26/2/08

Cualquier tiempo pasado fue mejor, II

“Bastaría con volver al viejo bachillerato de Don Pedro Sainz Rodríguez, que es el que yo estudié. Siete años, no había separación entre ciencias y letras y el prestigio de los centros dependía del número de suspensos y no de aprobados, como se hace ahora. Yo estudié 7 años de Latín, 4 de Filosofía, uno de Preceptiva Literaria, 3 de Historia de la Literatura, 2 de Ciencias Naturales, 2 de Griego y un larguísimo etcétera.”

El bachillerato de Don Pedro Sainz Rodríguez fue instaurado por ley el 20 de septiembre de 1938 –obviamente, y dadas las circunstancias, la implantación en todo el territorio nacional fue progresiva, como es natural–. En palabras de Manuel de Puelles Benítez, “late en ella [en la ley] una preocupación por reformar un nivel educativo que aparece como el instrumento más eficaz para influir en las transformaciones de una sociedad y en la formación intelectual y moral de sus futuras clases directoras" –desconozco si la cursiva se corresponde con las palabras de la ley–. Su contenido será clásico y humanístico, destinado a la formación de una élite directora educada en los valores de la tradición, la nación y la religión; un bachillerato, en suma, que daba la espalda a la revolución científica de la que era contemporánea –representada en España, sin duda, por personajes como
Juan Negrín, reputado fisiólogo y maestro de Severo Ochoa, a su vez segundo y último español galardonado con un premio Nobel de Medicina por su labor científica llevada a cabo en los Estados Unidos–.

¿Es este bachillerato al que Dragó quiere devolvernos? Pongo mi mano en el fuego: lo dice pero no lo cree.

Dice Roberto que ve al nocturno presentador como un Quijote moderno. No lo es –no es ni un loco ni un ingenuo–. Dragó es el viejo gladiador lleno de heridas para el que no hay más vida que la del foso. Los laureles le tran el pairo; necesita un contrincante; necesita un público. Hace tiempo que ganó su libertad, que podría haberse retirado; sabe que en el foso no hay más destino que la muerte, pero todo eso le da igual. Dice que le gustaría ser como Diógenes. Raro Diógenes este que se pone al servicio de Alejandra...





P.S. Las valoraciones del debate las dejaremos para el segundo. En este cada uno ha estado en su sitio. En el próximo, me parece que uno se quedará exactamente donde ha estado –no tiene otro sitio adonde ir– y el otro ya veremos. Escrito queda.

24/2/08

Cualquier tiempo pasado fue mejor

El que dice no ser Dragó, dice: “seré catastrofista. España está en coma y, lo que es peor, el mundo, también. Yo suelo decir que ya se ha terminado, sin que la gente se de cuenta, porque creen que el fin del mundo es eso, un telón que cae, y no un proceso de deterioro espiritual, cultural, social, biológico y ambiental ya irreversible. [...]

También Soria va a peor. Yo he abandonado la capital, que ya me parece Manhattan, está llena de coches y de gente, y me he ido a vivir a un pueblo de 8 habitantes [...]”

También declara: “leo un libro y medio al día, así que podría citar muchos títulos”.

Mi amigo Ángel me cuenta que cuando
Dragó aún paseaba por Soria lo hacía libro en mano, ensimismado en su lectura, caminando a buen paso y esquivando a la gente sin apartar la mirada de la página. Curiosa manera de mirar eso de lo que uno escribe.

Por su inteligencia, su vida y sus lecturas, Dragó podría haber sido un sabio, pero no lo es; lo impiden su preferencia por el combate –“Yo soy guerrero y me nutro de la energía de mis adversarios. Sin ellos no soy nada”–, y una mal disimulada nostalgia por un pasado que nunca existió –más que ahora en su cabeza, se entienda–. A la hora de leer a Dragó, conviene no olvidarlo: es un pendenciero intelectual antes que un pensador.

