Yo era pequeño, y estaba viendo cohetes, y era guay, y de repente me entraron ganas de ser astronauta, pero vino un cura y me habló de niños muertos, y yo me sentí culpable, y me sentí culpable muchos años, pero un día dejé de sentirme culpable…
¡Ah! ¡En una playa! ¡En una playa dejé de sentirme culpable! ¡Esto es muy importante!
Y ahora soy mayor, y escribo en un periódico, y ya no me siento culpable, porque yo no tengo la culpa de que se mueran los niños, y lo de los cohetes estaba guay, y es tontería ponerse a buscar los caminos que conectan unos hechos con otros, porque se te pone la cabeza loca, y es mucho mejor mirarlos así, aislados, como si las cosas no estuviesen relacionadas unas con otras, y el mundo fuese una cosa sencilla, como comer en un buen restaurante, o conducir un buen coche, o escribir artículos sobre niños y cohetes en un periódico recién estrenado.
¡Ay! Si pudiese volver a ser aquel niño que veía alunizar al Apolo 11…
30/11/09
7/11/09
Problemas significativos
Eficacia: capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera.
La palabra eficacia es de color verde pálido, el color de la ropa de los cirujanos. Es una palabra limpia como un quirófano, indiscutible como un tratamiento, paralizante como un anestésico. Pocas palabras como ella encarnan la naturaleza esquizoide del sistema en que vivimos: es orden, limpieza, racionalidad, sentido, organización; todo aquello que nadie puede impugnar sin descalificarse a sí mismo. Pero en su reverso, en su cara oculta, es también deseo, expectativa, interés, pero ¿un deseo de qué?
El reinado de la eficacia sería imposible si cada uno de nosotros -y quizás antes que nadie los tecnólogos- no hubiésemos confundido de manera fatal la neutralidad de la tecnología con la neutralidad de su uso: las leyes del electromagnetismo son las mismas en un aparato de tomografía atómica computerizada que en el radar que guía un misil. La oficina donde el tecnólogo realiza sus proyectos no es distinta en un caso y en otro, ni la titulación, ni la ciudad en la que vive, ni el coche que conduce, ni, sobre todo, las ecuaciones que emplea, los métodos… El mundo de las consecuencias queda lejos, muy lejos, y el eco de esos efectos nos llega a través de medios que, por su propia naturaleza, mutan la realidad en ficción desactivando así la potencia transformadora de los hechos vividos. Así que el tecnólogo cena tranquilo sin distinguir el telediario de una película, y la mañana siguiente, preocupado por el cambio climático, acude en bicicleta a la oficina donde estudiará cómo inundar el mercado con productos cuyo único fin es el consumo.
Sin equiparar la neutralidad de la tecnología y la de su uso sería imposible el mundo eficaz en el que vivimos. Es ese poderoso efecto descontextualizador de la tecnología lo que permite hablar de eficacia.
Pero la eficacia no es neutra, ni racional, ni limpia, ni ordenada: la eficacia está siempre al servicio de algo y de alguien, y muy a menudo también sirve para ocultar algo. Por eso estamos obligados a preguntarnos cuál es ese deseo al que sirve la eficacia, si somos partícipes de ese deseo, si es el nuestro, incluso si es justo. Porque la naturaleza no atiende a voluntad alguna, pero nosotros sí.
Vuelvo de nuevo al libro de Gopegui:
- Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarlo. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectaba a muchas personas. Pero ellos no se dedican a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que reportaban ganancias.
[…]
A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema, pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.
- La eficacia no es mala – dijo Orellán.
- ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quién sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.
p.d. Y sin embargo, hay gente como Gervasio Sánchez. Siento que sus amigos de soitu.es no hayan llegado a esto por una semana.
La palabra eficacia es de color verde pálido, el color de la ropa de los cirujanos. Es una palabra limpia como un quirófano, indiscutible como un tratamiento, paralizante como un anestésico. Pocas palabras como ella encarnan la naturaleza esquizoide del sistema en que vivimos: es orden, limpieza, racionalidad, sentido, organización; todo aquello que nadie puede impugnar sin descalificarse a sí mismo. Pero en su reverso, en su cara oculta, es también deseo, expectativa, interés, pero ¿un deseo de qué?
