“Hasta el último de nuestros conflictos mundiales, los Estados Unidos no tenían una industria de armamento. Los fabricantes de arados podían, con tiempo y según lo requerido, fabricar también espadas. Pero ya no podemos arriesgar la defensa nacional a una improvisación de emergencia; nos hemos visto empujados a crear una industria de armamento permanente de vastas proporciones. […]
Esta conjunción de una inmensa institución militar y una gran industria de armamento es nueva en la experiencia americana. La influencia total –económica, política, incluso espiritual– es percibida en cada ciudad, cada parlamento, cada oficina del gobierno federal. Nos damos cuenta de la imperativa necesidad de este desarrollo. Sin embargo, no podemos permitirnos ignorar sus graves consecuencias. […]
En los consejos de gobierno, debemos protegernos contra la adquisición de una influencia injustificada, buscada o no, por parte del complejo industrial–militar. La posibilidad de un desastroso incremento de un poder fuera de lugar existe y seguirá existiendo.
Nunca deberemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos. […]
De la misma manera, y grandemente responsable de los grandes cambios en nuestra posición industrial–militar, ha sido la revolución tecnológica ocurrida en décadas recientes. […]
Hoy, el inventor solitario, enredando en su taller, ha sido eclipsado por grupos de trabajo de científicos en laboratorios y campos de ensayo. De la misma manera, la Universidad libre, históricamente la fuente ideas libres y descubrimiento científico, ha experimentado una revolución en la forma de llevar a cabo la investigación. En parte debido a los enormes costes que [esta investigación] implica, el contrato gubernamental se han convertido en la práctica en el sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada antigua pizarra hay hoy cientos de nuevos computadores electrónicos.
La perspectiva de la dominación de los estudiosos de la nación mediante el empleo federal, la adjudicación de proyectos, y el poder del dinero está siempre presente y es algo a tener en cuenta muy en serio. Y sin embargo, respetando la investigación científica y sus descubrimientos, como debemos hacer, de la misma manera debemos estar alerta frente al peligro contrario de que la política pública pueda ella misma ser prisionera de una élite científico–tecnológica. […]”
Con la claridad y la sencillez de los buenos maestros; así es como el discurso de Dwight D. Eisenhower –que merece una lectura detenida de principio a fin–, General vencedor en la Segunda Guerra mundial, devoto cristiano y presidente de los Estados Unidos por el partido Republicano, ilustra las afirmaciones de Marx mencionadas en un post anterior:
Decía Marx que “el carácter de la sociedad está determinado por sus formas de producción” Con la misma perspicacia advirtió que esas formas -entonces tanto como ahora- están íntimamente ligadas a “unas fuerzas industriales y científicas de las que en ninguna otra época de la historia pasada de la humanidad ni siquiera se había sospechado”. El resultado es que “una revolución continua en la producción, una conmoción interrumpida de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las demás”.
El discurso de Eisenhower, leído a la luz de las palabras de Marx, resulta revelador. Nos ayuda a comprender mejor hacia dónde tenemos que mirar en la búsqueda de una respuesta a las siguientes preguntas: ¿Cuales son las fuerzas que empujan el desarrollo tecnológico? ¿En qué dirección lo hacen?
Hasta el siglo XX –quizás el XIX–, la industria del armamento era una industria más o menos coyuntural. Para construir una flota era suficiente reclutar para la ocasión un grupo de expertos ingenieros navales, carpinteros, y mano de obra en abundancia. Concluida la tarea, cada uno volvía a su labor.
Pero la industria militar no es un caso aislado. En la antigüedad, para fabricar un carro era suficiente el concurso de un grupo reducido de personas –vecinos incluso– con un mínimo de habilidades manuales y unos conocimientos técnicos elementales, así como los recursos disponibles en cualquier bosque cercano. Hoy, sin embargo, la fabricación de un automóvil exige la disponibilidad de un extenso sistema educativo, la movilización de unos enormes recursos humanos y materiales, así como la construcción de unas infraestructuras cuya realización solo es viable –y esto es fundamental– si se asegura la continuidad de la actividad después de la realización de la tarea. Una vez que los ingenieros y técnicos han sido formados, las fabricas construidas y la red comercial y de distribución establecida, su desmantelamiento es simplemente inaceptable hasta haber amortizado la inversión –con independencia de que se haya dado ya respuesta a la necesidad que dio origen a esa industria–.
