Hay, según creo, dos tipos de periodismo: el periodismo de ventana y el periodismo de espejito mágico. El primero es un periodismo de intermediación; el segundo de interposición.
El primero es un tipo de periodismo poco abundante donde el ego y los intereses se sacrifican en beneficio de la búsqueda de algún tipo de verdad –es decir, de algún tipo de conocimiento–. Lo importante no es tanto la magnitud de las consecuencias de lo contado como la elección de un hecho significativo –grande o pequeño– y de una forma de contarlo en la que el periodista trata disminuir la interferencia causada por su presencia –para permitir que el lector vea por sí mismo–.
El segundo es el periodismo de los intereses. Uno, incurable lector de periódicos, nota con disgusto que cada vez abundan más los titulares al estilo de “los españoles creen”, siendo el más regular de estos titulares el de la “lista de preocupaciones de los españoles”. Es un tipo de periodismo que se empeña en remplazar los hechos por creencias –¡ni siquiera por percepciones!–, de ahí que a la pregunta “usted que cree” respondan cada vez menos especialistas y lo hagan en cambio más caras anónimas asaltadas en la calle. Por mucho que se empeñen los periodistas de espejito mágico, la lista en sí importa menos que el cómo se llega a ese “los españoles creen”.
Eso que en la vida cotidiana llamamos “realidad” tiene mucho de construcción mental. Y aunque se construya a partir de elementos objetivos -hechos, datos-, es subjetiva en tanto que ni abarca todos los hechos, ni es posible construirla sin un criterio. Como esa construcción es la que usamos para establecer nuestros juicios y, por tanto, nuestras decisiones sociales, conviene preguntarse qué materiales usamos para su edificación. Comparando nuestra realidad con, por ejemplo, la de nuestros abuelos, solemos pensar las diferencias primeramente en su aspecto material: era una realidad a caballo en lugar de en automóvil, una realidad de campo, de candil, de jornal, de hambre quizás, apenas sin ciencia; sin embargo, hay otra más importante: era una realidad experimentada, sin televisión, sin radio, sin periódicos, sin Internet, o sea, en la que el conocimiento estaba íntimamente ligado a una experiencia propia, no referida. Tanto era así, que el poder solo podía recurrir a los mecanismos de la imaginación y la fantasía para imponerse: hubo que aprovechar el miedo producto de los mitos y las leyendas para construir con ellos la amenaza de un castigo en el “Otro Mundo” con el que poder dominar en este a los hombres.
No es que hayamos dejado de experimentar el mundo; todo lo contrario; hoy conocemos más, viajamos más, nos relacionamos con más gente. Y sin embargo lo que pensamos del mundo tiene menos que ver con esa experiencia y más con esa realidad artificial que nos ofrecen los medios de comunicación del espejito mágico. Lo que nos cuentan se impone a lo que vemos, a lo que vivimos. El “Otro Mundo” no ha desaparecido; ha cambiado de forma: ahora es la imagen que se construye a partir de la información recibida –y esa construcción es tan irreal como lo puedan ser el cielo y el infierno–. Al respecto, conviene recordar el chiste de Seinfeld: “¿Te has dado cuenta de que todos los días suceden en el mundo el número de noticias exactas para llenar un periódico? Ni una más ni una menos”. O, estropeando el chiste: solo existe lo que existe en los periódicos, y eso, en mucha mayor medida que nuestra experiencia, es lo que usamos para construir “la realidad”.
Esto es lo que hace el periodismo de espejito mágico: devolvernos como nuestra una imagen del mundo que no es otra que la que nos ha proporcionado previamente –las preocupaciones que declaran los lectores al periódico no son sino las que estos han leído antes en ese mismo medio–. Al contrario que sucede con el periodismo de ventana, se trata de maximizar la interferencia para que el lector no pueda ver.
De manera interesada se suele hablar de noticia e información como si fueran la misma cosa, pero la realidad dista mucho de ser el conjunto de todas las noticias. Las noticias tienen un formato manejable para el periodista, pero resultan poco útiles para el lector que quiere comprender. La realidad, sea lo que sea, no puede ser ese pequeño círculo que ilumina el raquítico farol del periodismo.
¿Qué sucede en el mundo entero en este preciso instante? ¿Qué sabemos de ello cada uno de nosotros? Nuestra experiencia también es engañosa, pero cuando el individuo la desecha en beneficio del relato del mundo que otros le cuentan, cuando se niega a mirar por sí mismo, ¿en manos de quién queda? La luz del farol es segura pero apenas ilumina. Si uno quiere saber, tiene que adentrarse, solo, en la oscuridad; confiar en el valor de una experiencia vivida bajo la estricta vigilancia de una crítica exigente empeñada en cuestionar cada uno de nuestros prejuicios. Lo último que hay que hacer es mirar allí donde nos dicen que lo hagamos; pero si lo hacemos, debemos hacerlo para preguntarnos qué se oculta tras lo que se nos muestra. Hay que mirar en los márgenes, a los lados, fuera de los focos.