Se le atribuye a Hesíodo la siguiente frase: “la juventud de hoy es insoportable. Si vamos a dejar en sus manos el mañana, no me queda ninguna esperanza sobre el futuro". Como se ve, Dragó tiene precedentes... Por mi parte, y como diría Elvira Lindo: “te lo digo como lo siento”, yo no se de qué España habla este hombre, aunque me parece que es una que va de libro en libro sin pisar jamás la calle.

A través de la ventana veo las estribaciones nevadas de Gredos. Esto, y la recién leída
Carta de Lord Chandos, me hacen olvidar al Diógenes castellano reciclado en nocturno presentador. Hay momentos en que las palabras parecen haber quedado definitivamente atrás.

17/2/08

¿Ventana o espejito mágico?

Hay, según creo, dos tipos de periodismo: el periodismo de ventana y el periodismo de espejito mágico. El primero es un periodismo de intermediación; el segundo de interposición.

El primero es un tipo de periodismo poco abundante donde el ego y los intereses se sacrifican en beneficio de la búsqueda de algún tipo de verdad –es decir, de algún tipo de conocimiento–. Lo importante no es tanto la magnitud de las consecuencias de lo contado como la elección de un hecho significativo –grande o pequeño– y de una forma de contarlo en la que el periodista trata disminuir la interferencia causada por su presencia –para permitir que el lector vea por sí mismo–.

El segundo es el periodismo de los intereses. Uno, incurable lector de periódicos, nota con disgusto que cada vez abundan más los titulares al estilo de “los españoles creen”, siendo el más regular de estos titulares el de la “lista de preocupaciones de los españoles”. Es un tipo de periodismo que se empeña en remplazar los hechos por creencias –¡ni siquiera por percepciones!–, de ahí que a la pregunta “usted que cree” respondan cada vez menos especialistas y lo hagan en cambio más caras anónimas asaltadas en la calle. Por mucho que se empeñen los periodistas de espejito mágico, la lista en sí importa menos que el cómo se llega a ese “los españoles creen”.

Eso que en la vida cotidiana llamamos “realidad” tiene mucho de construcción mental. Y aunque se construya a partir de elementos objetivos -hechos, datos-, es subjetiva en tanto que ni abarca todos los hechos, ni es posible construirla sin un criterio. Como esa construcción es la que usamos para establecer nuestros juicios y, por tanto, nuestras decisiones sociales, conviene preguntarse qué materiales usamos para su edificación. Comparando nuestra realidad con, por ejemplo, la de nuestros abuelos, solemos pensar las diferencias primeramente en su aspecto material: era una realidad a caballo en lugar de en automóvil, una realidad de campo, de candil, de jornal, de hambre quizás, apenas sin ciencia; sin embargo, hay otra más importante: era una realidad experimentada, sin televisión, sin radio, sin periódicos, sin Internet, o sea, en la que el conocimiento estaba íntimamente ligado a una experiencia propia, no referida. Tanto era así, que el poder solo podía recurrir a los mecanismos de la imaginación y la fantasía para imponerse: hubo que aprovechar el miedo producto de los mitos y las leyendas para construir con ellos la amenaza de un castigo en el “Otro Mundo” con el que poder dominar en este a los hombres.

No es que hayamos dejado de experimentar el mundo; todo lo contrario; hoy conocemos más, viajamos más, nos relacionamos con más gente. Y sin embargo lo que pensamos del mundo tiene menos que ver con esa experiencia y más con esa realidad artificial que nos ofrecen los medios de comunicación del espejito mágico. Lo que nos cuentan se impone a lo que vemos, a lo que vivimos. El “Otro Mundo” no ha desaparecido; ha cambiado de forma: ahora es la imagen que se construye a partir de la información recibida –y esa construcción es tan irreal como lo puedan ser el cielo y el infierno–. Al respecto, conviene recordar el chiste de Seinfeld: “¿Te has dado cuenta de que todos los días suceden en el mundo el número de noticias exactas para llenar un periódico? Ni una más ni una menos”. O, estropeando el chiste: solo existe lo que existe en los periódicos, y eso, en mucha mayor medida que nuestra experiencia, es lo que usamos para construir “la realidad”.