Dicho de otro modo, salvo en las sociedades totalitarias, la industria se ha emancipado del fin para el que fue creada y vive ahora una vida independiente con sus propias necesidades y unos inmensos recursos de todo tipo para satisfacerlas –como la propaganda y el marketing que se emplean para hacer nuestras sus necesidades–. De ahí que hoy se hable más de crear negocio que de cubrir necesidades. Este asunto es clave para comprender el funcionamiento de la economía de producción: son las necesidades de esa industria, más que las nuestras como usuarios, las que determinan el desarrollo de nuevos productos –y de esta manera influyen en –si es que no determinan– nuestras relaciones sociales y nuestros hábitos y costumbres–. De alguna manera, hemos acabado por estar al servicio de una maquinaria que fue creada para estar al nuestro. La alienación, así, alcanza no solo a las personas; también a unos productos cuyo fin es ahora satisfacer las necesidades del sistema que los produce, un sistema que es antes que nada –y conviene no olvidarlo–, las personas que lo dirigen.
Sería demasiado simple explicar el desarrollo tecnológico e industrial como el resultado de un solo elemento; sin embargo, es difícil resistirse a la tentación de observar este elemento como si no fuera de especial importancia en la maquinaria que determina el sentido de eso que llamamos “el progreso”.
¿Cuál es el peligro de un sistema así articulado? “Nunca deberemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos”. Eisenhower habla en exclusiva de la industria militar, pero nada nos impide extender la responsabilidad del peligro a un sistema económico –industrial y financiero– que funciona, a escala mundial, como un oligopolio (1). Y hay que insistir en que esos oligopolios no son “impersonales”, como no lo es el mercado; son antes de nada el grupo de personas que los poseen, los dirigen y se benefician de ellos.
Ni la sinceridad ni la transparencia son atributos que caractericen el discurso político; de ahí el desconcierto que produce la lectura del texto de Eisenhower. Se trata de un discurso que es sobre todo la advertencia, muy seria, de alguien capaz de darse cuenta de lo revolucionario de los cambios en las estructuras económicas debida a la “revolución tecnológica”, una revolución que es inseparable de un cambio en las formas políticas. El discurso de Eisenhower da cuenta del final de una forma de producción vigente desde los principios de la civilización hace unos seis mil años. No cabe duda de que cuando Eisenhower escribió su discurso de despedida se daba cuenta de que junto a él se marchaba el mundo antiguo para dejar paso a este mundo nuevo y acelerado en el que nos ha tocado vivir –y al hilo de esto, vienen al pelo la palabras del economista J. K. Galbraith cuando decía que “entre los muchos modelos de lo que debería ser una buena sociedad, nadie ha propuesto jamás la rueda de la ardilla”–.
Para acabar, no me resisto a citar a ese de quien Eisenhower –invirtiendo el sentido– toma sus palabras:
Él gobernará las naciones
y dictará sus leyes a pueblos numerosos,
que trocarán sus espadas en arados
y sus lanzas en hoces.
No alzará ya la espada pueblo contra pueblo,
Y no más se entrenarán para la guerra.
Isaías 2,4
(1) Si hay alguna duda de esto, basta con que el lector elabore una lista elemental de productos cotidianos y que investigue la corporación última a la que pertenece la empresa que nos provee de ese bien; sea ese bien el coche, la gasolina, los electrodomésticos, el teléfono, la vivienda o la ropa, sin olvidar que, incluso aquellos productos que son fabricados por la pequeña industria, han de acceder al mercado a través de gigantescos grupos de distribución, a su vez miembros de ese mismo oligopolio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario