3/2/08

El mundo sin nosotros

Cuenta la leyenda que Onesícrito –discípulo de Diógenes– fue enviado por Alejandro para conocer a los sabios con los que se habían encontrado en la India. Cerca de Taxila, Onesícrito se reunió con cincuenta de aquellos sabios. Uno de ellos, Mandanis, preguntó por Sócrates, Pitágoras y Diógenes, y, tras afirmar que estos parecían haber sido hombres decentes y sencillos, dijo de ellos que habían prestado mucha atención a las cosas convencionales y no lo suficiente a la naturaleza.

Es posible que la escena nunca tuviese lugar tal como nos ha sido relatada, y de haber sucedido es del todo imposible comprender el significado que Mandanis quiso dar a la palabra naturaleza y menos aún a la expresión “cosas convencionales” –eso sin olvidar que posiblemente fueron traducidas del hindú al persa y del persa al griego, a lo que hay que añadir la traducción a las lenguas modernas–. Sin embargo, la distinción sigue hoy vigente: el abandono de la naturaleza en beneficio de las cosas convencionales. No hay porqué recurrir al mito de la pérdida del Paraíso para analizar esta distinción; basta con advertir que la acusación de Mandanis es una acusación de ceguera: no prestamos atención; hemos dejado de ver.


Es cosa habitual reaccionar a los hechos antes que a los vaticinios –cosa que saben bien quienes estimulan nuestras esperanzas en beneficio propio–. Puede que El mundo sin nosotros de Alan Weisman no sea un gran libro, pero merece la pena solo por un título que invita a ver. El gran mérito es que para hacerlo, para obligarnos a ver, recurre a un interesante mecanismo que transforma los vaticinios en hechos. El artificio es sencillo: Weisman nos invita a ver cómo sería el mundo de mañana si desapareciésemos justo en este instante.

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