Y para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círculos literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, hacían falta líderes. La vida había perdido el derecho a crecer como la hierba, a agitarse como el mar. Liss consideraba que había cuatro tipos de líderes.
El primer grupo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Frank y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones ente diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia del nacionalsocialismo y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaban de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales sumpremos eran la única cosa de lo que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer grupo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí solo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo en plena libertad. Allí, nada de ideales; solo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.
El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analítica. El nacionalsocialismo les pagaba y ellos le servían. Su única pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los frigoríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.
Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, soñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.
Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratosfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.
Lo que más atemorizaba a Liss de Hitler era la inconcebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecánico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más refinada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bovina que Liss sólo había encontrado en los niveles más bajos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiempo un feligrés oscuro y frenético.
Y ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrorizaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provocado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.
Vida y destino
Vasili Grossman
Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores
Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De este tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombres huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.
[…]
Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren aquí –Oshima señala las estanterías con la punta del lapiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca-. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
Tusquets Editores
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