muerte, ni real ni metafórica, y sí con los sentidos, con esos momentos en que comprendemos que todo está conectado con todo, y que la distancia que tratamos de imponer entre nosotros y las cosas es puro artificio, pura ficción que a la larga es posible que haga de nosotros algo insostenible.
Tras el solsticio de invierno llega el nuevo sol y con él la vida comienza ota vez. Celebrémoslo.
30/12/09
6/12/09
Elogio a la Gaya ciencia, por Jesús Ferrero
No se puede negar que el amor al saber puede a menudo tomar esa derivación, donde el saber se ve como una sustancia acumulativa y no como la vía de cierta verdad. También podría relacionarse con la pasión por el poder y con el intento de poseer territorios tan vastos como el mismo deseo, y es evidente que ese elemento cuenta en la iniciación al saber, a todo saber, pero también es evidente que, en la vida y los hechos de ciertos seres ejemplares, el amor al saber, así como su búsqueda incesante, creó en ellos un excedente de conciencia que redundó en su equilibrio mental y en su sentido de la piedad, que les hizo infinitamente conscientes de la infinita ignorancia que llena nuestras cabezas, y que más que su arrogancia estimuló su humildad.
Las experiencias del deseo
Jesús Ferrero
Anagrama
Las experiencias del deseo
Jesús Ferrero
Anagrama
30/11/09
Vidas muertas
Yo era pequeño, y estaba viendo cohetes, y era guay, y de repente me entraron ganas de ser astronauta, pero vino un cura y me habló de niños muertos, y yo me sentí culpable, y me sentí culpable muchos años, pero un día dejé de sentirme culpable…
¡Ah! ¡En una playa! ¡En una playa dejé de sentirme culpable! ¡Esto es muy importante!
Y ahora soy mayor, y escribo en un periódico, y ya no me siento culpable, porque yo no tengo la culpa de que se mueran los niños, y lo de los cohetes estaba guay, y es tontería ponerse a buscar los caminos que conectan unos hechos con otros, porque se te pone la cabeza loca, y es mucho mejor mirarlos así, aislados, como si las cosas no estuviesen relacionadas unas con otras, y el mundo fuese una cosa sencilla, como comer en un buen restaurante, o conducir un buen coche, o escribir artículos sobre niños y cohetes en un periódico recién estrenado.
¡Ay! Si pudiese volver a ser aquel niño que veía alunizar al Apolo 11…
¡Ah! ¡En una playa! ¡En una playa dejé de sentirme culpable! ¡Esto es muy importante!
Y ahora soy mayor, y escribo en un periódico, y ya no me siento culpable, porque yo no tengo la culpa de que se mueran los niños, y lo de los cohetes estaba guay, y es tontería ponerse a buscar los caminos que conectan unos hechos con otros, porque se te pone la cabeza loca, y es mucho mejor mirarlos así, aislados, como si las cosas no estuviesen relacionadas unas con otras, y el mundo fuese una cosa sencilla, como comer en un buen restaurante, o conducir un buen coche, o escribir artículos sobre niños y cohetes en un periódico recién estrenado.
¡Ay! Si pudiese volver a ser aquel niño que veía alunizar al Apolo 11…
7/11/09
Problemas significativos
Eficacia: capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera.
La palabra eficacia es de color verde pálido, el color de la ropa de los cirujanos. Es una palabra limpia como un quirófano, indiscutible como un tratamiento, paralizante como un anestésico. Pocas palabras como ella encarnan la naturaleza esquizoide del sistema en que vivimos: es orden, limpieza, racionalidad, sentido, organización; todo aquello que nadie puede impugnar sin descalificarse a sí mismo. Pero en su reverso, en su cara oculta, es también deseo, expectativa, interés, pero ¿un deseo de qué?
El reinado de la eficacia sería imposible si cada uno de nosotros -y quizás antes que nadie los tecnólogos- no hubiésemos confundido de manera fatal la neutralidad de la tecnología con la neutralidad de su uso: las leyes del electromagnetismo son las mismas en un aparato de tomografía atómica computerizada que en el radar que guía un misil. La oficina donde el tecnólogo realiza sus proyectos no es distinta en un caso y en otro, ni la titulación, ni la ciudad en la que vive, ni el coche que conduce, ni, sobre todo, las ecuaciones que emplea, los métodos… El mundo de las consecuencias queda lejos, muy lejos, y el eco de esos efectos nos llega a través de medios que, por su propia naturaleza, mutan la realidad en ficción desactivando así la potencia transformadora de los hechos vividos. Así que el tecnólogo cena tranquilo sin distinguir el telediario de una película, y la mañana siguiente, preocupado por el cambio climático, acude en bicicleta a la oficina donde estudiará cómo inundar el mercado con productos cuyo único fin es el consumo.
Sin equiparar la neutralidad de la tecnología y la de su uso sería imposible el mundo eficaz en el que vivimos. Es ese poderoso efecto descontextualizador de la tecnología lo que permite hablar de eficacia.
Pero la eficacia no es neutra, ni racional, ni limpia, ni ordenada: la eficacia está siempre al servicio de algo y de alguien, y muy a menudo también sirve para ocultar algo. Por eso estamos obligados a preguntarnos cuál es ese deseo al que sirve la eficacia, si somos partícipes de ese deseo, si es el nuestro, incluso si es justo. Porque la naturaleza no atiende a voluntad alguna, pero nosotros sí.
Vuelvo de nuevo al libro de Gopegui:
- Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarlo. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectaba a muchas personas. Pero ellos no se dedican a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que reportaban ganancias.
[…]
A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema, pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.
- La eficacia no es mala – dijo Orellán.
- ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quién sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.
p.d. Y sin embargo, hay gente como Gervasio Sánchez. Siento que sus amigos de soitu.es no hayan llegado a esto por una semana.
La palabra eficacia es de color verde pálido, el color de la ropa de los cirujanos. Es una palabra limpia como un quirófano, indiscutible como un tratamiento, paralizante como un anestésico. Pocas palabras como ella encarnan la naturaleza esquizoide del sistema en que vivimos: es orden, limpieza, racionalidad, sentido, organización; todo aquello que nadie puede impugnar sin descalificarse a sí mismo. Pero en su reverso, en su cara oculta, es también deseo, expectativa, interés, pero ¿un deseo de qué?
El reinado de la eficacia sería imposible si cada uno de nosotros -y quizás antes que nadie los tecnólogos- no hubiésemos confundido de manera fatal la neutralidad de la tecnología con la neutralidad de su uso: las leyes del electromagnetismo son las mismas en un aparato de tomografía atómica computerizada que en el radar que guía un misil. La oficina donde el tecnólogo realiza sus proyectos no es distinta en un caso y en otro, ni la titulación, ni la ciudad en la que vive, ni el coche que conduce, ni, sobre todo, las ecuaciones que emplea, los métodos… El mundo de las consecuencias queda lejos, muy lejos, y el eco de esos efectos nos llega a través de medios que, por su propia naturaleza, mutan la realidad en ficción desactivando así la potencia transformadora de los hechos vividos. Así que el tecnólogo cena tranquilo sin distinguir el telediario de una película, y la mañana siguiente, preocupado por el cambio climático, acude en bicicleta a la oficina donde estudiará cómo inundar el mercado con productos cuyo único fin es el consumo.
Sin equiparar la neutralidad de la tecnología y la de su uso sería imposible el mundo eficaz en el que vivimos. Es ese poderoso efecto descontextualizador de la tecnología lo que permite hablar de eficacia.
Pero la eficacia no es neutra, ni racional, ni limpia, ni ordenada: la eficacia está siempre al servicio de algo y de alguien, y muy a menudo también sirve para ocultar algo. Por eso estamos obligados a preguntarnos cuál es ese deseo al que sirve la eficacia, si somos partícipes de ese deseo, si es el nuestro, incluso si es justo. Porque la naturaleza no atiende a voluntad alguna, pero nosotros sí.
Vuelvo de nuevo al libro de Gopegui:
- Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarlo. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectaba a muchas personas. Pero ellos no se dedican a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que reportaban ganancias.
[…]
A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema, pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.
- La eficacia no es mala – dijo Orellán.
- ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quién sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.
p.d. Y sin embargo, hay gente como Gervasio Sánchez. Siento que sus amigos de soitu.es no hayan llegado a esto por una semana.
3/11/09
Ajustes de ida y vuelta
“Es más fácil divorciarse que ajustar plantillas”, decía hace unos meses Carlos Espinosa de los Monteros en la revista Actualidad Económica.
Las comparaciones siempre son de ida y vuelta, y a menudo tiene más chiste la vuelta que la ida, porque es esa la que delata al hablante. Es el caso.
La frase dice mucho sobre lo que un liberal como Espinosa de los Monteros piensa sobre las relaciones personales: el matrimonio como una sociedad mercantil y el divorcio como un ajuste de familia, la pareja como un recurso del que deshacerse cuando ya no es útil. O sea, una concepción de las relaciones humanas –y las laborales son solo un aspecto de esas relaciones- en la que -por mucho eufemismo que lo oculte- las otras personas están a mi servicio. Porque yo lo valgo.
Esa visión es tan legítima como la contraria, es decir, esa que entiende las relaciones humanas en términos de cooperación, de no explotación, de ausencia de privilegios. Digo, es tan legítima; ahora bien, lo que no es legítimo es intentar hacerlo pasar por lo que no es. El liberalismo no busca la libertad del individuo, sino la libertad de unos pocos individuos a costa de los demás, una libertad a la que se accede a través de la cuna o de la explotación –o uso, si se prefiere dulcificar el asunto- de los otros. Vale, tienen derecho a pensarlo y a decirlo, pero agradeceríamos que fuese en estos términos.
Es una lógica perversa, perversa porque deja fuera a millones de personas, porque castiga la debilidad y la falta de habilidades. ¿Por qué? ¿Por qué los más listos y los más fuertes tienen más derecho? A muchos les parece obvio que así sea. A mí no.
¿Quién decide quién vale más?
Vuelvo al libro de Gopegui:
Esa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
Del mismo libro:
Uno sabe que mata –dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan que lo saben.
Las comparaciones siempre son de ida y vuelta, y a menudo tiene más chiste la vuelta que la ida, porque es esa la que delata al hablante. Es el caso.
La frase dice mucho sobre lo que un liberal como Espinosa de los Monteros piensa sobre las relaciones personales: el matrimonio como una sociedad mercantil y el divorcio como un ajuste de familia, la pareja como un recurso del que deshacerse cuando ya no es útil. O sea, una concepción de las relaciones humanas –y las laborales son solo un aspecto de esas relaciones- en la que -por mucho eufemismo que lo oculte- las otras personas están a mi servicio. Porque yo lo valgo.
Esa visión es tan legítima como la contraria, es decir, esa que entiende las relaciones humanas en términos de cooperación, de no explotación, de ausencia de privilegios. Digo, es tan legítima; ahora bien, lo que no es legítimo es intentar hacerlo pasar por lo que no es. El liberalismo no busca la libertad del individuo, sino la libertad de unos pocos individuos a costa de los demás, una libertad a la que se accede a través de la cuna o de la explotación –o uso, si se prefiere dulcificar el asunto- de los otros. Vale, tienen derecho a pensarlo y a decirlo, pero agradeceríamos que fuese en estos términos.
Es una lógica perversa, perversa porque deja fuera a millones de personas, porque castiga la debilidad y la falta de habilidades. ¿Por qué? ¿Por qué los más listos y los más fuertes tienen más derecho? A muchos les parece obvio que así sea. A mí no.
¿Quién decide quién vale más?
Vuelvo al libro de Gopegui:
Esa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
Del mismo libro:
Uno sabe que mata –dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan que lo saben.
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21/10/09
Sin dinero
Como divinidad que ha ido perfeccionado su esencia hasta casi convertirse en materia espiritual, el dinero es de naturaleza proteica y puede ser la metáfora de todas las cosas; es todas las cosas: es todo lo otro (o todo en lo que se puede convertir), y al mismo tiempo es la Nada si lo sacamos de su propio sistema. Por eso el dinero puede convertirse en una mística y provoca amores tan absolutos como el amor a uno mismo o el amor a Dios. E igual que Dios y otros grandes símbolos, el dinero cambia de actitud y hasta de naturaleza según sea la época y las gentes que lo administran. En épocas apacibles el capital se vuelve apacible, y en épocas impacientes como la nuestra se vuelve terriblemente impaciente, como postula Sennet, y, dentro de su presunta seguridad ontológica, provoca oleadas de inseguridad como las que provocaba Poseidón cuando quería marear a Ulises.