Esto es lo que hace el periodismo de espejito mágico: devolvernos como nuestra una imagen del mundo que no es otra que la que nos ha proporcionado previamente –las preocupaciones que declaran los lectores al periódico no son sino las que estos han leído antes en ese mismo medio–. Al contrario que sucede con el periodismo de ventana, se trata de maximizar la interferencia para que el lector no pueda ver.

De manera interesada se suele hablar de noticia e información como si fueran la misma cosa, pero la realidad dista mucho de ser el conjunto de todas las noticias. Las noticias tienen un formato manejable para el periodista, pero resultan poco útiles para el lector que quiere comprender. La realidad, sea lo que sea, no puede ser ese pequeño círculo que ilumina el raquítico farol del periodismo.

¿Qué sucede en el mundo entero en este preciso instante? ¿Qué sabemos de ello cada uno de nosotros? Nuestra experiencia también es engañosa, pero cuando el individuo la desecha en beneficio del relato del mundo que otros le cuentan, cuando se niega a mirar por sí mismo, ¿en manos de quién queda? La luz del farol es segura pero apenas ilumina. Si uno quiere saber, tiene que adentrarse, solo, en la oscuridad; confiar en el valor de una experiencia vivida bajo la estricta vigilancia de una crítica exigente empeñada en cuestionar cada uno de nuestros prejuicios. Lo último que hay que hacer es mirar allí donde nos dicen que lo hagamos; pero si lo hacemos, debemos hacerlo para preguntarnos qué se oculta tras lo que se nos muestra. Hay que mirar en los márgenes, a los lados, fuera de los focos.

9/2/08

Discurso de despedida

“Hasta el último de nuestros conflictos mundiales, los Estados Unidos no tenían una industria de armamento. Los fabricantes de arados podían, con tiempo y según lo requerido, fabricar también espadas. Pero ya no podemos arriesgar la defensa nacional a una improvisación de emergencia; nos hemos visto empujados a crear una industria de armamento permanente de vastas proporciones. […]

Esta conjunción de una inmensa institución militar y una gran industria de armamento es nueva en la experiencia americana. La influencia total –económica, política, incluso espiritual– es percibida en cada ciudad, cada parlamento, cada oficina del gobierno federal. Nos damos cuenta de la imperativa necesidad de este desarrollo. Sin embargo, no podemos permitirnos ignorar sus graves consecuencias. […]

En los consejos de gobierno, debemos protegernos contra la adquisición de una influencia injustificada, buscada o no, por parte del complejo industrial–militar. La posibilidad de un desastroso incremento de un poder fuera de lugar existe y seguirá existiendo.

Nunca deberemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos. […]

De la misma manera, y grandemente responsable de los grandes cambios en nuestra posición industrial–militar, ha sido la revolución tecnológica ocurrida en décadas recientes. […]

Hoy, el inventor solitario, enredando en su taller, ha sido eclipsado por grupos de trabajo de científicos en laboratorios y campos de ensayo. De la misma manera, la Universidad libre, históricamente la fuente ideas libres y descubrimiento científico, ha experimentado una revolución en la forma de llevar a cabo la investigación. En parte debido a los enormes costes que [esta investigación] implica, el contrato gubernamental se han convertido en la práctica en el sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada antigua pizarra hay hoy cientos de nuevos computadores electrónicos.

