15/11/11

Otra Tierra

Confieso que, a la vuelta de los Annapurnas, casi prefiero las preguntas por cortesía, a las que muestran un interés que se parece a una exigencia de confirmación: me incomoda tener que hablar de la impresionante grandiosidad y belleza de las montañas para evitar hablar de lo que a veces me preguntan, o sea, esa supuesta experiencia transformadora o espiritual que se atribuye a los viajes “exóticos”, -y de la que supuestamente carece una visita al supermercado-. Es la incomodidad que supone no responder lo que se espera.

Ningún dramaturgo ignora la importancia del escenario en el efecto dramático de la obra; tampoco lo pasan por alto los religiosos al localizar sus templos. Lo mismo sucede con cada uno de nosotros. Pero el escenario no es la obra…

Las expectativas de cambio que las personas atribuyen al viaje son algo tan antiguo como la narración oral. No es difícil adivinar el origen de esa tradición. Para el nómada que encuentra un río lleno de agua fresca y pesca abundante tras varios días de marcha, viaje y milagro son inseparables.

Ese anhelo histórico sigue vivo, si bien hoy ha mudado su naturaleza material hacia lo espiritual: hoy lo que esperamos es una transformación interior antes que del paisaje. O sea, esperamos que simplemente con que cambie el paisaje, nacerá en nosotros el personaje que deseamos ser -aunque solo sea durante el breve tiempo del viaje-. Como esto rara vez sucede, acaba por construirse un relato del viaje, o bien lleno de anécdotas insignificantes -las comidas, el tráfico, la falta de agua caliente, etc.-, o lleno de una espiritualidad impostada -“puedes sentir algo especial en un lugar así”-, o incluso puede hablarse de una cultura de la que apenas sí se ha visto su superficie, bien maquillada por otro lado –recuerdo ahora unos turistas que, entre risas, lanzaban unas monedas a un cubo dentro de una fuente, se supone que pidiendo un deseo, mientras tres nepalíes arrastraban rodillas y manos por el fondo del estanque recuperando las monedas que caían fuera, sin que los alegres turistas diesen la más mínima señal de haberlos visto-.

Si me preguntan, opto por lo primero, aunque prefiero callar sin más. Un país es mucho más que su comida, y no me caí de ningún caballo camino de Damasco. Así que prefiero rumiar el viaje a solas, en silencio, y sobre todo prefiero mirar desde allí el mundo en que habito, a mirar desde aquí el lugar que visité. Esta es la mirada que me interesa, y es la que considero el verdadero viaje.

En Otra Tierra, Mike Cahill y Brit Mailing fantasean con un mundo imagen especular del nuestro, y con la posibilidad de que una desincronización de ambos mundos permita a nuestro doble allí haber evitado el error que nos trajo hasta quienes somos hoy.

Esa Otra Tierra, ese lugar mágico que podemos visitar, no es otra cosa que el Paraíso: un lugar donde se puede evitar el dolor. Pero no hay paraísos; solo existe esta Tierra y la vida que vivimos. Y vivirla bien pasa por reconocer y enfrentarnos a nuestros errores y fracasos, y usar la imaginación y el amor para tratar de hacerlo lo mejor posible.

Al poco de volver, cuando el espíritu aún sigue distraído por las imágenes de lo visitado, me encuentro en un diario esta respuesta de Luís Mateo Díez al hilo de su última novela:

- ¿Qué es un 'pájaro sin vuelo'?
- Un ser humano que tiene poca voluntad, una conciencia fuerte de sus limitaciones, que es frágil, melancólico, sensible, con un mundo interior muy poderoso pero que para la supervivencia, tiene un fuerte lastre. Es un buen pájaro pero vuela mal.

Al final de la ruta, al llegar de nuevo al hotel en Katmandú, el vestíbulo está lleno de petates de los turistas que nos remplazarán. El hotel cierra el lazo de un trekking convertido en una cinta transportadora que recibe turistas por un extremo, y los devuelve por el otro. Las conversaciones de los viajeros, su actitud y su mirada hacia lo que ven me hace pensar que hoy viajar es un viajar sin salir de donde uno viene.