Las experiencias del deseo
Jesús Ferrero
Editorial Anagrama
En su día Hanna Arendt acuñó el término totalitarismo para referirse a los regímenes fascistas y comunistas que, durante los años treinta y cuarenta, habían teñido todos y cada uno de los aspectos de las sociedades donde se dieron, sin dejar un solo rincón: todo, desde la economía a las relaciones íntimas, había de ser sancionado con el correspondiente sello para poder ser: la familia nazi, la industria textil nazi, la escuela nazi, la ciudad nazi, el hombre y la mujer nazi. Es esa imposibilidad de ser más allá de los muros lo que conduce a Arendt a acuñar el exitoso término.
Creo, sin embargo, que se trata de un término, si no erróneo, si al menos equívoco: todos los regímenes político-económicos lo son. También el capitalismo y su correlato, la democracia representativa. Porque ningún sistema político puede construirse sobre la duda de su superioridad, de su, podríamos decir, cuota mayoritaria de Verdad.
Como muy acertadamente señala Ferrero, el dinero –el símbolo y a la vez la metáfora del capitalismo-, puede serlo todo; todo menos su ausencia… El capital no puede permitir espacios sin dinero: todo ha de ser “convertible” a dinero, todo ha de tener un precio, porque una cosa sin precio es una sima que se abre en los cimientos del sistema.
El capitalismo -como en su día el comunismo y el fascismo- es una sustancia gaseosa que tiende a ocuparlo todo, que niega la posibilidad de una vida extramuros, que combate los márgenes, porque los sistemas, de algún modo, son plenamente conscientes –lo son- de que basta con una grieta para que el monolito se derrumbe. La diferencia entre unos y otros es el método para achicar espacios, para reducir los márgenes: comunismo y fascismo usaron primero la presión y luego la desaparición; el capitalismo uno más sutil, pero no por ello menos efectivo: la incomprensión, el vacío…
El que trata de vivir al margen ha de renunciar a la comprensión: le está permitido vivir dentro de los muros –si bien con severas restricciones-, pero a condición de ser silenciado: a aquel que cuestiona el dinero no le está permitido explicarse, todos están obligados a verle como al demente, como al violento incluso, y todos están obligados a ensordecer cuando habla. El capitalismo es, si se quiere, menos expeditivo en la condena: se desaparece solo de la polis -y solo en los casos extremos se recurre a la desaparición del mundo-. De una u otra forma, quien quiere abrir un hueco en los márgenes ha de hacerlo perdiendo su condición de ciudadano.
De nuevo el ostracismo como solución para el disidente –para el disonante-. No podía ser de otro modo en la pulcra civilización que se dice heredera de aquella que envenenó al filósofo.
En El lado frío de la almohada (Ed Anagrama), dice Belén Gopegui:
Solo una vez le dije: ¿cómo acumularemos otra imaginación, otros secretos?
¿Cómo vamos a reemplazar, se lo pregunto a usted ahora, este bien colectivo destrozado durante los siglos y siglos en que los fuertes han estado pidiendo la canción? Ni siquiera piden lo que quieren oír sino que dejan claro lo que no quieren, y si a usted le invitaran a dar unas clases magistrales en alguna excelente universidad o fundación, usted sabría.
Las experiencias del deseo
Jesús Ferrero
Editorial Anagrama
En su día Hanna Arendt acuñó el término totalitarismo para referirse a los regímenes fascistas y comunistas que, durante los años treinta y cuarenta, habían teñido todos y cada uno de los aspectos de las sociedades donde se dieron, sin dejar un solo rincón: todo, desde la economía a las relaciones íntimas, había de ser sancionado con el correspondiente sello para poder ser: la familia nazi, la industria textil nazi, la escuela nazi, la ciudad nazi, el hombre y la mujer nazi. Es esa imposibilidad de ser más allá de los muros lo que conduce a Arendt a acuñar el exitoso término.
Creo, sin embargo, que se trata de un término, si no erróneo, si al menos equívoco: todos los regímenes político-económicos lo son. También el capitalismo y su correlato, la democracia representativa. Porque ningún sistema político puede construirse sobre la duda de su superioridad, de su, podríamos decir, cuota mayoritaria de Verdad.
Como muy acertadamente señala Ferrero, el dinero –el símbolo y a la vez la metáfora del capitalismo-, puede serlo todo; todo menos su ausencia… El capital no puede permitir espacios sin dinero: todo ha de ser “convertible” a dinero, todo ha de tener un precio, porque una cosa sin precio es una sima que se abre en los cimientos del sistema.
El capitalismo -como en su día el comunismo y el fascismo- es una sustancia gaseosa que tiende a ocuparlo todo, que niega la posibilidad de una vida extramuros, que combate los márgenes, porque los sistemas, de algún modo, son plenamente conscientes –lo son- de que basta con una grieta para que el monolito se derrumbe. La diferencia entre unos y otros es el método para achicar espacios, para reducir los márgenes: comunismo y fascismo usaron primero la presión y luego la desaparición; el capitalismo uno más sutil, pero no por ello menos efectivo: la incomprensión, el vacío…
El que trata de vivir al margen ha de renunciar a la comprensión: le está permitido vivir dentro de los muros –si bien con severas restricciones-, pero a condición de ser silenciado: a aquel que cuestiona el dinero no le está permitido explicarse, todos están obligados a verle como al demente, como al violento incluso, y todos están obligados a ensordecer cuando habla. El capitalismo es, si se quiere, menos expeditivo en la condena: se desaparece solo de la polis -y solo en los casos extremos se recurre a la desaparición del mundo-. De una u otra forma, quien quiere abrir un hueco en los márgenes ha de hacerlo perdiendo su condición de ciudadano.
De nuevo el ostracismo como solución para el disidente –para el disonante-. No podía ser de otro modo en la pulcra civilización que se dice heredera de aquella que envenenó al filósofo.
En El lado frío de la almohada (Ed Anagrama), dice Belén Gopegui:
Solo una vez le dije: ¿cómo acumularemos otra imaginación, otros secretos?
¿Cómo vamos a reemplazar, se lo pregunto a usted ahora, este bien colectivo destrozado durante los siglos y siglos en que los fuertes han estado pidiendo la canción? Ni siquiera piden lo que quieren oír sino que dejan claro lo que no quieren, y si a usted le invitaran a dar unas clases magistrales en alguna excelente universidad o fundación, usted sabría.
16/9/09
Como me quite el cinto…
Poco podía sospechar yo que entre los lectores de este blog se encontraría doña Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, a la sazón presidente de la Comunidad de Madrid -territorio también conocido como Aguirrestán-.
Me explico. Hace algo más de un año publicaba aquí un post en el que incluía lo que aquí extracto:
Autoridad
La autoridad del médico es la autoridad del conocimiento. Uno se somete o no al tratamiento, pero no cuestiona la autoridad del médico. En cuestiones de medicina, su autoridad no se discute.
La autoridad del policía es la autoridad de la violencia. Al policía le está permitido ejercer una violencia que al resto nos está prohibido. No tiene porqué ejercerla, pero es la fuente de su autoridad.
La autoridad del profesor, ¿debe ser la del médico o la del policía?
[...]
Y sin embargo, a pesar de estas preguntas, confiamos en que:
1– Una ley devolverá al profesor la autoridad perdida –de nuevo preguntamos: ¿la del conocimiento o la de la violencia?–.
2– Una ley transformará al niño rebelde, agitador, subversivo, insubordinado en un adulto esforzado y responsable.
Pues bien, a doña Esperanza le ha costado más de un año decidirse, pero ya tiene la respuesta.
A menudo se tacha al político de ignorante -no sin razón-, pero si un defecto supera en ellos a los otros -ya que está en el origen de todos los demás- es su absoluta falta de ironía: cuando dice algo, eso es exactamente lo que quiere decir. Se trata, es verdad, de un defecto de su discurso antes que de su persona, pero esa falta de ironía da la medida de la consideración que los políticos tienen de todos nosotros: nos hablan como si fuésemos gilipollas -y quizás no les falte algo de razón, pero estaría bien que se les notase intención de cambiar esto en lugar de aprovecharse, o al menos que fingiesen algo de disimulo-.
En fin, resulta que lo que uno escribe en forma de ironía, tratando con ello de hacer ver lo absurdo del planteamiento –pongamos por caso la autoridad por decreto-, alguien como la presidente lo lee y exclama “!ah, qué gran idea!” y aquí estamos ahora, con la presidente proponiendo una gilipollez, y el personal dándole palmas…
A principios de este año señalaba Alejandro Gándara -en un post para enmarcar-, que los centros educativos hoy –se entiende que los públicos, y se entiende que los pobres- no son más que cárceles más o menos camufladas. Pues bien, se acabó la ficción: ya tenemos carceleros.
Es natural que cuando uno se enfrenta a lo desconocido -y vaya si los jóvenes los son para nosotros-, tire de las viejas recetas -esas con las que nos sentimos seguros-. Si bien no hay nada que objetar a esta primera reacción, hay todo que objetar a que esta se convierta en la segunda, y la tercera, y la cuarta. Ese empecinamiento en el error es de todo punto censurable. Así España, país que hasta hace nada no ha conocido otra manera de resolver las cosas que esa sostenida en la autoridad emanante del escroto, resuelve que la mejor forma de enfrentarse a una generación de jóvenes que ni entendemos, ni puta falta que nos hace, es tirar de cinto como se ha hecho toda la vida.
Vale, tía.
En fin, hoy Gándara también escribe sobre esto. Aquí se lo dejo:
El maestro y la porra
Me explico. Hace algo más de un año publicaba aquí un post en el que incluía lo que aquí extracto:
Autoridad
La autoridad del médico es la autoridad del conocimiento. Uno se somete o no al tratamiento, pero no cuestiona la autoridad del médico. En cuestiones de medicina, su autoridad no se discute.
La autoridad del policía es la autoridad de la violencia. Al policía le está permitido ejercer una violencia que al resto nos está prohibido. No tiene porqué ejercerla, pero es la fuente de su autoridad.
La autoridad del profesor, ¿debe ser la del médico o la del policía?
[...]
Y sin embargo, a pesar de estas preguntas, confiamos en que:
1– Una ley devolverá al profesor la autoridad perdida –de nuevo preguntamos: ¿la del conocimiento o la de la violencia?–.
2– Una ley transformará al niño rebelde, agitador, subversivo, insubordinado en un adulto esforzado y responsable.
Pues bien, a doña Esperanza le ha costado más de un año decidirse, pero ya tiene la respuesta.
A menudo se tacha al político de ignorante -no sin razón-, pero si un defecto supera en ellos a los otros -ya que está en el origen de todos los demás- es su absoluta falta de ironía: cuando dice algo, eso es exactamente lo que quiere decir. Se trata, es verdad, de un defecto de su discurso antes que de su persona, pero esa falta de ironía da la medida de la consideración que los políticos tienen de todos nosotros: nos hablan como si fuésemos gilipollas -y quizás no les falte algo de razón, pero estaría bien que se les notase intención de cambiar esto en lugar de aprovecharse, o al menos que fingiesen algo de disimulo-.
En fin, resulta que lo que uno escribe en forma de ironía, tratando con ello de hacer ver lo absurdo del planteamiento –pongamos por caso la autoridad por decreto-, alguien como la presidente lo lee y exclama “!ah, qué gran idea!” y aquí estamos ahora, con la presidente proponiendo una gilipollez, y el personal dándole palmas…
A principios de este año señalaba Alejandro Gándara -en un post para enmarcar-, que los centros educativos hoy –se entiende que los públicos, y se entiende que los pobres- no son más que cárceles más o menos camufladas. Pues bien, se acabó la ficción: ya tenemos carceleros.
Es natural que cuando uno se enfrenta a lo desconocido -y vaya si los jóvenes los son para nosotros-, tire de las viejas recetas -esas con las que nos sentimos seguros-. Si bien no hay nada que objetar a esta primera reacción, hay todo que objetar a que esta se convierta en la segunda, y la tercera, y la cuarta. Ese empecinamiento en el error es de todo punto censurable. Así España, país que hasta hace nada no ha conocido otra manera de resolver las cosas que esa sostenida en la autoridad emanante del escroto, resuelve que la mejor forma de enfrentarse a una generación de jóvenes que ni entendemos, ni puta falta que nos hace, es tirar de cinto como se ha hecho toda la vida.