La perspectiva de la dominación de los estudiosos de la nación mediante el empleo federal, la adjudicación de proyectos, y el poder del dinero está siempre presente y es algo a tener en cuenta muy en serio. Y sin embargo, respetando la investigación científica y sus descubrimientos, como debemos hacer, de la misma manera debemos estar alerta frente al peligro contrario de que la política pública pueda ella misma ser prisionera de una élite científico–tecnológica. […]”


Con la claridad y la sencillez de los buenos maestros; así es como el discurso de Dwight D. Eisenhower –que merece una lectura detenida de principio a fin–, General vencedor en la Segunda Guerra mundial, devoto cristiano y presidente de los Estados Unidos por el partido Republicano, ilustra las afirmaciones de Marx mencionadas en un post anterior:

Decía Marx que “el carácter de la sociedad está determinado por sus formas de producción” Con la misma perspicacia advirtió que esas formas -entonces tanto como ahora- están íntimamente ligadas a “unas fuerzas industriales y científicas de las que en ninguna otra época de la historia pasada de la humanidad ni siquiera se había sospechado”. El resultado es que “una revolución continua en la producción, una conmoción interrumpida de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las demás”.

El discurso de Eisenhower, leído a la luz de las palabras de Marx, resulta revelador. Nos ayuda a comprender mejor hacia dónde tenemos que mirar en la búsqueda de una respuesta a las siguientes preguntas: ¿Cuales son las fuerzas que empujan el desarrollo tecnológico? ¿En qué dirección lo hacen?

Hasta el siglo XX –quizás el XIX–, la industria del armamento era una industria más o menos coyuntural. Para construir una flota era suficiente reclutar para la ocasión un grupo de expertos ingenieros navales, carpinteros, y mano de obra en abundancia. Concluida la tarea, cada uno volvía a su labor.

Pero la industria militar no es un caso aislado. En la antigüedad, para fabricar un carro era suficiente el concurso de un grupo reducido de personas –vecinos incluso– con un mínimo de habilidades manuales y unos conocimientos técnicos elementales, así como los recursos disponibles en cualquier bosque cercano. Hoy, sin embargo, la fabricación de un automóvil exige la disponibilidad de un extenso sistema educativo, la movilización de unos enormes recursos humanos y materiales, así como la construcción de unas infraestructuras cuya realización solo es viable –y esto es fundamental– si se asegura la continuidad de la actividad después de la realización de la tarea. Una vez que los ingenieros y técnicos han sido formados, las fabricas construidas y la red comercial y de distribución establecida, su desmantelamiento es simplemente inaceptable hasta haber amortizado la inversión –con independencia de que se haya dado ya respuesta a la necesidad que dio origen a esa industria–.


Dicho de otro modo, salvo en las sociedades totalitarias, la industria se ha emancipado del fin para el que fue creada y vive ahora una vida independiente con sus propias necesidades y unos inmensos recursos de todo tipo para satisfacerlas –como la propaganda y el marketing que se emplean para hacer nuestras sus necesidades–. De ahí que hoy se hable más de crear negocio que de cubrir necesidades. Este asunto es clave para comprender el funcionamiento de la economía de producción: son las necesidades de esa industria, más que las nuestras como usuarios, las que determinan el desarrollo de nuevos productos –y de esta manera influyen en –si es que no determinan– nuestras relaciones sociales y nuestros hábitos y costumbres–. De alguna manera, hemos acabado por estar al servicio de una maquinaria que fue creada para estar al nuestro. La alienación, así, alcanza no solo a las personas; también a unos productos cuyo fin es ahora satisfacer las necesidades del sistema que los produce, un sistema que es antes que nada –y conviene no olvidarlo–, las personas que lo dirigen.

Sería demasiado simple explicar el desarrollo tecnológico e industrial como el resultado de un solo elemento; sin embargo, es difícil resistirse a la tentación de observar este elemento como si no fuera de especial importancia en la maquinaria que determina el sentido de eso que llamamos “el progreso”.