Tras quince días sin más preocupación que caminar, comer, y contemplar un paisaje soberbio, grandioso e inhumanamente bello, vuelvo a mi vida y me reconozco en ese pájaro de vuelo torpe del que habla Mateo Díez. No era necesario hacer ese viaje para reconocerse así, pero si quizás para comprender que todo viaje esconde el anhelo de dar con esa Otra Tierra donde poder volar bien. Lo que uno acaba por comprender es que, si hay otras vidas, tendrán que ser en esta y tendrán que ser aquí.


27/7/11

Maiakovski en América

Aprovechándome de la ausencia de muchedumbre en el viaje de vuelta, intenté organizar mis impresiones más importantes de los Estados Unidos:


Primero. El futurismo de la tecnología desnuda, del impresionismo superficial de humos y cables que tenía el gran papel de revolucionar la mentalidad estancada, impregnada del mundo campestre, ese futurismo primitivo está totalmente consolidado en los Estados Unidos.

Aquí no tienes que hacer llamamientos ni proclamas. Solo queda transportar Fordsons a Novorossiyisks, tal y como lo hace Amtorg.


A los trabajadores del arte se les presenta el reto de LEF: no celebrar la tecnología, sino domarla en nombre de los intereses de la humanidad. En vez de dedicarse a la admiración estética de las escaleras metálicas contra incendios de los rascacielos, hay que resolver el problema de la vivienda.


¿Qué tiene el automóvil de especial…? Hay muchos: ha llegado el momento de pensar en qué hay que hacer para que no ensucien el aire.


No es cuestión de construir rascacielos en los que es imposible vivir pero la gente vive.


Las ruedas de los trenes elevados que pasan volando escupen polvo, y parece que pisan tus orejas. En lugar de cantar al estrépito, hay que poner silenciadores: los poetas tenemos que poder hablar en el vagón. Están el vuelo sin motor, el telégrafo sin cable, la radio, los autobuses que desplazan tranvías que corren sobre raíles, el metro que ha ocultado todas las apariencias bajo el suelo.


Tal vez la tecnología de mañana, incrementando las fuerzas por millones, vaya por el camino de la liquidación de las obras, del estrépito y de otras apariencias del reino tecnológico.


Segundo: La división del trabajo aniquila la calificación humana. El capitalista selecciona y separa un porcentaje de los obreros que le cuesta caro (mano de obra cualificada, líderes de sindicatos amarillos, etcétera) para después tratar al resto de los trabajadores como una mercancía inagotable.


Si queremos, vendemos; si queremos, compramos. Si no queréis trabajar, esperaremos; si declaráis una huelga, cogeremos a otros. Recompensaremos a los sumisos y a los talentosos; a los insumisos los esperan los palos de la policía del Estado, los máuseres, y los colts de los detectives de las agencias privadas.


La astuta segregación de la clase trabajadora en obreros y privilegiados, la ignorancia de la gente obsesionada por el trabajo que después de la jornada laboral bien organizada ni siquiera tiene fuerzas para pensar, el bienestar relativo del obrero que gana el mínimo vital, la esperanza vana de una futura riqueza que se nutre con las historias bien pintadas de limpiabotas que llegan a ser multimillonarios, unas auténticas fortalezas militares instaladas en las esquinas de numerosas calles y la amenazadora palabra “deportación” aplazan considerablemente cualquier tipo de expectativas de explosiones revolucionarias en los Estados Unidos. Aunque tal vez un día la Europa revolucionaria se niegue a pagar alguna deuda… o los japoneses empiecen a cortar las uñas de la manaza extendida a través del océano Pacífico. Por eso la asimilación de la tecnología estadounidense y los esfuerzos con el objetivo de un segundo descubrimiento de América –para la URSS- es la tarea que tiene que cumplir cualquier persona que viaje por los Estados Unidos.


Tercero: Tal vez sean fantasías. Los Estados Unidos acumulan demasiada grasa. Toman a la gente que tiene un par de millones de dólares por unos jóvenes principiantes con recursos limitados. Entregan créditos a quién sea: incluso al Papa, que compra el palacio de enfrente para que ningún curioso ni por sus ventanas papales.


Ese dinero sale de todas partes, incuso de la cartera poco poblada de los trabajadores estadounidenses.


Los bancos hacen una publicidad muy agresiva de los depósitos para obreros. Poco a poco, esos depósitos crean la convicción de que hay que preocuparse por los intereses y no por el trabajo.


Los Estados Unidos se convertirán en un país exclusivamente financiero, usurero. Los antiguos trabajadores que tienen aún deudas por el automóvil comprado a plazo y una casa microscópica, tan regada con el sudor que no es extraño que haya crecido hasta la segunda planta, esos antiguos trabajadores pueden creer que su tarea consiste en vigilar que su dinero no desaparezca.


Es posible que Estados Unidos se conviertan en su totalidad en los últimos defensores armados de la causa desesperada de la burguesía. Entonces, la historia podrá escribir una buena novela parecida a La guerra de los mundos, de Wells.


El propósito de mi ensayo es impulsar el estudio de las debilidades y fortalezas de los Estados Unidos en vistas de una lucha lejana.


Rochambeau entró en El Havre. Unas casitas analfabetas que solo saben contar plantas con los dedos. Un puerto a media hora de la ciudad. Cuando todavía estaban echando las amarras, la costa se pobló de minusválidos andrajosos y con chiquillos.


Les tiraban centavos inútiles desde el vapor (se dice que eso “trae suerte”) y los chiquillos, empujándose, acabando de desgarrar con dientes y dedos sus camisas plagadas de agujeros, luchaban por las monedas de cobre.


Los engreídos estadounidenses se reían desde la cubierta y sacaban fotografías.


Esos mendigos se me presentan como un símbolo de la Europa del futuro si no de arrastrarse ante el dinero de los Estados Unidos o a la vista de cualquier dinero.


Viajamos hacia París. Taladrando con túneles las montañas interminables que atravesaban el camino.


En comparación con los Estados Unidos, las casas parecían unas chabolas miserables. Cada palmo de tierra había sido conquistado con una lucha milenaria, agotado por siglos y usando con mezquindad avara para cultivar violetas o lechugas. Pero incluso ese apego a la casa, a la tierra, a lo suyo, despreciable y premeditado durante siglos, ahora me parecía una cultura extraordinaria en comparación con el régimen de campamentos provisionales, con el carácter rapaz de la vida estadounidense.


En cambio, hasta Rouen, en las interminables carreteras flanqueadas de castaños, en la región más poblada de Francia, solo nos cruzamos con un automóvil.



Fragmento de América, de Vladimir Maiaovski, libro publicado en 1926.

En España ha sido editado recientemente por Gallo Nero ediciones, con traducción de Olga Korobenko.

5/7/11

Discurso de Robert Kennedy acerca del PIB

Hace mucho tiempo que pienso en escribir un post sobre el significado del Producto Interior Bruto y la falta de sentido de medir eso que este indicador mide. En su momento pensé en definir, por contraposición, algo así como el Producto Interior Delicado. Hasta ahora no encontré la inspiración y las palabras, al menos mis palabras, pero gracias a mi amigo Angel, he encontrado estas otras, pronunciadas por Robert Kennedy el 18 de Marzo de 1968. Aquí os lo dejo:

http://www.youtube.com/watch?v=cGTatMlEHU0

"Nuestro PIB tiene en cuenta, en su cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellos. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secuoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge […] los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños. En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra: el PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida."


Tomado del libro "El arte de la vida" de Zygmunt Bauman; Ediciones Paidós Ibérica SA, 2009

1/6/11

somos parte de nuestro adversario

En Universos Paralelos, Michio Kaku cuenta:


Cuando exploran el firmamento en busca de vida inteligente, los físicos no buscan pequeños hombrecitos verdes, sino civilizaciones con producción de energía de tipo I, II y III. La categorización fue introducida por el físico ruso Nikolai Kardashev en los años sesenta para clasificar las señales de radio de las civilizaciones posibles en el espacio exterior. […]


Una civilización de tipo I es la que ha aprovechado formas planetarias de energía. Su consumo de energía puede ser medido con precisión: por definición, es capaz de utilizar toda la cantidad de energía solar que llega a su planeta, es decir, 1016 vatios. Con esta energía planetaria, podría controlar o modificar el clima, cambiar el curso de los huracanes o construir ciudades en el océano. Estas civilizaciones dominan realmente su planeta y han creado una civilización planetaria.


Una civilización de tipo II ha agotado la energía de su planeta y ha aprovechado la energía de una estrella entera, es decir, 1026 vatios aproximadamente. Es capaz de consumir toda la producción de energía de su estrella y concebiblemente podría controlar los destellos solares e inflamar otras estrellas.


Una civilización de tipo III ha agotado la energía de un solo sistema solar y ha colonizado grandes proporciones de su propia galaxia. Esta civilización puede utilizar la energía de 10.000 millones de estrellas, es decir, 1036 vatios aproximadamente.


Cada tipo de civilización difiera del siguiente tipo más bajo por un factor de 10.000 millones. […]


Aunque el vacío que separa estas civilizaciones pueda ser astronómico, es posible estimar el tiempo que podría tardarse en conseguir una civilización de tipo III. Partamos de la base de que una civilización crece a una tasa modesta del 2 al 3 % en su producción anual de energía. (Es una presunción plausible, ya que el crecimiento económico, que puede calcularse razonablemente, está directamente relacionado con el consumo de energía. Cuanto mayor es la actividad económica, mayor es la demanda de energía. Como el crecimiento del producto interior bruto, o PIB, de muchas naciones es del 1 al 2 % al año, podemos esperar que su consumo de energía crezca más o menos al mismo ritmo.) A este modesto ritmo, podemos estimar que nuestra civilización actual se encuentra aproximadamente a una distancia de entre 100 a 200 años de alcanzar el estatus de tipo I. Nos costará aproximadamente de 1.000 a 5.000 años alcanzar el estatus de tipo II, y quizás de 100.000 a un millón de años alcanzar el de tipo III. A esta escala, nuestra civilización hoy en día puede ser clasificada como civilización de tipo 0, porque obtenemos nuestra energía de plantas muertas (petróleo y carbón). Incluso el control del huracán, que puede liberar la energía de un centenar de armas nucleares, supera nuestra tecnología. […]


Aunque nuestra civilización es todavía bastante primitiva, ya empezamos a ver señales de una transición. Cuando observamos los titulares, veo continuamente recordatorios de una evolución histórica. En realidad, me siento privilegiado de ser testigo de ello:


- Internet es un sistema telefónico emergente de tipo I. Tiene capacidad de convertirse en la base de una red de comunicación planetaria.

- La economía de la sociedad de tipo I será dominada no por naciones, sino por grandes bloques comerciales parecidos a la Unión Europea, que se formo a su vez por competencia con la NAFTA.

- La lengua de nuestra sociedad de tipo I será probablemente el inglés. […]

- Las naciones, aunque es probable que existan de algún modo durante siglos, irán perdiendo importancia a medida que caigan las barreras comerciales y el mundo se vuelva más interdependiente económicamente. […]

- Probablemente siempre habrá guerras, pero su naturaleza cambiará con la emergencia de una clase media planetaria más interesada en el turismo y en la acumulación de reservas y recursos que en dominar a otros pueblos y controlas mercados o regiones geográficas.

- La contaminación se abordará cada vez más a escala planetaria. […]

- A medida que los recursos (como la pesca, las cosechas de grano y el agua) se agoten debido al supercultito y al exceso de consumo, aumentará la presión para gestionar nuestros recursos a escala global, ya que en otro caso nos enfrentaremos al hambre y al colapso.

- La información será casi libre, lo que animará a la sociedad a ser mucho más democrática y permitirá a la gente privada del derecho de voto adquirir una nueva voz y ejercer presión sobre las dictaduras. […]


En este sentido, la generación que vive ahora puede ser una de las más importantes que haya habido jamás sobre la superficie de la Tierra; es posible que pueda llegar a decidir si haremos sin peligro la transición a un tipo I de civilización.


Las palabras de Kaku huelen a azufre. Kaku no se olvida ninguna de las peores creencias que nos han traído hasta aquí: el sueño de dominación, la bondad del crecimiento perpetuo, cierto desprecio hacia lo humano, la contradicción lógica, el olvido de la experiencia, el cientifismo, lo posible como único mandato...


Reza un proverbio: “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco.” Antes de que se inventase el pecado, los griegos ya habían inventado la hibris, la desmesura; una exagerada confianza en uno mismo que conduce a la tragedia. Si algo señala la hibris es la inmensa distancia que media entre nuestro deseo y nuestro entendimiento.


