Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar.
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Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro de los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún.
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Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentran más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.
Teoría y juego del duende
Federico García Lorca
A pesar de que la muerte ya alcanzó a Zara –o quizás por eso mismo-, el romano Pomponio recorre las calles vacías hasta llegar a la casa de la samaritana en busca de algo que ya nunca podrá volver a tocar -la vida no es un libro en un estante-.
De una ramera ha aprendido la lección más importante: la palabra no conoce, la palabra persigue; siempre camina por detrás de lo misterioso, del duende, del amor, de la intuición… La palabra solo puede vivir cuando se ha desprendido del andamiaje, del artificio, de la técnica. Ha sido un gesto inesperado e inexplicable de Zara el que ha hecho que el romano comprenda. Un acto al margen de la palabra, al margen del lenguaje. En palabras de Pascal Quignard: “No podemos pasar por alto lo preverbal y lo prehumano sobre cuyas espaldas eso que los griegos llamaban lógos y los romanos ratio, y eso que tanto los griegos como romanos llamaban ego, no son más que moscas”.
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