¿Cuál es el peligro de un sistema así articulado? “Nunca deberemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos”. Eisenhower habla en exclusiva de la industria militar, pero nada nos impide extender la responsabilidad del peligro a un sistema económico –industrial y financiero– que funciona, a escala mundial, como un oligopolio (1). Y hay que insistir en que esos oligopolios no son “impersonales”, como no lo es el mercado; son antes de nada el grupo de personas que los poseen, los dirigen y se benefician de ellos.

Ni la sinceridad ni la transparencia son atributos que caractericen el discurso político; de ahí el desconcierto que produce la lectura del texto de Eisenhower. Se trata de un discurso que es sobre todo la advertencia, muy seria, de alguien capaz de darse cuenta de lo revolucionario de los cambios en las estructuras económicas debida a la “revolución tecnológica”, una revolución que es inseparable de un cambio en las formas políticas. El discurso de Eisenhower da cuenta del final de una forma de producción vigente desde los principios de la civilización hace unos seis mil años. No cabe duda de que cuando Eisenhower escribió su discurso de despedida se daba cuenta de que junto a él se marchaba el mundo antiguo para dejar paso a este mundo nuevo y acelerado en el que nos ha tocado vivir –y al hilo de esto, vienen al pelo la palabras del economista J. K. Galbraith cuando decía que “entre los muchos modelos de lo que debería ser una buena sociedad, nadie ha propuesto jamás la rueda de la ardilla”–.

Para acabar, no me resisto a citar a ese de quien Eisenhower –invirtiendo el sentido– toma sus palabras:

Él gobernará las naciones
y dictará sus leyes a pueblos numerosos,
que trocarán sus espadas en arados
y sus lanzas en hoces.
No alzará ya la espada pueblo contra pueblo,
Y no más se entrenarán para la guerra.

Isaías 2,4

(1) Si hay alguna duda de esto, basta con que el lector elabore una lista elemental de productos cotidianos y que investigue la corporación última a la que pertenece la empresa que nos provee de ese bien; sea ese bien el coche, la gasolina, los electrodomésticos, el teléfono, la vivienda o la ropa, sin olvidar que, incluso aquellos productos que son fabricados por la pequeña industria, han de acceder al mercado a través de gigantescos grupos de distribución, a su vez miembros de ese mismo oligopolio.

7/2/08

El partido de las costumbres

Trato de imaginarme a un miembro de las mafias albano–kosovares –por poner un ejemplo de un malo de moda– acudiendo voluntariamente a la comisaría más cercana con el fin de declarar la incompatibilidad entre sus actividades profesionales y las condiciones del “contrato de integración”. No lo acabo de ver...

Cuentan que uno de los candidatos a presidente del gobierno ha propuesto un “contrato de integración” para los inmigrantes por el cual estos últimos deberán comprometerse a "cumplir las leyes, aprender la lengua y respetar las costumbres de los españoles”. Las dos primeras parecen obvias –aunque si uno es, por ejemplo, británico o alemán, y posee una propiedad en la costa, queda exento del cumplimiento de al menos la segunda condición–; la tercera es más interesante.

El candidato podría haberse limitado a proponer un contrato de un único artículo: “el inmigrante se compromete a cumplir con la ley”. Y sin embargo además de este requisito obvio, exige también la observación de las costumbres –suponemos que se refiere a las de las personas “normales”–. Esto es más delicado, porque uno sospecha que empezarán por los más débiles –los inmigrantes– y acabarán pidiéndonos la firma a todos los demás. Por eso pido que antes se enumeren esas costumbres.
¿Incluiría esa lista la muy española costumbre de echar una canita al aire para hacer más llevadero el peso de un matrimonio indisoluble? ¿Será lo de tirar al suelo de los bares los restos de las gambas? ¿Acaso el hábito de conducir con “solo una copita después de comer, agente”? ¿Y eso de abandonar las deposiciones de los perros en la calle? ¿Quizás también lo de tirar la cabra desde lo alto del campanario? ¿Y Lo de saltarse cualquier cola? Señor candidato, ¿a qué “costumbres españolas” se refiere? Porque dependiendo de a qué se refiera, podría uno hasta pensarse lo de la firma.