Mumford advirtió la monumental confusión entre conocimientos y comprensión, origen de nuestra locura moderna. Cada vez sabemos más, y cada vez comprendemos menos. No hay duda de que el pensamiento científico está en el centro del equívoco. ¿Sabemos más de las personas que amamos al conocer su composición química, su ADN, sus procesos neurológicos, el funcionamiento del ciclo de la urea, los procesos hormonales, los lugares del cerebro donde sucede cada función, el mecanismo del envejecimiento?


El deseo de dominación se siente amparado por el conocimiento científico como el amante loco se siente amparado por la fregona que toma por su amante. ¿Significa esto que la sabiduría pasa por ignorar el conocimiento científico? En absoluto. Muy al contrario, se trata de no obligar a la ciencia a hacer lo que ni sabe, ni puede hacer; de reconocer que lo que nos ha traído hasta aquí, no puede ser lo que nos saque de aquí. Otras culturas han señalado el deseo como el origen del problema e instan al ser humano a deshacerse de él, o acaso a controlarlo. Ese tampoco es el camino, creo yo.


Si queremos dejar de pensar que no habrá mañana (porque de esto hablamos), el deseo tiene que volver a hablarse con la sabiduría.


Hace unos días me decía Julio: “somos parte de nuestro adversario”. Se me ocurre otra forma de decirlo: somos el poder que el poder tiene sobre nosotros.


Cualquier cambio profundo en el mundo no vendrá de revolución colectiva alguna, ni de consignas, ni de dogmas, ni de mitos. Si hay una revolución pendiente (y absolutamente necesaria), es la que tenemos que hacer cada uno de nosotros. Y no va a ser ni fácil, ni indolora (más bien al contrario). Tenemos que buscar, cada uno de nosotros, ese poder que tenemos y que hemos otorgado al adversario. Ese poder que está en, y bajo nuestras palabras. Empecemos por ellas. Empecemos por repensar nuestro pensamiento, por desenmascararlo. Porque, como decía Julio, tenemos que descolonizarnos.

2/5/11

¿Cuánto mide una tumba?

Estos días echan en la tele una serie de documentales sobre la construcción de las pirámides egipcias. Un grupo de profesores y estudiantes de una universidad de ingeniería civil de los Estados Unidos, trata de analizar la construcción en busca de hipótesis razonables sobre las técnicas constructivas empleadas. Discuten, por ejemplo, si el transporte de los materiales se realizaba mediante una única rampa longitudinal, o mediante una perimetral, o sobre la cantidad de hombres que eran necesarios para arrastrar uno de los bloques de piedra. Sean los métodos constructivos, sean los jeroglíficos, sean las distintas cámaras mortuorias o pasillos y canales, las preguntas que a menudo se formulan sobre las pirámides suelen ir en esa dirección: ¿cuál era la función de tal o cual elemento? ¿cómo realizaron tal o cual tarea?


Son preguntas pertinentes para una edificación formada por unos 2.300.000 bloques de piedra, cuyo peso medio es de dos toneladas y media por bloque, construida hace cuatro mil quinientos años por miles de hombres durante un periodo de veinte años. Nos asombramos antes las pirámides, pero se trata de un asombro cuantitativo -¡qué grande!-. Ahora bien, a todas esas interesantes cuestiones, uno puede añadir una más que provoca un asombro de distinta naturaleza: ¿cuánto mide una tumba?


Al formular esta pregunta, todas las anteriores pasan a un segundo plano, y el asombro se desplaza hacia otro lugar: ¿miles de operarios para colocar más de dos millones de enormes bloques de piedra durante veinte años para construir la tumba de un solo hombre? Esta es una de las preguntas que formula Lewis Mumford en El mito de la máquina, un texto que desarrolla una mirada tan atípica como lúcida sobre nuestro pasado como especie desde los primeros balbuceos hasta los cohetes espaciales, y que revela aspectos fundamentales de lo que subyace bajo lo que vemos. Siguiendo con las pirámides: el gran invento de los egipcios no fue semejante construcción, sino la máquina social necesaria para abordar una tarea como esa.