Vale, tía.
En fin, hoy Gándara también escribe sobre esto. Aquí se lo dejo:
El maestro y la porra
7/9/09
Dos formas de deshacerse de una vaca
PRIMERA (*)
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir? El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. A mitad de camino, se volvió hacia su discípulo y le ordenó: “Busca la vaquita, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empújala por el barranco.”
El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.
Empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante muchos años.
Un bello día, el joven agobiado por la culpa decidió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido, pedirles perdón y ayudarlos.
Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, una bonita casa con un coche en la puerta y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Espantado, el joven entró corriendo en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacia algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor (el dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?” El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió. De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos. Así alcanzamos el éxito que puedes ver ahora.”
REFLEXION
“Todos tenemos alguna vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, pero que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella. Nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos brinda.”
Si sabes cual es tu vaquita, no dudes en tirarla por el precipicio. Llegó el momento de pasar a la acción y salir de la rutina cuanto antes.
(*) apócrifo circulando por internet
SEGUNDA
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir? El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. Durante varios días, siguiendo él mismo los consejos que daba a su discípulo, reflexionó sobre la razón por la que aquella familia prefería aferrarse a su miseria en lugar de buscar maneras de mejorar sus condiciones de vida. Y para ello, en lugar de pensar en aquella familia, pensó acerca de sí mismo.
Fue así como comprendió que, gracias a su condición de samurai, había estado desde la cuna libre de la tiranía del hambre y la miseria, habiendo tenido todas sus necesidades básicas cubiertas, pudiendo así dedicarse a la lectura, las artes marciales, el ocio y la reflexión. Por el contrario, aquella familia vivía aferrada a su vaca por la simple razón de que su desaparición significaría la muerte en pocos días de sus niños pequeños. El samurai comprendió que es difícil desprenderse de algo si ese algo es nuestro vínculo con la vida (por mucho que ese algo sea al mismo tiempo nuestra condena a una vida peor). Así, el samurai comprendió que el miedo de aquella familia era el mismo terror que siente el montañero que sabe que tiene que cortar la cuerda para sobrevivir pero es incapaz de hacerlo.
Después de comprender esto, el samurai se encerró en su casa y dedicó varios días a reflexionar sobre maneras de cambiar la situación. Cuando hubo acabado, llamó a su discípulo y se encaminó de nuevo hacia la aldea. Al llegar, el samurai mandó llamar a todos los campesinos que malvivían aferrados a sus vacas, como aquel que conociera el primer día, y les habló así:
“Si queréis cambiar vuestro destino, procederéis como sigue: a partir de ahora, cada uno dejará de ser dueño de su vaca y lo será de todas las vacas. En lugar de dedicar a una persona para el cuidado de una vaca, os turnaréis de manera que una sola persona cuide de varias vacas. De esta manera el resto tendréis más tiempo disponible para otras tareas. Además, cada uno tomará sus míseros ahorros, que por separado no llegan para pagar la comida de una vaca, y los uniréis para añadir algunas vacas más a las que ya tenéis. Así tendréis un excedente de leche que aquellos liberados del cuidado de las vacas podrán emplear en producir productos lácteos y venderlos en el mercado. Además, deberéis liberar del trabajo manual a aquellos que sepan leer y escribir para que se dediquen a enseñar a niños y mayores esas artes”. Los campesinos no salían de su asombro al escuchar semejantes palabras, pues nunca pudieron imaginar que con la misma riqueza fuese posible que todos viviesen mejor. Dicho esto, el samurai se marchó.
Un bello día, el joven discípulo volvió a la aldea. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, bonitas casas, una granja de vacas, una cooperativa de productos lácteos, un edificio para realizar asambleas, una escuela y niños jugando. El joven quedó asombrado. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por los campesinos que vivían allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Asombrado, el joven entró corriendo en la cooperativa y confirmó que eran los mismos campesinos que visitara hacia algunos años con el maestro.
Elogió el lugar y le preguntó a los socios: “¿Cómo hicieron para mejorar este lugar y cambiar de vida?” Los campesinos respondieron: “Comprendimos que el bien de cada uno es inseparable del bien de los demás, así que unimos nuestras fuerzas y capacidades y comenzamos a trabajar juntos. No fue tarea fácil, pues los señores feudales a quienes pagábamos tributos, mandaron emisarios para decirnos que tu maestro era maligno y que solo quería poner en peligro la estabilidad de la que gozábamos, y que quería quitarnos lo que a cada uno de nosotros nos pertenecía. No hicimos caso de aquellos emisarios y tus ojos pueden ver el resultado.”
REFLEXION
Cada uno la suya
10/8/09
Sammi
Sammi escribe su nombre en mi libreta, primero en pinyin -mal- y luego usando unos ideogramas minúsculos, como si esos símbolos tuviesen que representar también su edad.
En el camarote del tren que nos lleva de Beijing a Guilin hay cuatro camas: en una de ellas dormirá Sammi con su madre, en las otras tres, nosotros: los tres extranjeros. Cuando entramos, Sammi nos observa sin miedo ni curiosidad. simplemente no deberíamos estar allí. Sin embargo, nuestra presencia todavía no ha alterado su realidad. Aún confía en que respetemos los límites de su mundo. Por eso no reacciona a ninguno de nuestros intentos por llamar su atención. Nos mira pero no responde. Yo he decidido que voy a romper esa frontera: es una niña demasiado lista para perdérsela. Empiezo por mirarla fijamente, como hace ella. Pruebo a hacer un avión de papel y se lo lanzo. No me había equivocado: ni lo devuelve ni lo ignora; la desmonta según le llega. Hago otro juguete de papel y entonces me da permiso para entrar. Al final de la tarde nos sorprenderá con un tímido “thank you” en un inglés que sus gobernantes le enseñan para comerciar y que ella nos entrega como un regalo.
Hay pocas sensaciones como las de despertar y ver los ojos de un niño mirándote, a la espera de eso que no pidió pero que ahora exige: fui yo quien quiso jugar con ella y ahora, justamente, me reclama lo que ofrecí ayer. No nos hace falta el inglés: para jugar solo hace falta un poco de imaginación. Mientras los otros duermen, hago cualquier cosa para que me entregue sus risas: hago el payaso, le hago cosquillas, juegos de manos.
En veintitrés horas hemos pasado del Beijing que construye su nueva gran muralla de árboles para defenderse del desierto de Gobi, a Yangshuo, un paisaje intercambiable, geográfica y humanamente, con el cercano Vietnam: arrozales, cientos de motos ruidosas y humeantes, un tráfico desquiciado, casas de ladrillos sin cubrir, ancianas que venden un puñado de cacahuetes por un yuan en cualquier lugar, y niños que ríen y chillan “hello, hello” cada vez que ven pasar un extranjero.
Para comprender el mundo en el que crecerá Sammi, quizás debiéramos haber hecho el viaje al revés: desde el pobre y duro Yangshuo rural -con sus campesinos doblados sobre los enlodados campos de arroz- hasta el disparatado Beijing -lleno de avenidas enormes, grandes edificios, coches caros, largas jornadas de trabajo, vacaciones inexistentes, centros comerciales-, una Beijing donde el dinero es la única contaminación apreciable, que se hace sentir hasta en los más humildes hutongs, esa forma de vida arcaica que el nuevo Beijing quiere devorar.
Me gustaría volver a encontrarme con Sammi dentro de quince años, en el mismo tren, y que me contase qué dirección tomó su vida, hacia dónde le empujaron unas fuerzas de cuya existencia tardará mucho tiempo en tener noticias -no digamos ya en comprender-, unas fuerzas que dudo sean capaces de oír su risa.
En el camarote del tren que nos lleva de Beijing a Guilin hay cuatro camas: en una de ellas dormirá Sammi con su madre, en las otras tres, nosotros: los tres extranjeros. Cuando entramos, Sammi nos observa sin miedo ni curiosidad. simplemente no deberíamos estar allí. Sin embargo, nuestra presencia todavía no ha alterado su realidad. Aún confía en que respetemos los límites de su mundo. Por eso no reacciona a ninguno de nuestros intentos por llamar su atención. Nos mira pero no responde. Yo he decidido que voy a romper esa frontera: es una niña demasiado lista para perdérsela. Empiezo por mirarla fijamente, como hace ella. Pruebo a hacer un avión de papel y se lo lanzo. No me había equivocado: ni lo devuelve ni lo ignora; la desmonta según le llega. Hago otro juguete de papel y entonces me da permiso para entrar. Al final de la tarde nos sorprenderá con un tímido “thank you” en un inglés que sus gobernantes le enseñan para comerciar y que ella nos entrega como un regalo.
Hay pocas sensaciones como las de despertar y ver los ojos de un niño mirándote, a la espera de eso que no pidió pero que ahora exige: fui yo quien quiso jugar con ella y ahora, justamente, me reclama lo que ofrecí ayer. No nos hace falta el inglés: para jugar solo hace falta un poco de imaginación. Mientras los otros duermen, hago cualquier cosa para que me entregue sus risas: hago el payaso, le hago cosquillas, juegos de manos.
En veintitrés horas hemos pasado del Beijing que construye su nueva gran muralla de árboles para defenderse del desierto de Gobi, a Yangshuo, un paisaje intercambiable, geográfica y humanamente, con el cercano Vietnam: arrozales, cientos de motos ruidosas y humeantes, un tráfico desquiciado, casas de ladrillos sin cubrir, ancianas que venden un puñado de cacahuetes por un yuan en cualquier lugar, y niños que ríen y chillan “hello, hello” cada vez que ven pasar un extranjero.
Para comprender el mundo en el que crecerá Sammi, quizás debiéramos haber hecho el viaje al revés: desde el pobre y duro Yangshuo rural -con sus campesinos doblados sobre los enlodados campos de arroz- hasta el disparatado Beijing -lleno de avenidas enormes, grandes edificios, coches caros, largas jornadas de trabajo, vacaciones inexistentes, centros comerciales-, una Beijing donde el dinero es la única contaminación apreciable, que se hace sentir hasta en los más humildes hutongs, esa forma de vida arcaica que el nuevo Beijing quiere devorar.
Me gustaría volver a encontrarme con Sammi dentro de quince años, en el mismo tren, y que me contase qué dirección tomó su vida, hacia dónde le empujaron unas fuerzas de cuya existencia tardará mucho tiempo en tener noticias -no digamos ya en comprender-, unas fuerzas que dudo sean capaces de oír su risa.
14/6/09
Todo va bien
Todo va bien: las tiendas abastecidas, combustible en las gasolineras, colas en cines y restaurantes, se construyen nuevos edificios, carreteras, ferrocarriles, aeropuertos…
Todo está bien: si quieres langosta, encontrarás langosta, si quieres una piscina de champán, tendrás una piscina de champán, si quieres un reloj por el precio de una casa, lo tendrás. Y sin embargo, en un panorama de superabundancia y riqueza –la crisis no cambia esto- hay quienes, como Yann Arthus-Bertrand, nos dicen que “es demasiado tarde para ser pesimistas”. ¿Pesimistas? El mundo cercano, inmediato, el mundo visible no nos da ninguna razón para serlo. Entonces, ¿porqué hay quien dice que hay razones para estarlo?
La frase es de Home, una espléndida película documental que nos recuerda lo absurdo de esa idea, tan arraigada en las culturas construidas sobre los cimientos de las religiones monoteístas, de que somos la especie elegida. No lo somos. Somos tan solo una más entre millones, y los lazos que unen nuestro futuro y el de esas otras especies nos son tan desconocidos como el origen y el destino del universo. Si no somos capaces de asombrarnos sin más ante la maravilla que es el planeta en el que vivimos, si no somos capaces de ver, al menos tendríamos que considerar el argumento anterior y ser más cuidadosos. No deberíamos ser tan atrevidos en nuestra relación con un mundo del que ignoramos tanto.
Se habla estos días de cambiar el “modelo productivo”, pero lo que se ofrece es un cambio de producto, no de modelo. Mientras no cuestionemos esa idea absurda del crecimiento perpetuo del producto interior bruto, seguiremos el mismo rumbo de colisión hacia la catástrofe. El cambio tiene que ser más profundo. Tenemos que repensar lo fundamental, y tenemos que empezar por nosotros mismos.
