“Es más fácil divorciarse que ajustar plantillas”, decía hace unos meses Carlos Espinosa de los Monteros en la revista Actualidad Económica.
Las comparaciones siempre son de ida y vuelta, y a menudo tiene más chiste la vuelta que la ida, porque es esa la que delata al hablante. Es el caso.
La frase dice mucho sobre lo que un liberal como Espinosa de los Monteros piensa sobre las relaciones personales: el matrimonio como una sociedad mercantil y el divorcio como un ajuste de familia, la pareja como un recurso del que deshacerse cuando ya no es útil. O sea, una concepción de las relaciones humanas –y las laborales son solo un aspecto de esas relaciones- en la que -por mucho eufemismo que lo oculte- las otras personas están a mi servicio. Porque yo lo valgo.
Esa visión es tan legítima como la contraria, es decir, esa que entiende las relaciones humanas en términos de cooperación, de no explotación, de ausencia de privilegios. Digo, es tan legítima; ahora bien, lo que no es legítimo es intentar hacerlo pasar por lo que no es. El liberalismo no busca la libertad del individuo, sino la libertad de unos pocos individuos a costa de los demás, una libertad a la que se accede a través de la cuna o de la explotación –o uso, si se prefiere dulcificar el asunto- de los otros. Vale, tienen derecho a pensarlo y a decirlo, pero agradeceríamos que fuese en estos términos.
Es una lógica perversa, perversa porque deja fuera a millones de personas, porque castiga la debilidad y la falta de habilidades. ¿Por qué? ¿Por qué los más listos y los más fuertes tienen más derecho? A muchos les parece obvio que así sea. A mí no.
¿Quién decide quién vale más?
Vuelvo al libro de Gopegui:
Esa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
Del mismo libro:
Uno sabe que mata –dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan que lo saben.
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