Como todo los textos verdaderamente iluminadores, el de Mumford permite ver lo común que hay bajo lo aparentemente distinto. Estamos convencidos de vivir en una época distinta a la que dio lugar a las pirámides. Lo que afirma Mumford es que no, que hoy las pirámides son otras, pero existen, porque así lo exige lo que él vino a denominar la “megamáquina”: un tipo de orden social que antepone el desarrollo tecnológico y científico a cualquier otra consideración digamos humana.


Hoy la pirámide se llama economía: podemos dedicar tanto tiempo como queramos a discutir sobre los aspectos técnicos de esta nueva pirámide, a condición de no preguntarnos acerca de lo fundamental: su sentido. Cómo sucedía con las pirámides -aunque de forma más sutil ahora- uno intuye que existe una desproporción creciente entre la función que realiza el sistema -digamos la satisfacción de necesidades-, y la solución para satisfacerlos -que demasiado a menudo consiste precisamente en no satisfacerlas-. Sucede con nuestro sistema económico lo mismo que sucedía con las pirámides: su gigantismo y desproporción como respuesta a una función, es una amenaza para quienes construimos estas pirámides modernas. Algún día nuestros sucesores se preguntarán asombrados cómo pudimos estar tan ciegos.


p.d. un saludo a un nuevo blog amigo –escribiendo en los márgenes-.

13/2/11

Desinformados

El enfado con los políticos circula por Internet. Se habla de su inutilidad, de su falta de preparación, de su ambición de poder, de sus sueldos, de su incapacidad, y de tantos otros males. También el CIS, cuando pregunta por los problemas más importantes, los encuentra a ellos. Este post no será un alegato en su defensa, pero sí será un alegato parcialmente exculpatorio. Creo que mientras señalamos a los políticos como el origen de nuestros males, otros salen con el botín por la puerta principal de nuestras vidas. Somos, sin saberlo, cómplices del saqueo que se perpetra contra nosotros.


Empecemos diciendo que, si algo ha demostrado esta crisis, no es tanto la incapacidad de los políticos como su falta de poder -decía un ministro de cultura francés que lo más terrible del poder es darse cuenta de que no se tiene-.


Entonces, ¿por qué seguimos creyendo aún en el poder de los políticos? En primer lugar, obviamente, porque ellos tratan de convencernos de que lo tienen. Difícilmente podría alguien alcanzar un puesto de responsabilidad política señalando los límites del poder al que se aspira. Lo primero que hace el político es convencernos de que puede hacer cosas que sabe bien que no puede hacer. Sin embargo, cuando lo prometido no se cumple, son pocos los ciudadanos que piensan en los limites del poder en lugar de en los límites del político. Esto explica, en parte, la frustración y la desconfianza hacia ellos. A los políticos se les puede echar en cara lo mismo que a esos padres que prometen llevarnos al zoo, y que al final se quedan viendo el fútbol en casa: o sea, de ilusionar primero para desilusionar después. Pero esto es solo parte de la historia. Hay un aspecto más siniestro y más peligroso: el interés del poder real por desacreditar el papel de la política.


El poder político, entendido como la capacidad de los ciudadanos para decidir sobre su realidad de manera colectiva, es el mayor obstáculo para que unos pocos impongan sus intereses a la colectividad. Así que los poderosos buscan por todos los medios debilitar un poder que ellos perciben como un obstáculo. Y eso se consigue haciendo pasar por falta de capacidad lo que es una limitación del poder político. Son muchos los mecanismos a su alcance, pero el más importante, sin duda, es el poder de escribir el relato de lo que sucede. Ya lo hemos señalado anteriormente: al contrario que en la guerra, en política, el que impone su narración, gana.


La mayoría de la gente que se asoma a los medios lo hace creyendo que son una inocente ventana a la realidad, en la que el paisaje que se nos muestra se nos muestra de manera más o menos desinteresada. Nada más lejos de la realidad. El asunto funciona de la siguiente manera: los medios hablan de una selección de temas desde un determinado enfoque, y luego esos medios preguntan a la gente sobre cuáles son los temas importantes. Sorprendentemente, la gente responde que los temas importantes son esos de los que se habla en los medios, y los medios presentan esas encuestas como si ellos no tuviesen nada que ver con el resultado. Si los políticos se perciben como el mayor problema es porque los medios primero hablan mal de ellos, y luego preguntan acerca de ellos. El mecanismo es tan sencillo que asusta.