Por encima de cualquier otra cosa, lo que nos ha separado del mundo es una palabra mínima: la palabra “yo”. Sobre una palabra que tan solo pretendía distinguir la “cosa yo” de la “cosa árbol” o de la “cosa piedra”, hemos erigido el muro formidable del ego, un muro, como todos, ilusorio, un producto de la fantasía. Un muro inútil que tenemos que derribar: mientras no aprendamos a relacionarnos con nosotros mismos, no podremos hacerlo con los demás y con el mundo que nos rodea. No es tarea fácil.
Vivimos tiempos difíciles –si es que alguna vez los hubo fáciles-, y en los tiempos difíciles hacen falta referentes, personas capaces de ver y de hacer ver. Hay muchos. Yann Arthus-Bertrand lo es. También Vandana Shiva.
Esta es una muestra de sus palabras:
Home
Vandana Shiva
Todo está bien: si quieres langosta, encontrarás langosta, si quieres una piscina de champán, tendrás una piscina de champán, si quieres un reloj por el precio de una casa, lo tendrás. Y sin embargo, en un panorama de superabundancia y riqueza –la crisis no cambia esto- hay quienes, como Yann Arthus-Bertrand, nos dicen que “es demasiado tarde para ser pesimistas”. ¿Pesimistas? El mundo cercano, inmediato, el mundo visible no nos da ninguna razón para serlo. Entonces, ¿porqué hay quien dice que hay razones para estarlo?
La frase es de Home, una espléndida película documental que nos recuerda lo absurdo de esa idea, tan arraigada en las culturas construidas sobre los cimientos de las religiones monoteístas, de que somos la especie elegida. No lo somos. Somos tan solo una más entre millones, y los lazos que unen nuestro futuro y el de esas otras especies nos son tan desconocidos como el origen y el destino del universo. Si no somos capaces de asombrarnos sin más ante la maravilla que es el planeta en el que vivimos, si no somos capaces de ver, al menos tendríamos que considerar el argumento anterior y ser más cuidadosos. No deberíamos ser tan atrevidos en nuestra relación con un mundo del que ignoramos tanto.
Se habla estos días de cambiar el “modelo productivo”, pero lo que se ofrece es un cambio de producto, no de modelo. Mientras no cuestionemos esa idea absurda del crecimiento perpetuo del producto interior bruto, seguiremos el mismo rumbo de colisión hacia la catástrofe. El cambio tiene que ser más profundo. Tenemos que repensar lo fundamental, y tenemos que empezar por nosotros mismos.
Por encima de cualquier otra cosa, lo que nos ha separado del mundo es una palabra mínima: la palabra “yo”. Sobre una palabra que tan solo pretendía distinguir la “cosa yo” de la “cosa árbol” o de la “cosa piedra”, hemos erigido el muro formidable del ego, un muro, como todos, ilusorio, un producto de la fantasía. Un muro inútil que tenemos que derribar: mientras no aprendamos a relacionarnos con nosotros mismos, no podremos hacerlo con los demás y con el mundo que nos rodea. No es tarea fácil.
Vivimos tiempos difíciles –si es que alguna vez los hubo fáciles-, y en los tiempos difíciles hacen falta referentes, personas capaces de ver y de hacer ver. Hay muchos. Yann Arthus-Bertrand lo es. También Vandana Shiva.
Esta es una muestra de sus palabras:
Home
Vandana Shiva
6/6/09
La primera palabra
Hace un tiempo un amigo me invitó a dar una clase en el IES en el que trabaja. Tema libre. No tenía ni idea de sobre qué montar la clase hasta que recordé un artículo en Babelia de Menchu Gutierrez titulado Sílaba de fuego. En ese artículo Menchu mencionaba unos estudios acerca de la primera palabra. Me pareció que se podía montar algo interesante a partir de ahí. Después de varios meses de espera, por fin pude dar la clase el día 5 de Junio.
Hace mucho tiempo que establecimos una línea divisoria entre nosotros y el mundo. Es una línea trazada por el ego, por el yo. Para encontrar el lugar de uno en el mundo hay que hacerle frente al ego. Esa es la manera de diluir esa ilusión que nos separa de aquel. Hablar de “tu lugar en el mundo” no es otra cosa que reconocer que formamos parte de algo más grande que nosotros, y que estamos relacionados con ese algo como las células lo están con el cuerpo. Durante un hora tuve la sensación de estar cerca de mi lugar en el mundo. Le estoy muy agradecido a mi amigo por haberme ofrecido esa oportunidad. Lo que sigue a continuación es el guión de la clase:
“Nuevas formas revelarán en realidad nuevas cosas”.
Michel Butor
Normalmente usamos el lenguaje para pensar. Hoy, sin embargo, vamos pensar acerca del lenguaje. Vamos en busca de los elementos básicos a partir de los cuales se empezó a construir el edificio del lenguaje, y vamos a ver cómo a partir de elementos simples podemos construir ideas complejas. Vamos a realizar un esfuerzo de imaginación. Puede que algunas de las cosas que vamos a tratar les parezcan extrañas. No importa. A veces pasa mucho tiempo entre el momento en que oímos algo por primera vez y el momento en que lo comprendemos. En ese intervalo las frases permanecerán dentro de nosotros, carentes de significado, hasta que una experiencia concreta les de sentido dando lugar al conocimiento. Vamos a intentar olvidar lo que sabemos y a situarnos por un rato en un mundo tan lejano como el que existía hace unos veinte mil años, o treinta mil, o cuarenta mil años, cuando surgió el lenguaje.
La primera palabra
¿Cuál pudo ser la primera palabra? Es imposible saberlo, pero aunque nunca lleguemos a saberlo, es mucho lo que podemos aprender haciéndonos la pregunta. Para empezar, sabemos cuáles no fueron. Es muy probable que la primera palabra fuese un “no”. Es la más sencilla, la más relacionada con la supervivencia, la menos difícil de inventar, la más parecida a un sonido elemental. Quizás fuese, en su origen, un simple grito pronunciado de una manera diferenciada.
Afirmación, negación, sustantivos.
¿Cuáles fueron las siguientes palabras? Posiblemente los sustantivos. Nombrar “cosas”. Esto significa que aquellos primeros humanos ya tenían suficiente imaginación como para relacionar un sonido salido de su garganta con una piedra o un árbol, con una cosa. Estamos tan acostumbrados al lenguaje que no nos damos cuenta del inmenso salto que supone establecer esa relación. Pero no solo eso; de la misma manera, aquellos primeros humanos fueron capaces de establecer relaciones numéricas entre sus dedos y las cosas: un dedo, una manzana, dos dedos, dos manzanas. E incluso fueron capaces de establecer relaciones más allá de sus dedos: sabían que las estaciones del año se repetían.
Ya tenemos dos elementos: afirmación/negación y sustantivos. Aquellos primeros humanos podían, por tanto, combinar estos elementos para construir otros nuevos haciendo uso de su imaginación. ¿Cómo podrían decir fruta verde o fruta madura? Podían, por ejemplo, combinar la palabra manzana y la palabra piedra para indicar que una fruta estaba dura. No necesitaban inventar una nueva para describir la fruta madura: podían usar las que tenían, mediante combinación, para construir nuevos significados: “manzana piedra” para la fruta verde, “manzana agua” para la fruta madura… Así, partiendo de palabras que nombran cosas concretas, podemos construir significados abstractos, como “maduro”.
Sentido
Además de la memoria y de la capacidad de relacionar cosas en apariencia no relacionadas, aquellos humanos tenían una característica peculiar que dura hasta nuestros días: no les bastaba con nombrar las cosas, además necesitaban encontrar un sentido a esas cosas. No les bastaba con dar un nombre a la tormenta; necesitaban, también, explicarse a sí mismos la tormenta. En esto no hemos cambiado: todos nosotros necesitamos explicarnos las cosas, necesitamos comprender porqué nos quieren, porqué nos abandonan, porqué a veces nos sentimos bien y otras nos sentimos mal, porqué las manzanas caen hacia el suelo. Necesitamos comprender, y sentimos un gran dolor y ansiedad cuando no comprendemos, cuando no somos capaces de explicarnos las cosas.
Sentimientos y Emociones
Así que aquellos humanos primitivos, igual que habían nombrado las piedras, los árboles y los animales, también empezaron a nombrar sus sentimientos y emociones. De alguna manera, tuvieron la genialidad de comprender que esos sentimientos también eran, de alguna manera, “cosas”. De esta manera, por ejemplo, un día llamaron “ira” a lo que les sucedía por dentro cuando un intruso invadía su territorio.
Antropomorfización
Y empujados por esa necesidad de dar sentido, aquellos humanos primitivos se dieron cuenta de que su ira iba acompañada de gritos, de excitación de violencia, y que también la tormenta va acompañada de gritos, excitación y violencia; que los truenos son, de alguna manera, como gritos formidables. Y como tienen memoria recuerdan que las tormentas suelen suceder después de muchos días de sol, así que se preguntaron si la tormenta no sería algo así como “la ira del sol”.
Al fin y al cabo, ¿qué es lo que aquellos humanos conocían mejor? En su intento de dar sentido a las cosas que suceden a su alrededor, hacen uso de lo que conocen, y lo que conocen son ellos mismos, sus sentimientos y emociones. ¿No es este un comportamiento mucho más racional de lo que creemos? ¿Podría ser este el origen de la idea de Dios?
Violentar el lenguaje
Mucho tiempo después, en un giro genial, a uno de los descendientes de aquellos que un día dijeron que la tormenta era la ira del sol, se le ocurre darle la vuelta a la frase por el puro placer de hacerlo y dice: “mi ira es tormenta”. Todo lo que ha hecho ha sido jugar con elementos del lenguaje. Nada más –y nada menos-. Y jugando con el lenguaje ha sido capaz de construir una frase que, violando las reglas del lenguaje, es capaz de expresar, mucho mejor que cualquier frase que respete esas mismas reglas, un estado de ánimo, un sentimiento. Esto es la poesía: ejercer violencia sobre el lenguaje para construir sentido y significado.
En la Odisea de Homero, podemos leer lo siguiente: “caminan oscuros por la noche silenciosa”. Es una frase mal construida: la noche puede ser silenciosa, pero la gente no puede “caminar oscura”. La frase correcta sería “caminan silenciosos por la noche oscura”. ¿Qué ha sucedido con el sentido, con el significado, cuando quebramos las reglas del lenguaje? ¿Cuál de las dos frases proporciona una mejor representación de aquello que se quiere expresar?
Extrañamiento
Durante miles de años, alrededor del fuego, generación tras generación, millones de humanos han seguido jugando con el lenguaje, dándole nuevos giros, inventando nuevas historias, creando nuevas palabras y estructuras hasta legarnos este extraño instrumento que hoy todos creemos conocer tan bien. ¿lo conocemos tan bien como creemos? Estamos tan familiarizados con su uso que hemos dejado de asombrarnos con él. Mientras miramos las cosas con “normalidad”, las cosas son invisibles. Solo cuando empezamos a mirar las cosas con cierta extrañeza podemos empezar a ver. Eso mismo ocurre con el lenguaje.
De las cosas al lenguaje, del lenguaje a las cosas.
Así, hemos visto que las cosas llevan al lenguaje, pero hemos visto también que el lenguaje lleva a otras cosas, que no son aquellas que lo originaron, y cuyo descubrimiento solo se consigue cuando uno juega con él. Porque el lenguaje a veces nombra cosas que conocemos, y otras nos permite conocer cosas que no hemos nombrado.
Hace mucho tiempo que establecimos una línea divisoria entre nosotros y el mundo. Es una línea trazada por el ego, por el yo. Para encontrar el lugar de uno en el mundo hay que hacerle frente al ego. Esa es la manera de diluir esa ilusión que nos separa de aquel. Hablar de “tu lugar en el mundo” no es otra cosa que reconocer que formamos parte de algo más grande que nosotros, y que estamos relacionados con ese algo como las células lo están con el cuerpo. Durante un hora tuve la sensación de estar cerca de mi lugar en el mundo. Le estoy muy agradecido a mi amigo por haberme ofrecido esa oportunidad. Lo que sigue a continuación es el guión de la clase:
“Nuevas formas revelarán en realidad nuevas cosas”.