Hay millones de inmigrantes deseosos de venir a los países ricos. La diferencia entre ellos y los que ya están aquí es que estos últimos son los que nosotros necesitamos para que nos sirvan el café, recolecten las cosechas, pongan la leche en la estantería correspondiente del supermercado, construyan pisos y carreteras, o limpien casas –a los que hay que añadir el correspondiente cupo de indeseables que, por otro lado, contiene cualquier grupo humano con independencia de su raza, nacionalidad o religión–.

El asunto, me temo, es que alguien quiere sacar beneficio de nuestros hábitos de mal pagador. No queremos pagar el coste de la riqueza que nos proporciona esa mano de obra barata. No queremos que el contrato de integración nos obligue a nosotros. Queremos que los inmigrantes sean solo eso: mano de obra barata; que no existan fuera del trabajo, que sus hijos no tengan derecho a plazas de guardería, que no aparezcan por los hospitales, que se abstengan de pasear por los parques... Sí, ya se que eso no es lo que dice la letra pequeña de la propuesta, pero sí se que esa propuesta no ha sido hecha para ser leída.

Lo interesante de este tipo de medidas es que, en la práctica, tienen el mismo coste que beneficio: ninguno. Lo explicaba hace poco Santiago Mir Puig en relación al endurecimiento de las penas en el Código Penal: de nada sirve hacerlo si el delincuente sigue en la calle. El político propone la modificación del Código Penal no porque lo considere una forma adecuada de solucionar un problema; lo hace porque le sale más barato que aumentar los medios y efectivos policiales. Para el ciudadano el beneficio de la propuesta es cero; pero con esto el político araña unos votos que le son muy necesarios.

Cuenta Juan Carlos Suñén que un amigo político le dijo un día que la política es el arte de ganar las elecciones al menor coste posible. Me gustaría creer que ese coste es algo mayor de lo que este candidato está dispuesto a pagar.

3/2/08

El mundo sin nosotros

Cuenta la leyenda que Onesícrito –discípulo de Diógenes– fue enviado por Alejandro para conocer a los sabios con los que se habían encontrado en la India. Cerca de Taxila, Onesícrito se reunió con cincuenta de aquellos sabios. Uno de ellos, Mandanis, preguntó por Sócrates, Pitágoras y Diógenes, y, tras afirmar que estos parecían haber sido hombres decentes y sencillos, dijo de ellos que habían prestado mucha atención a las cosas convencionales y no lo suficiente a la naturaleza.

Es posible que la escena nunca tuviese lugar tal como nos ha sido relatada, y de haber sucedido es del todo imposible comprender el significado que Mandanis quiso dar a la palabra naturaleza y menos aún a la expresión “cosas convencionales” –eso sin olvidar que posiblemente fueron traducidas del hindú al persa y del persa al griego, a lo que hay que añadir la traducción a las lenguas modernas–. Sin embargo, la distinción sigue hoy vigente: el abandono de la naturaleza en beneficio de las cosas convencionales. No hay porqué recurrir al mito de la pérdida del Paraíso para analizar esta distinción; basta con advertir que la acusación de Mandanis es una acusación de ceguera: no prestamos atención; hemos dejado de ver.


Es cosa habitual reaccionar a los hechos antes que a los vaticinios –cosa que saben bien quienes estimulan nuestras esperanzas en beneficio propio–. Puede que El mundo sin nosotros de Alan Weisman no sea un gran libro, pero merece la pena solo por un título que invita a ver. El gran mérito es que para hacerlo, para obligarnos a ver, recurre a un interesante mecanismo que transforma los vaticinios en hechos. El artificio es sencillo: Weisman nos invita a ver cómo sería el mundo de mañana si desapareciésemos justo en este instante.