Es curioso que no se perciba como un problema la ausencia de una red de guarderías públicas que alcance al 100 % de la población; o que haya cientos de miles de ancianos, por no decir millones, viviendo por debajo del umbral de la pobreza; o la destrucción de un patrimonio natural sin el que no existirían las medicinas, o todo el conocimiento en el que se fundamenta nuestra sabiduría. Y así cientos de cosas. Una vez más, hay que formular la pregunta: ¿Quién decide sobre de qué se habla en el espacio público? ¿Desde qué intereses? O sea, ¿quién decide de qué NO se habla?


Nuestras opiniones se explican mejor a partir del funcionamiento de los medios que de una realidad que uno sospecha se parece bien poco a lo que los medios refieren. En otras ocasiones hemos hablado sobre lo poco que importa nuestra experiencia a la hora de construir una imagen mental de la realidad, y lo mucho que importa lo que nos cuentan. Quizás nunca como hoy haya estado la balanza tan desequilibrada hacia lo que nos cuentan.


La mayoría de los medios no buscan que pensemos, sino que reaccionemos, que la primera reacción no sea de reflexión, sino de un posicionamiento inmediato; un “estoy a favor o en contra”. Los asuntos que presentan y la forma de presentarlos busca movilizar a los ciudadanos en una dirección, muchas veces alejada de sus propios intereses, y alineada con los intereses de los propietarios de esos medios, o sea, de los intereses de unos pocos, de una élite económica y financiera, del poder real. Para comprender esto, Pascual Serrano se ha dedicado a investigar quién está detrás de los medios. El resultado es Traficantes de Información, un libro que muestra, con nombres y apellidos, quienes están detrás de los medios, lo que, sin mucha más explicación, debería ser suficiente para que cualquier ciudadano se explique lo que esos medios cuentan.


¿Lo que se nos presenta en los medios es toda la realidad? ¿Es acaso siquiera una parte importante de la realidad? ¿O como mínimo una parte significativa de la realidad? Sospecho que no. Como señala Pascual Serrano, hoy la censura no se ejerce por limitación, sino por saturación. Constantemente nos bombardean con información, y pensamos que por ello estamos informados, cuando sucede exactamente lo contrario. La mayoría de nosotros carece de la información que necesita para comprender lo que sucede y lo que le sucede, y la brecha creciente entre una realidad limitadora, y una información insuficiente, no hace si no aumentar la frustración, el enfado, la ansiedad, la ira, y la depresión de todos nosotros.


Hay, creo yo, un interés claro por deslegitimar la política y a los políticos. Y por lo que dicen las encuestas, funciona. Es así como el poder va apartando los obstáculos que se puedan interponer en su camino, lo que facilita la imposición de sus intereses. Pasa aquí y pasa en todas partes.


¿Significa esto que toda crítica a los políticos sea ilegítima? !En absoluto! !Los políticos son más que criticables! Pero también deberían serlo las grandes empresas y los medios de comunicación. ¿Quién ejerce esa crítica? ¿Es razonable pensar que los medios van a criticarse a sí mismos? ¿A quienes financian sus actividades? Difícilmente. Sin embargo, a los políticos les exigimos un plus de virtud que no exigimos ni a nosotros mismos.


Quizás nunca antes ha habido una necesidad tan grande de recuperar el papel de la política, de convencernos de que el poder no se delega, de que la condición de ciudadano es inseparable de la condición política, de que debemos dejar de responsabilizar a otros de lo que nos ocurre, de asumir nuestra responsabilidad y de ejercerla, de que si otros tienen poder es porque nuestra pasividad lo permite. Deberíamos hacer algo más que reaccionar a las cosas que nos cuentan, y deberíamos ser más críticos, formular más preguntas del tipo "qué intereses defiende quién me habla", y ser más activos en la búsqueda de información. Porque de lo contrario es posible que, sin ser conscientes de ello, estemos tomando partido en contra de nuestros propios intereses.


Si aceptamos que el poder no está en manos de los políticos, entonces hay que preguntarse dónde está, y cómo recuperarlo.