Michel Butor
Normalmente usamos el lenguaje para pensar. Hoy, sin embargo, vamos pensar acerca del lenguaje. Vamos en busca de los elementos básicos a partir de los cuales se empezó a construir el edificio del lenguaje, y vamos a ver cómo a partir de elementos simples podemos construir ideas complejas. Vamos a realizar un esfuerzo de imaginación. Puede que algunas de las cosas que vamos a tratar les parezcan extrañas. No importa. A veces pasa mucho tiempo entre el momento en que oímos algo por primera vez y el momento en que lo comprendemos. En ese intervalo las frases permanecerán dentro de nosotros, carentes de significado, hasta que una experiencia concreta les de sentido dando lugar al conocimiento. Vamos a intentar olvidar lo que sabemos y a situarnos por un rato en un mundo tan lejano como el que existía hace unos veinte mil años, o treinta mil, o cuarenta mil años, cuando surgió el lenguaje.
La primera palabra
¿Cuál pudo ser la primera palabra? Es imposible saberlo, pero aunque nunca lleguemos a saberlo, es mucho lo que podemos aprender haciéndonos la pregunta. Para empezar, sabemos cuáles no fueron. Es muy probable que la primera palabra fuese un “no”. Es la más sencilla, la más relacionada con la supervivencia, la menos difícil de inventar, la más parecida a un sonido elemental. Quizás fuese, en su origen, un simple grito pronunciado de una manera diferenciada.
Afirmación, negación, sustantivos.
¿Cuáles fueron las siguientes palabras? Posiblemente los sustantivos. Nombrar “cosas”. Esto significa que aquellos primeros humanos ya tenían suficiente imaginación como para relacionar un sonido salido de su garganta con una piedra o un árbol, con una cosa. Estamos tan acostumbrados al lenguaje que no nos damos cuenta del inmenso salto que supone establecer esa relación. Pero no solo eso; de la misma manera, aquellos primeros humanos fueron capaces de establecer relaciones numéricas entre sus dedos y las cosas: un dedo, una manzana, dos dedos, dos manzanas. E incluso fueron capaces de establecer relaciones más allá de sus dedos: sabían que las estaciones del año se repetían.
Ya tenemos dos elementos: afirmación/negación y sustantivos. Aquellos primeros humanos podían, por tanto, combinar estos elementos para construir otros nuevos haciendo uso de su imaginación. ¿Cómo podrían decir fruta verde o fruta madura? Podían, por ejemplo, combinar la palabra manzana y la palabra piedra para indicar que una fruta estaba dura. No necesitaban inventar una nueva para describir la fruta madura: podían usar las que tenían, mediante combinación, para construir nuevos significados: “manzana piedra” para la fruta verde, “manzana agua” para la fruta madura… Así, partiendo de palabras que nombran cosas concretas, podemos construir significados abstractos, como “maduro”.
Sentido
Además de la memoria y de la capacidad de relacionar cosas en apariencia no relacionadas, aquellos humanos tenían una característica peculiar que dura hasta nuestros días: no les bastaba con nombrar las cosas, además necesitaban encontrar un sentido a esas cosas. No les bastaba con dar un nombre a la tormenta; necesitaban, también, explicarse a sí mismos la tormenta. En esto no hemos cambiado: todos nosotros necesitamos explicarnos las cosas, necesitamos comprender porqué nos quieren, porqué nos abandonan, porqué a veces nos sentimos bien y otras nos sentimos mal, porqué las manzanas caen hacia el suelo. Necesitamos comprender, y sentimos un gran dolor y ansiedad cuando no comprendemos, cuando no somos capaces de explicarnos las cosas.
Sentimientos y Emociones
Así que aquellos humanos primitivos, igual que habían nombrado las piedras, los árboles y los animales, también empezaron a nombrar sus sentimientos y emociones. De alguna manera, tuvieron la genialidad de comprender que esos sentimientos también eran, de alguna manera, “cosas”. De esta manera, por ejemplo, un día llamaron “ira” a lo que les sucedía por dentro cuando un intruso invadía su territorio.
Antropomorfización
Y empujados por esa necesidad de dar sentido, aquellos humanos primitivos se dieron cuenta de que su ira iba acompañada de gritos, de excitación de violencia, y que también la tormenta va acompañada de gritos, excitación y violencia; que los truenos son, de alguna manera, como gritos formidables. Y como tienen memoria recuerdan que las tormentas suelen suceder después de muchos días de sol, así que se preguntaron si la tormenta no sería algo así como “la ira del sol”.
Al fin y al cabo, ¿qué es lo que aquellos humanos conocían mejor? En su intento de dar sentido a las cosas que suceden a su alrededor, hacen uso de lo que conocen, y lo que conocen son ellos mismos, sus sentimientos y emociones. ¿No es este un comportamiento mucho más racional de lo que creemos? ¿Podría ser este el origen de la idea de Dios?
Violentar el lenguaje
Mucho tiempo después, en un giro genial, a uno de los descendientes de aquellos que un día dijeron que la tormenta era la ira del sol, se le ocurre darle la vuelta a la frase por el puro placer de hacerlo y dice: “mi ira es tormenta”. Todo lo que ha hecho ha sido jugar con elementos del lenguaje. Nada más –y nada menos-. Y jugando con el lenguaje ha sido capaz de construir una frase que, violando las reglas del lenguaje, es capaz de expresar, mucho mejor que cualquier frase que respete esas mismas reglas, un estado de ánimo, un sentimiento. Esto es la poesía: ejercer violencia sobre el lenguaje para construir sentido y significado.
En la Odisea de Homero, podemos leer lo siguiente: “caminan oscuros por la noche silenciosa”. Es una frase mal construida: la noche puede ser silenciosa, pero la gente no puede “caminar oscura”. La frase correcta sería “caminan silenciosos por la noche oscura”. ¿Qué ha sucedido con el sentido, con el significado, cuando quebramos las reglas del lenguaje? ¿Cuál de las dos frases proporciona una mejor representación de aquello que se quiere expresar?
Extrañamiento
Durante miles de años, alrededor del fuego, generación tras generación, millones de humanos han seguido jugando con el lenguaje, dándole nuevos giros, inventando nuevas historias, creando nuevas palabras y estructuras hasta legarnos este extraño instrumento que hoy todos creemos conocer tan bien. ¿lo conocemos tan bien como creemos? Estamos tan familiarizados con su uso que hemos dejado de asombrarnos con él. Mientras miramos las cosas con “normalidad”, las cosas son invisibles. Solo cuando empezamos a mirar las cosas con cierta extrañeza podemos empezar a ver. Eso mismo ocurre con el lenguaje.
De las cosas al lenguaje, del lenguaje a las cosas.
Así, hemos visto que las cosas llevan al lenguaje, pero hemos visto también que el lenguaje lleva a otras cosas, que no son aquellas que lo originaron, y cuyo descubrimiento solo se consigue cuando uno juega con él. Porque el lenguaje a veces nombra cosas que conocemos, y otras nos permite conocer cosas que no hemos nombrado.
22/5/09
Los hombres huecos
Y para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círculos literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, hacían falta líderes. La vida había perdido el derecho a crecer como la hierba, a agitarse como el mar. Liss consideraba que había cuatro tipos de líderes.
El primer grupo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Frank y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones ente diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia del nacionalsocialismo y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaban de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales sumpremos eran la única cosa de lo que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer grupo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí solo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo en plena libertad. Allí, nada de ideales; solo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.
El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analítica. El nacionalsocialismo les pagaba y ellos le servían. Su única pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los frigoríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.
Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, soñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.
Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratosfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.
Lo que más atemorizaba a Liss de Hitler era la inconcebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecánico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más refinada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bovina que Liss sólo había encontrado en los niveles más bajos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiempo un feligrés oscuro y frenético.
Y ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrorizaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provocado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.
Vida y destino
Vasili Grossman
Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores
Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De este tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombres huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.
[…]
Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren aquí –Oshima señala las estanterías con la punta del lapiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca-. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets Editores
El primer grupo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Frank y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones ente diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia del nacionalsocialismo y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaban de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales sumpremos eran la única cosa de lo que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer grupo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí solo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo en plena libertad. Allí, nada de ideales; solo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.
El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analítica. El nacionalsocialismo les pagaba y ellos le servían. Su única pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los frigoríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.
Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, soñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.
Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratosfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.
Lo que más atemorizaba a Liss de Hitler era la inconcebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecánico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más refinada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bovina que Liss sólo había encontrado en los niveles más bajos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiempo un feligrés oscuro y frenético.
Y ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrorizaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provocado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.
Vida y destino
Vasili Grossman
Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores
Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De este tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombres huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.
[…]
Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren aquí –Oshima señala las estanterías con la punta del lapiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca-. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets Editores
4/5/09
La tragedia griega según Aristóteles
“¿Sabes, Kafka Tamura? Lo que tú estás sintiendo ahora no es otra cosa que el conflicto central de la tragedia griega. No es la persona la que elige su destino, sino el destino el que elige a la persona. Ésta es la concepción del mundo en la que se fundamenta la tragedia griega. Y la tragedia, según Aristóteles, irónicamente, no surge de los defectos del protagonista, sino de sus virtudes. ¿Entiendes a qué me refiero? Son las cualidades, no los defectos, los que arrastran al hombre a la tragedia.”
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets editores
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets editores
Dos metáforas de la vida, por Haruki Murakami
"De la misma manera que un relato que empieza a ser contado con brío antes de que comiencen a enmarañarse las palabras, el sendero, conforme va avanzando, va estrechándose cada vez más, cediendo su dominio a los hierbajos. Las zonas allanadas van desapareciendo y se hace más difícil adivinar si se trata de una senda o simplemente lo parece. Y al final muere en un mar verde de helechos. O quizás la senda prosiga hasta más adelante. Sin embargo, será mejor que aguarde a la siguiente ocasión para comprobarlo. Para seguir adelante necesitaría preparar ciertas cosas y un atuendo de los que ahora carezco."
"Kafka Tamura, en la vida de los hombres hay un punto a partir del cual ya no podemos retroceder. Y, en algunos casos, existe otro a partir del cual ya no podemos seguir avanzando. Y cuando llegamos a ese punto, para bien o para mal, lo único que podemos hacer es callarnos y aceptarlo. Y seguir viviendo de esa forma."
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets editores
"Kafka Tamura, en la vida de los hombres hay un punto a partir del cual ya no podemos retroceder. Y, en algunos casos, existe otro a partir del cual ya no podemos seguir avanzando. Y cuando llegamos a ese punto, para bien o para mal, lo único que podemos hacer es callarnos y aceptarlo. Y seguir viviendo de esa forma."
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets editores
3/5/09
Salir para saber
"Sobre el perfil del lector de mi narrativa, en mi intención no está dirigirme sólo a los militantes como Diego sino, sobre todo, al menos hasta el momento, a un conjunto de personas quienes, si bien sabemos algo, en cierto modo aún no sabemos que lo sabemos, como cuando a veces estás dentro de un bar y hay humo y ruido, y gente con quien no tienes muchas cosas que compartir, pero sigues ahí hasta que, casi sin pensarlo, decides salir fuera y la calle está tranquila, el aire es fresco, hay silencio, te encuentras bien afuera, quizá hablas con alguien que también ha salido y paseas y el aire te da en la cara, y te dices que ahora sabes que sabías que ese bar no era tu sitio, ni en realidad querías estar ahí dentro."
Un pistoletazo en medio de un concierto
Belén Gopegui
Editorial Complutense
Un pistoletazo en medio de un concierto
Belén Gopegui
Editorial Complutense
15/4/09
Palabra
“Antes del mar, de la tierra, y del cielo que todo lo cubre, la naturaleza tenía en todo el universo un mismo aspecto indistinto, al que llamaron Caos: una mole informe y desordenada, no más que un peso inerte, una masa de embriones dispares de cosas mal mezcladas.”
Metamorfosis
Ovidio
Editorial Espasa Calpe
“Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos, y las tinieblas cubrían el abismo, pero el espíritu de Dios alentaba sobre las aguas. Entonces dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz.”
Génesis 1.1
“En el principio existía el Verbo
y el verbo estaba con Dios
y el verbo era Dios
Él estaba en el principio con Dios
Todo fue hecho por él
y sin él nada se hizo
cuanto está hecho.”
Juan 1.1
Me traen sin cuidado las exégesis de las Escrituras. Estas palabras fascinan, sobre todo si uno mantiene distancia con la teología, la ortodoxia, o cierta apropiación colectiva propiciada por la una y por la otra. Así que dejémonos seducir por ellas.
Dice el Génesis que Dios creó el cielo y la tierra, pero no la luz; la luz fue dicha -la misma luz, claro está, que desprende el fuego que Prometeo robó a los dioses-. Es decir, la creación entendida como un acto lingüístico en el que “las cosas se hacen con palabras” –J.L.Austin-.
Antes de la palabra todo tenía ese “mismo aspecto indistinto” del que habla Ovidio, y es solo por la palabra que el mundo existe. El lenguaje, como es obvio, nombra, pero lo que nos dicen los escritos bíblicos es que ese nombrar, además, es un crear.
En vano busquen los paleontólogos el primer rastro humano en simas y cuevas. No es ahí donde habita. La palabra es la frontera que lo define, y el rastro de aquella primera palabra hace tiempo que se diluyó en el aire en el preciso instante en que fue pronunciada. Desde entonces nuestro combate con el mundo es un combate con la palabra, porque somos tanto como lo que podamos decir. Así, ese primer acto de creación, ese Verbo del que habla el Génesis, no es más que un acto fundacional, en absoluto definitivo; un acto sin fin, interminable, que renovamos cada vez que ponemos una palabra tras otra para construir un mundo que se resiste a ser ordenado de acuerdo a nuestro lenguaje.
Es una lucha tan imposible como inevitable, pero no podemos ser otra cosa sino palabras.
Metamorfosis
Ovidio
Editorial Espasa Calpe
“Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos, y las tinieblas cubrían el abismo, pero el espíritu de Dios alentaba sobre las aguas. Entonces dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz.”
Génesis 1.1
“En el principio existía el Verbo
y el verbo estaba con Dios
y el verbo era Dios
Él estaba en el principio con Dios
Todo fue hecho por él
y sin él nada se hizo
cuanto está hecho.”
Juan 1.1
Me traen sin cuidado las exégesis de las Escrituras. Estas palabras fascinan, sobre todo si uno mantiene distancia con la teología, la ortodoxia, o cierta apropiación colectiva propiciada por la una y por la otra. Así que dejémonos seducir por ellas.
Dice el Génesis que Dios creó el cielo y la tierra, pero no la luz; la luz fue dicha -la misma luz, claro está, que desprende el fuego que Prometeo robó a los dioses-. Es decir, la creación entendida como un acto lingüístico en el que “las cosas se hacen con palabras” –J.L.Austin-.
Antes de la palabra todo tenía ese “mismo aspecto indistinto” del que habla Ovidio, y es solo por la palabra que el mundo existe. El lenguaje, como es obvio, nombra, pero lo que nos dicen los escritos bíblicos es que ese nombrar, además, es un crear.
En vano busquen los paleontólogos el primer rastro humano en simas y cuevas. No es ahí donde habita. La palabra es la frontera que lo define, y el rastro de aquella primera palabra hace tiempo que se diluyó en el aire en el preciso instante en que fue pronunciada. Desde entonces nuestro combate con el mundo es un combate con la palabra, porque somos tanto como lo que podamos decir. Así, ese primer acto de creación, ese Verbo del que habla el Génesis, no es más que un acto fundacional, en absoluto definitivo; un acto sin fin, interminable, que renovamos cada vez que ponemos una palabra tras otra para construir un mundo que se resiste a ser ordenado de acuerdo a nuestro lenguaje.
Es una lucha tan imposible como inevitable, pero no podemos ser otra cosa sino palabras.
14/4/09
Niño
“El niño es un reflejo de nosotros mismos. No nos precede, sino que es la excrecencia que dejamos al mundo. Que aprendamos de él sólo explica lo ignorantes que somos.
Los estamos alejando de nosotros, so pretexto de defenderlos. Porque también nosotros, con el mismo pretexto, nos alejamos de nosotros. Caemos presa de un engaño muy simple: creer que un niño es la posibilidad de ser como nosotros; pero es la definición de lo que hemos sido. Por eso lucha.”
Cien niños
Juan Carlos Suñén
Ediciones Cátedra
Los estamos alejando de nosotros, so pretexto de defenderlos. Porque también nosotros, con el mismo pretexto, nos alejamos de nosotros. Caemos presa de un engaño muy simple: creer que un niño es la posibilidad de ser como nosotros; pero es la definición de lo que hemos sido. Por eso lucha.”
Cien niños
Juan Carlos Suñén
Ediciones Cátedra
13/4/09
Destino
“-La casualidad no es un lujo, es la otra cara del destino y también algo más –dijo Johns.
-¿Qué más? –dijo Morini.
-Algo que se le escapaba a mi amigo por una razón muy sencilla y comprensible. Mi amigo (tal vez sea una presunción por mi parte llamarlo así) creía en la humanidad, por lo tanto creía en el orden, en el orden de la pintura y en el orden de las palabras, que no con otra cosa se hace la pintura. Creía en la redención. En el fondo hasta es posible que creyera en el progreso. La casualidad, por el contrario, es la libertad total a la que estamos abocados por nuestra propia naturaleza. La casualidad no obedece leyes y si las obedece nosotros las desconocemos. La casualidad, si me permites el símil, es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de los rastros con nosotros.”
2666
Roberto Bolaño
Editorial Anagrama
-¿Qué más? –dijo Morini.
-Algo que se le escapaba a mi amigo por una razón muy sencilla y comprensible. Mi amigo (tal vez sea una presunción por mi parte llamarlo así) creía en la humanidad, por lo tanto creía en el orden, en el orden de la pintura y en el orden de las palabras, que no con otra cosa se hace la pintura. Creía en la redención. En el fondo hasta es posible que creyera en el progreso. La casualidad, por el contrario, es la libertad total a la que estamos abocados por nuestra propia naturaleza. La casualidad no obedece leyes y si las obedece nosotros las desconocemos. La casualidad, si me permites el símil, es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de los rastros con nosotros.”
2666
Roberto Bolaño
Editorial Anagrama
Mirada
En el año y poco que llevo escribiendo en este blog, todavía no he escrito nada sobre la Escuela de Letras de Madrid. Hablar de la mirada es una buena ocasión para hacerlo.
Hay momentos y lugares que depositan sobre nosotros el manto de tierra fértil que deja una inundación tras de sí. Y con el tiempo, cuando uno mira la secuencia de esos estratos, comprende que esa superposición nos cuenta una historia que solo existe por acumulación. Algo así me sucede con la Escuela de Letras. Como los geólogos que al horadar la tierra descubren ese estrato peculiar que les indica un acontecimiento decisivo: la inundación, el terremoto o el incendio, hechos significativos que cambian el paisaje, que alteran el rumbo.
Con el tiempo, uno olvida muchas cosas, algunas superfluas y otras no, pero queda un poso que se puede oír como un recordatorio permanente de algo fundamental, apenas unas pocas frases: “aprender a mirar”.
La mirada, inseparable de la palabra, un acto de la voluntad antes que del ojo, un ejercicio de atención, una decisión.
Hay momentos y lugares que depositan sobre nosotros el manto de tierra fértil que deja una inundación tras de sí. Y con el tiempo, cuando uno mira la secuencia de esos estratos, comprende que esa superposición nos cuenta una historia que solo existe por acumulación. Algo así me sucede con la Escuela de Letras. Como los geólogos que al horadar la tierra descubren ese estrato peculiar que les indica un acontecimiento decisivo: la inundación, el terremoto o el incendio, hechos significativos que cambian el paisaje, que alteran el rumbo.
Con el tiempo, uno olvida muchas cosas, algunas superfluas y otras no, pero queda un poso que se puede oír como un recordatorio permanente de algo fundamental, apenas unas pocas frases: “aprender a mirar”.
La mirada, inseparable de la palabra, un acto de la voluntad antes que del ojo, un ejercicio de atención, una decisión.
Sentido
Nada menos que once acepciones propone el diccionario para esta palabra. Me quedo con esta: “razón de ser, finalidad”. Es decir aquello para lo que algo existe, lugar al que tiende. Esto es lo que tratamos -tantas veces en vano- de descifrar en lo que sucede. ¿Hacia dónde apunta esto que ocurre, esto que me ocurre? Una pregunta que dice más de nosotros que de los acontecimientos, que no solo no se sienten obligados a responder, sino que incluso nos desafían: ¿y por qué habría de existir algo parecido al sentido?
La búsqueda de sentido nos define. No recuerdo las palabras exactas, pero estas se acercan: “o somos búsqueda de sentido o no somos nada”. No podemos mirar las cosas sin más, como un gato nos mira a nosotros. Nuestra mirada es una pregunta que trata de alcanzar algo esquivo, quizás inalcanzable, pero esa intención dice quienes somos.
La búsqueda de sentido nos define. No recuerdo las palabras exactas, pero estas se acercan: “o somos búsqueda de sentido o no somos nada”. No podemos mirar las cosas sin más, como un gato nos mira a nosotros. Nuestra mirada es una pregunta que trata de alcanzar algo esquivo, quizás inalcanzable, pero esa intención dice quienes somos.
12/4/09
Pérdida
Dudé mucho entre pérdida y ausencia. Aún ahora, mientras escribo, dudo –por eso escribo-.
La pérdida es la frontera entre la presencia y la ausencia, o más bien es el canto, el filo hiriente de una hoja cuyas caras son la ausencia y la presencia. Sí, quizás por eso elegí la palabra pérdida, por ser esa línea fina que la memoria traza entre dos mundos que, dándose la espalda el uno al otro, son inseparables; una línea permeable: en la ausencia está la presencia de lo que fue –fuese realidad o sueño-, y en la presencia está la sombra de lo que un día no estará. Melancolía y tristeza como una infección latente en la alegría de lo que sí es hoy, igual que la alegría puede ser por momentos un cierto delirio de la memoria.
Las agujas del reloj indican el sentido de la flecha del tiempo, pero la memoria no sabe nada de tiro con arco; sin embargo, conoce bien las heridas que esa flecha deja a su paso.
La pérdida es la frontera entre la presencia y la ausencia, o más bien es el canto, el filo hiriente de una hoja cuyas caras son la ausencia y la presencia. Sí, quizás por eso elegí la palabra pérdida, por ser esa línea fina que la memoria traza entre dos mundos que, dándose la espalda el uno al otro, son inseparables; una línea permeable: en la ausencia está la presencia de lo que fue –fuese realidad o sueño-, y en la presencia está la sombra de lo que un día no estará. Melancolía y tristeza como una infección latente en la alegría de lo que sí es hoy, igual que la alegría puede ser por momentos un cierto delirio de la memoria.
Las agujas del reloj indican el sentido de la flecha del tiempo, pero la memoria no sabe nada de tiro con arco; sin embargo, conoce bien las heridas que esa flecha deja a su paso.
11/4/09
Amor
Amor, la palabra más difícil.
Roland Barthes habla de figuras que se suceden al capricho del azar, y aunque la imagen nos remita fácilmente a nuestra propia experiencia amorosa, el misterio queda intacto. Porque el misterio del amor no es el qué, sino el hecho asombroso de que algo semejante exista.
Barthes habla de afirmación de un discurso abandonado por el resto, pero esto es perder de vista el hecho para sustituirlo -de manera algo fraudulenta- por el contexto. Quizás sea imposible hablar del amor sin hablar del contexto, como no se puede hablar del amor sin hablar del sujeto y del objeto, pero desde luego lo que es imposible es hablar del amor sin hablar de salvación, o si se quiere evitar el sospechoso fardo que esa palabra lleva a cuestas, de sanación. Porque si hay algo misterioso en el amor no es la fuerza que confiere al que ama, ni su existencia al margen de lo social, ni el evidente fracaso al que está destinado cualquier intento del lenguaje por aprehenderlo -el amor es el único silencio que la palabra reconoce-; el verdadero misterio es la capacidad del amor bueno para salvarnos de nosotros mismos.
Roland Barthes habla de figuras que se suceden al capricho del azar, y aunque la imagen nos remita fácilmente a nuestra propia experiencia amorosa, el misterio queda intacto. Porque el misterio del amor no es el qué, sino el hecho asombroso de que algo semejante exista.
Barthes habla de afirmación de un discurso abandonado por el resto, pero esto es perder de vista el hecho para sustituirlo -de manera algo fraudulenta- por el contexto. Quizás sea imposible hablar del amor sin hablar del contexto, como no se puede hablar del amor sin hablar del sujeto y del objeto, pero desde luego lo que es imposible es hablar del amor sin hablar de salvación, o si se quiere evitar el sospechoso fardo que esa palabra lleva a cuestas, de sanación. Porque si hay algo misterioso en el amor no es la fuerza que confiere al que ama, ni su existencia al margen de lo social, ni el evidente fracaso al que está destinado cualquier intento del lenguaje por aprehenderlo -el amor es el único silencio que la palabra reconoce-; el verdadero misterio es la capacidad del amor bueno para salvarnos de nosotros mismos.
Tierra
"Que ya no veamos las estrellas es tan solo un aspecto de este alejamiento de la realidad. La vida se ha distanciado de lo natural en muchos aspectos, y la experiencia directa se ha transformado en abstracción y falta de contacto. En ningún otro periodo histórico hemos estado más desconectados de nuestro cuerpo y de nuestra esencia. La posibilidad de relación casi infinita que proporciona el mundo tecnológico, pese a las muchas ventajas que encierra, exige un alto precio en contacto. Hemos olvidado el tacto del mundo y con ello estamos produciendo nuevas y numerosas enfermedades del alma, infelicidades que son la complicada consecuencia de la distancia interpuesta entre nosotros y el mundo natural. Hemos olvidado que nuestra mente se configura a través de la experiencia corporal del mundo –de sus espacios, texturas, sonidos, olores y costumbres- tanto como a través de los rasgos heredados y las ideologías asimiladas. Entre las formas físicas del mundo que nos rodea y el mundo interior de nuestra imaginación existe un permanente y formidable intercambio que nos define y nos modela.
[…]
Hay una sencilla verdad en la sensación de apoyar las manos en una roca calentada por el sol, o de observar las cambiantes formaciones de una bandada de pájaros al vuelo, o de recibir la irreversible caída de los copos de nieve en la palma de la mano."
Naturaleza Virgen
Robert Macfarlane
Alba Editorial
[…]
Hay una sencilla verdad en la sensación de apoyar las manos en una roca calentada por el sol, o de observar las cambiantes formaciones de una bandada de pájaros al vuelo, o de recibir la irreversible caída de los copos de nieve en la palma de la mano."
Naturaleza Virgen
Robert Macfarlane
Alba Editorial
7/4/09
Demonios
“Somos nuestros propios demonios.
[...]
Una fuerza precisa arrastra a mi lenguaje hacia el mal que puedo hacerme a mí mismo: el régimen motor de mi discurso es el piñón libre: el lenguaje actúa como bola de nieve, sin ningún pensamiento táctico de la realidad. Trato de hacerme daño, me expulso a mí mismo de mi paraíso, afanándome en suscitar en mí las imágenes (de celos, de abandono, de humillación) que pueden herirme; y la herida abierta, la mantengo, la alimento con otras imágenes, hasta que otra herida viene a producir un efecto de diversión.”
Fragmentos de un discurso amoroso
Roland Barthes
Siglo XXI Editores
[...]
Una fuerza precisa arrastra a mi lenguaje hacia el mal que puedo hacerme a mí mismo: el régimen motor de mi discurso es el piñón libre: el lenguaje actúa como bola de nieve, sin ningún pensamiento táctico de la realidad. Trato de hacerme daño, me expulso a mí mismo de mi paraíso, afanándome en suscitar en mí las imágenes (de celos, de abandono, de humillación) que pueden herirme; y la herida abierta, la mantengo, la alimento con otras imágenes, hasta que otra herida viene a producir un efecto de diversión.”
Fragmentos de un discurso amoroso
Roland Barthes
Siglo XXI Editores
3/4/09
Extrañeza
Extrañeza es el canto inesperado de un cuervo negro, un oboe en Van Morrison, una calle sin principio ni fin, el repentino interés de una mirada que se sabe descubierta, un milagro bajo la escalera, el camino que se sorprende a sí mismo girando a la izquierda donde debería girar a la derecha; extrañeza es olvido del yo, susurro en el oído, primera caricia, olor de lluvia antes de la lluvia, golpe de azafrán en la boca… extrañeza es, antes de nada, el ojo que al fin ve.
30/3/09
15/3/09
Intuición y Palabra
Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar.
[…]
Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro de los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún.
[…]
Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentran más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.
Teoría y juego del duende
Federico García Lorca
A pesar de que la muerte ya alcanzó a Zara –o quizás por eso mismo-, el romano Pomponio recorre las calles vacías hasta llegar a la casa de la samaritana en busca de algo que ya nunca podrá volver a tocar -la vida no es un libro en un estante-.
De una ramera ha aprendido la lección más importante: la palabra no conoce, la palabra persigue; siempre camina por detrás de lo misterioso, del duende, del amor, de la intuición… La palabra solo puede vivir cuando se ha desprendido del andamiaje, del artificio, de la técnica. Ha sido un gesto inesperado e inexplicable de Zara el que ha hecho que el romano comprenda. Un acto al margen de la palabra, al margen del lenguaje. En palabras de Pascal Quignard: “No podemos pasar por alto lo preverbal y lo prehumano sobre cuyas espaldas eso que los griegos llamaban lógos y los romanos ratio, y eso que tanto los griegos como romanos llamaban ego, no son más que moscas”.
[…]
Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro de los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún.
[…]
Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentran más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.
Teoría y juego del duende
Federico García Lorca
A pesar de que la muerte ya alcanzó a Zara –o quizás por eso mismo-, el romano Pomponio recorre las calles vacías hasta llegar a la casa de la samaritana en busca de algo que ya nunca podrá volver a tocar -la vida no es un libro en un estante-.
De una ramera ha aprendido la lección más importante: la palabra no conoce, la palabra persigue; siempre camina por detrás de lo misterioso, del duende, del amor, de la intuición… La palabra solo puede vivir cuando se ha desprendido del andamiaje, del artificio, de la técnica. Ha sido un gesto inesperado e inexplicable de Zara el que ha hecho que el romano comprenda. Un acto al margen de la palabra, al margen del lenguaje. En palabras de Pascal Quignard: “No podemos pasar por alto lo preverbal y lo prehumano sobre cuyas espaldas eso que los griegos llamaban lógos y los romanos ratio, y eso que tanto los griegos como romanos llamaban ego, no son más que moscas”.
11/3/09
El asombroso viaje de Pomponio Flato
Una vez más recorrí las calles vacías hasta alcanzar la casa de Zara la samaritana, la única persona que en muchos años de recorrer el mundo en busca de la sabiduría me había proporcionado sin pedírselo algo más valioso que el conocimiento. Quizá la famosa fuente que da el saber y acorta la vida sólo era una forma poética de describir el amor.
El Asombroso viaje de Pomponio Flato. Eduardo Mendoza. Editorial Seix Barral
El Asombroso viaje de Pomponio Flato. Eduardo Mendoza. Editorial Seix Barral
6/3/09
De la mano de los hopis
Por lo visto, y a partir de sus estudios de los indios hopis, unos tales Sapir y Whorf propusieron la tesis lingüística que lleva su nombre, y que en el Dionysus de Karl Kerenyi se expresa como sigue:
La interdependencia del pensamiento y el discurso deja claro que los lenguajes no son tanto medios para expresar una verdad que ya ha quedado establecida, como medios de descubrimiento de una verdad previamente desconocida. Su diversidad es una diversidad no de sonidos y signos sino de formas de ver el mundo.
Una rápida búsqueda en Internet amenaza con arruinarme este post: por lo visto, eso de que los indios hopis no distinguen entre presente, pasado y futuro es una leyenda urbana más. Pero yo, como dicen que hacen algunos periodistas, no pienso dejar que la realidad me estropee un post: el falso mundo de los hopis merece una visita, ya lo creo que sí…
Desde que el pensamiento científico tecnológico comenzó a remontar río arriba, cual mejillón cebra, por el curso de nuestro delicado y sensible lenguaje, se nos va haciendo más y más difícil comprender algunas cosas. Ese nuevo paradigma del pensamiento va obstruyendo uno tras otro canales que necesitamos como los peces necesitan el oxígeno. Por suerte, aún nos quedan los viejos hopis y sus falsas leyendas, capaces de explicar, mucho mejor que nuestras ideas modernas, artefactos tan fascinantes como la memoria, muy debilitada a causa de la terrible contaminación que pretende equipararla con un mero registro…
Porque lo que sucede en la memoria, ¿cuándo sucede? Los falsos hopis nos indican el buen camino: la memoria no conoce pasado, presente ni futuro porque funciona como una narración sin tiempo. Como en los cuadros cubistas, en la memoria todos los tiempos suceden de manera simultanea. ¿Cómo podríamos comprender si no? ¿Cómo podríamos imaginar si no?
En la memoria, los tres tiempos son simplemente elementos que se combinan entre sí para arrojar luz los unos sobre los otros: el pasado cobra sentido –o deja de tenerlo- a partir de lo que somos hoy; el futuro es algo más que un abanico de posibilidades, un juego de descartes; es, de alguna forma, lo que hubiéramos sido a la luz lo que hemos sido.
A veces, una falsedad nos da la pista buena que nos llevará hasta la verdad…
La interdependencia del pensamiento y el discurso deja claro que los lenguajes no son tanto medios para expresar una verdad que ya ha quedado establecida, como medios de descubrimiento de una verdad previamente desconocida. Su diversidad es una diversidad no de sonidos y signos sino de formas de ver el mundo.
Una rápida búsqueda en Internet amenaza con arruinarme este post: por lo visto, eso de que los indios hopis no distinguen entre presente, pasado y futuro es una leyenda urbana más. Pero yo, como dicen que hacen algunos periodistas, no pienso dejar que la realidad me estropee un post: el falso mundo de los hopis merece una visita, ya lo creo que sí…
Desde que el pensamiento científico tecnológico comenzó a remontar río arriba, cual mejillón cebra, por el curso de nuestro delicado y sensible lenguaje, se nos va haciendo más y más difícil comprender algunas cosas. Ese nuevo paradigma del pensamiento va obstruyendo uno tras otro canales que necesitamos como los peces necesitan el oxígeno. Por suerte, aún nos quedan los viejos hopis y sus falsas leyendas, capaces de explicar, mucho mejor que nuestras ideas modernas, artefactos tan fascinantes como la memoria, muy debilitada a causa de la terrible contaminación que pretende equipararla con un mero registro…
Porque lo que sucede en la memoria, ¿cuándo sucede? Los falsos hopis nos indican el buen camino: la memoria no conoce pasado, presente ni futuro porque funciona como una narración sin tiempo. Como en los cuadros cubistas, en la memoria todos los tiempos suceden de manera simultanea. ¿Cómo podríamos comprender si no? ¿Cómo podríamos imaginar si no?
En la memoria, los tres tiempos son simplemente elementos que se combinan entre sí para arrojar luz los unos sobre los otros: el pasado cobra sentido –o deja de tenerlo- a partir de lo que somos hoy; el futuro es algo más que un abanico de posibilidades, un juego de descartes; es, de alguna forma, lo que hubiéramos sido a la luz lo que hemos sido.
A veces, una falsedad nos da la pista buena que nos llevará hasta la verdad…
20/2/09
Niños, no bienvenidos
Hacia el final de Caótica Ana -de Julio Medem- un guerrero toma el hacha y asesina a una mujer mientras baila enloquecido una danza siniestra: lo masculino-destrucción tratando de destruir a lo femenino-creación. No hay nada en la escena que permita explicar el asesinato: ni venganza, ni locura; se trata solo de dos fuerzas de la naturaleza enfrentándose entre sí.
Dice Belén Gopegui que la política en la novela es “un pistoletazo en medio de un concierto”. Algo similar podría decirse de la maternidad en la empresa. No se trata, no hace falta decirlo, de disminución alguna en el rendimiento laboral; sencillamente, sucede que la maternidad irrumpe en la empresa como una pregunta intolerable: a quienes viven entregados a un yo del conquistar, del tener, del competir, del destruir -cosas y personas-, a la soberbia, la codicia, la vanidad, la ira... les dice: ¿qué hacéis? Porque la maternidad es un dar sin pedir, un dar sin medida. Su simple presencia es suficiente para que la imagen que el narcisista ve en el espejo se deforme hasta avergonzar al reflejado. Su llegada significa la suspensión inmediata de la ficción. Por eso, no importa cuánto sacrifique la mujer, porque no habrá conciliación posible: solo se permiten los hijos a condición de renunciar a la maternidad. Solo si la mujer acepta ser un guerrero más, puede continuar en la empresa.
Es por eso que el guerrero mata a la mujer: para él, la imagen de la maternidad es sencillamente insoportable.
Dice Belén Gopegui que la política en la novela es “un pistoletazo en medio de un concierto”. Algo similar podría decirse de la maternidad en la empresa. No se trata, no hace falta decirlo, de disminución alguna en el rendimiento laboral; sencillamente, sucede que la maternidad irrumpe en la empresa como una pregunta intolerable: a quienes viven entregados a un yo del conquistar, del tener, del competir, del destruir -cosas y personas-, a la soberbia, la codicia, la vanidad, la ira... les dice: ¿qué hacéis? Porque la maternidad es un dar sin pedir, un dar sin medida. Su simple presencia es suficiente para que la imagen que el narcisista ve en el espejo se deforme hasta avergonzar al reflejado. Su llegada significa la suspensión inmediata de la ficción. Por eso, no importa cuánto sacrifique la mujer, porque no habrá conciliación posible: solo se permiten los hijos a condición de renunciar a la maternidad. Solo si la mujer acepta ser un guerrero más, puede continuar en la empresa.
Es por eso que el guerrero mata a la mujer: para él, la imagen de la maternidad es sencillamente insoportable.
15/1/09
Un año
Mucho me resistí a empezarlo, y mucho me alegro de haberlo comenzado. Esta bitácora cumple hoy un año.
Repasando lo escrito, creo haber respondido –con más o menos ironía- a las preguntas que tiene uno que hacerse: el qué, el porqué, el donde y el quien. Falta el cuando, pero no tengo respuesta para eso: simplemente me pregunto por qué a veces tarda uno tanto en ver la luz -del faro, no nos pongamos místicos-.
No puedo decir que haya sido un año malo, aunque sí duro; difícil, pero también clarificador –o quizás debiera decir difícil por clarificador-. Ver con claridad jode, pero también alivia. Dejémoslo ahí.
Al empezar me impuse una única regla: no mentirle al papel, escribir como si no fuese a leerme nadie -o sea, intentando no mentirme a mí-. A veces lo he conseguido y otras no. En cualquier caso, si alguna satisfacción causa el texto escrito –y en esto reside su dificultad-, es la de reconocerse en lo que uno escribe. Porque de eso va este blog: de reconocerse, de saber más de uno mismo exponiéndose a los demás. Y cito de nuevo a Berger:
La dificultad de expresión de una gran parte de la clase trabajadora y de la clase media inglesa es el resultado de una privación cultural sistemática. Se les ha privado de los medios para traducir lo que saben a ideas sobre las que pueden pensar. Carecen de ejemplos en los que las palabras clarifican la experiencia. […] Para ellos, una gran parte de su experiencia –especialmente la emocional y la introspectiva- no tiene nombre.
Hace tiempo -mucho- solía bromear diciendo que yo no tenía amigos, sino publico. Cuando me la recuerdan, ya no me reconozco en la broma. Pertenece a un tipo que ya no soy yo –a veces lo imito, pero ya no soy yo-. Me decía un buen amigo que necesitamos aprender a renunciar. Toda libertad empieza ahí: renunciar a la máscara, renunciar a la mentira, renunciar, sobre todo, al miedo.
Hace poco, otra amiga me decía que estoy en una encrucijada. Yo creo, sin embargo, que todo momento, para todo el mundo, es una encrucijada: a veces tomamos un camino porque sabemos a dónde va, y otras para saber a dónde lleva. Aunque siempre he sido más de lo primero, ahora empiezo a ver la potencia –y la importancia- de lo segundo. Este blog existe por y para ese cambio.
Hay que intentarlo.
Repasando lo escrito, creo haber respondido –con más o menos ironía- a las preguntas que tiene uno que hacerse: el qué, el porqué, el donde y el quien. Falta el cuando, pero no tengo respuesta para eso: simplemente me pregunto por qué a veces tarda uno tanto en ver la luz -del faro, no nos pongamos místicos-.
No puedo decir que haya sido un año malo, aunque sí duro; difícil, pero también clarificador –o quizás debiera decir difícil por clarificador-. Ver con claridad jode, pero también alivia. Dejémoslo ahí.
Al empezar me impuse una única regla: no mentirle al papel, escribir como si no fuese a leerme nadie -o sea, intentando no mentirme a mí-. A veces lo he conseguido y otras no. En cualquier caso, si alguna satisfacción causa el texto escrito –y en esto reside su dificultad-, es la de reconocerse en lo que uno escribe. Porque de eso va este blog: de reconocerse, de saber más de uno mismo exponiéndose a los demás. Y cito de nuevo a Berger:
La dificultad de expresión de una gran parte de la clase trabajadora y de la clase media inglesa es el resultado de una privación cultural sistemática. Se les ha privado de los medios para traducir lo que saben a ideas sobre las que pueden pensar. Carecen de ejemplos en los que las palabras clarifican la experiencia. […] Para ellos, una gran parte de su experiencia –especialmente la emocional y la introspectiva- no tiene nombre.
Hace tiempo -mucho- solía bromear diciendo que yo no tenía amigos, sino publico. Cuando me la recuerdan, ya no me reconozco en la broma. Pertenece a un tipo que ya no soy yo –a veces lo imito, pero ya no soy yo-. Me decía un buen amigo que necesitamos aprender a renunciar. Toda libertad empieza ahí: renunciar a la máscara, renunciar a la mentira, renunciar, sobre todo, al miedo.
Hace poco, otra amiga me decía que estoy en una encrucijada. Yo creo, sin embargo, que todo momento, para todo el mundo, es una encrucijada: a veces tomamos un camino porque sabemos a dónde va, y otras para saber a dónde lleva. Aunque siempre he sido más de lo primero, ahora empiezo a ver la potencia –y la importancia- de lo segundo. Este blog existe por y para ese cambio.
Hay que intentarlo.
11/1/09
La mano al cinto
A mí con el sentido común me ocurre como a aquel nazi con la palabra cultura: cuando oigo la expresión, me hecho la mano al cinto. Si hay una expresión tramposa, es esta. Es, como pocas, una expresión de la soberbia y la pereza; soberbia porque niega cualquier explicación –es de sentido común, no necesito decir más-, y pereza porque supone la negativa a seguir pensando –es de sentido común, no necesito pensar más-.
Hay palabras y expresiones hacia las que uno siente un rechazo especial. La mía es esta. Cuando alguien la menciona, tengo problemas para seguir con la conversación. Si dijera que la odio, creo que no estaría lejos de la verdad.
No soy de los que leen buscando la identificación con lo leído –demasiado fácil, prefiero lo desconocido que obliga al esfuerzo-. Sin embargo, si la identificación es con el esfuerzo que el texto realiza, y no con el texto en sí, el libro se convierte en algo parecido a un amigo. Esto me ha ocurrido con Un hombre afortunado, de John Berger. Les dejo un párrafo:
Sassal disfrutaba corriendo ese peligro. El pensamiento que no entraña riesgos equivalía para él entonces a asentarse en tierra firme. “Hace muchos años que el sentido común es para mí un tabú, salvo, tal vez, cuando se aplica a problemas muy concretos y fáciles de evaluar. Es mi mayor enemigo en el trato con los seres humanos, y mi mayor tentación. Me tienta a aceptar lo obvio, lo más fácil, la respuesta que está más a mano. Me ha fallado casi siempre que lo he utilizado, y solo Dios sabe cuántas veces he caído y todavía caigo en la trampa.”
Hay palabras y expresiones hacia las que uno siente un rechazo especial. La mía es esta. Cuando alguien la menciona, tengo problemas para seguir con la conversación. Si dijera que la odio, creo que no estaría lejos de la verdad.
No soy de los que leen buscando la identificación con lo leído –demasiado fácil, prefiero lo desconocido que obliga al esfuerzo-. Sin embargo, si la identificación es con el esfuerzo que el texto realiza, y no con el texto en sí, el libro se convierte en algo parecido a un amigo. Esto me ha ocurrido con Un hombre afortunado, de John Berger. Les dejo un párrafo:
Sassal disfrutaba corriendo ese peligro. El pensamiento que no entraña riesgos equivalía para él entonces a asentarse en tierra firme. “Hace muchos años que el sentido común es para mí un tabú, salvo, tal vez, cuando se aplica a problemas muy concretos y fáciles de evaluar. Es mi mayor enemigo en el trato con los seres humanos, y mi mayor tentación. Me tienta a aceptar lo obvio, lo más fácil, la respuesta que está más a mano. Me ha fallado casi siempre que lo he utilizado, y solo Dios sabe cuántas veces he caído y todavía caigo en la trampa.”
3/1/09
Aerolito en Usera
Un aerolito en el cine puede ser una amenaza de proporciones apocalípticas. En el cielo claro de Agosto es una razón para pasar la noche mirando las estrellas. En mi barrio, un aerolito es un milagro con el que uno se cruza cada vez que sube al Metro.
En un pequeño descampado, rodeada por tres calles que se prolongan justo lo que alcanza su perímetro, a una prudente distancia de los típicos edificios de la reciente oleada de ladrillismo, hay una pequeña construcción solitaria superviviente de lo que fueron los Villaverde y Usera de los años cincuenta. Era aquel un barrio donde los inmigrantes llegados de Extremadura, Andalucía, Galicia, o alguna de las dos Castillas, levantaban sus casas casi de un día para otro -como las que hoy se ven, por cierto, en esa ciudad fantasma que es la Cañada Real Galiana-. Que una casa así esté hoy en la calle del Aerolito no deja de tener su aquel -la realidad tiene su gracia creando poemas visuales-.
Alguien debió ofrecerles un salida con forma de cheque, pero a mí me gusta pensar que esos viejos que en verano sacan las sillas a la calle, están exactamente donde quieren estar: en una calle que no viene de ningún sitio y que no va a ninguna parte; porque al que está donde quiere estar, todos los caminos le sobran.
Cada vez que paso miro la casa con asombro y también con cierta envidia; envidio el árbol en el patio, el coche impecable a lo “Cuéntame”, las persianas verdes de tablilla de madera, tanta vida acumulada entre las paredes encaladas; pero lo que envidio sobre todo son esas tres calles que no van a ningún sitio. Esa es la calle en la que quiero vivir, la calle del Aerolito, caída del cielo en cualquier lugar, rodeada de cualquier cosa, pero llena de sí misma, olvidada de todo lo que la rodea.
En un pequeño descampado, rodeada por tres calles que se prolongan justo lo que alcanza su perímetro, a una prudente distancia de los típicos edificios de la reciente oleada de ladrillismo, hay una pequeña construcción solitaria superviviente de lo que fueron los Villaverde y Usera de los años cincuenta. Era aquel un barrio donde los inmigrantes llegados de Extremadura, Andalucía, Galicia, o alguna de las dos Castillas, levantaban sus casas casi de un día para otro -como las que hoy se ven, por cierto, en esa ciudad fantasma que es la Cañada Real Galiana-. Que una casa así esté hoy en la calle del Aerolito no deja de tener su aquel -la realidad tiene su gracia creando poemas visuales-.
Alguien debió ofrecerles un salida con forma de cheque, pero a mí me gusta pensar que esos viejos que en verano sacan las sillas a la calle, están exactamente donde quieren estar: en una calle que no viene de ningún sitio y que no va a ninguna parte; porque al que está donde quiere estar, todos los caminos le sobran.
Cada vez que paso miro la casa con asombro y también con cierta envidia; envidio el árbol en el patio, el coche impecable a lo “Cuéntame”, las persianas verdes de tablilla de madera, tanta vida acumulada entre las paredes encaladas; pero lo que envidio sobre todo son esas tres calles que no van a ningún sitio. Esa es la calle en la que quiero vivir, la calle del Aerolito, caída del cielo en cualquier lugar, rodeada de cualquier cosa, pero llena de sí misma, olvidada de todo lo que la rodea.
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