El reinado de la eficacia sería imposible si cada uno de nosotros -y quizás antes que nadie los tecnólogos- no hubiésemos confundido de manera fatal la neutralidad de la tecnología con la neutralidad de su uso: las leyes del electromagnetismo son las mismas en un aparato de tomografía atómica computerizada que en el radar que guía un misil. La oficina donde el tecnólogo realiza sus proyectos no es distinta en un caso y en otro, ni la titulación, ni la ciudad en la que vive, ni el coche que conduce, ni, sobre todo, las ecuaciones que emplea, los métodos… El mundo de las consecuencias queda lejos, muy lejos, y el eco de esos efectos nos llega a través de medios que, por su propia naturaleza, mutan la realidad en ficción desactivando así la potencia transformadora de los hechos vividos. Así que el tecnólogo cena tranquilo sin distinguir el telediario de una película, y la mañana siguiente, preocupado por el cambio climático, acude en bicicleta a la oficina donde estudiará cómo inundar el mercado con productos cuyo único fin es el consumo.
Sin equiparar la neutralidad de la tecnología y la de su uso sería imposible el mundo eficaz en el que vivimos. Es ese poderoso efecto descontextualizador de la tecnología lo que permite hablar de eficacia.
Pero la eficacia no es neutra, ni racional, ni limpia, ni ordenada: la eficacia está siempre al servicio de algo y de alguien, y muy a menudo también sirve para ocultar algo. Por eso estamos obligados a preguntarnos cuál es ese deseo al que sirve la eficacia, si somos partícipes de ese deseo, si es el nuestro, incluso si es justo. Porque la naturaleza no atiende a voluntad alguna, pero nosotros sí.
Vuelvo de nuevo al libro de Gopegui:
- Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarlo. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectaba a muchas personas. Pero ellos no se dedican a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que reportaban ganancias.
[…]
A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema, pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.
- La eficacia no es mala – dijo Orellán.
- ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quién sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.
p.d. Y sin embargo, hay gente como Gervasio Sánchez. Siento que sus amigos de soitu.es no hayan llegado a esto por una semana.
3/11/09
Ajustes de ida y vuelta
“Es más fácil divorciarse que ajustar plantillas”, decía hace unos meses Carlos Espinosa de los Monteros en la revista Actualidad Económica.
Las comparaciones siempre son de ida y vuelta, y a menudo tiene más chiste la vuelta que la ida, porque es esa la que delata al hablante. Es el caso.
La frase dice mucho sobre lo que un liberal como Espinosa de los Monteros piensa sobre las relaciones personales: el matrimonio como una sociedad mercantil y el divorcio como un ajuste de familia, la pareja como un recurso del que deshacerse cuando ya no es útil. O sea, una concepción de las relaciones humanas –y las laborales son solo un aspecto de esas relaciones- en la que -por mucho eufemismo que lo oculte- las otras personas están a mi servicio. Porque yo lo valgo.
Esa visión es tan legítima como la contraria, es decir, esa que entiende las relaciones humanas en términos de cooperación, de no explotación, de ausencia de privilegios. Digo, es tan legítima; ahora bien, lo que no es legítimo es intentar hacerlo pasar por lo que no es. El liberalismo no busca la libertad del individuo, sino la libertad de unos pocos individuos a costa de los demás, una libertad a la que se accede a través de la cuna o de la explotación –o uso, si se prefiere dulcificar el asunto- de los otros. Vale, tienen derecho a pensarlo y a decirlo, pero agradeceríamos que fuese en estos términos.
Es una lógica perversa, perversa porque deja fuera a millones de personas, porque castiga la debilidad y la falta de habilidades. ¿Por qué? ¿Por qué los más listos y los más fuertes tienen más derecho? A muchos les parece obvio que así sea. A mí no.
¿Quién decide quién vale más?
Vuelvo al libro de Gopegui:
Esa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
Del mismo libro:
Uno sabe que mata –dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan que lo saben.
Las comparaciones siempre son de ida y vuelta, y a menudo tiene más chiste la vuelta que la ida, porque es esa la que delata al hablante. Es el caso.
La frase dice mucho sobre lo que un liberal como Espinosa de los Monteros piensa sobre las relaciones personales: el matrimonio como una sociedad mercantil y el divorcio como un ajuste de familia, la pareja como un recurso del que deshacerse cuando ya no es útil. O sea, una concepción de las relaciones humanas –y las laborales son solo un aspecto de esas relaciones- en la que -por mucho eufemismo que lo oculte- las otras personas están a mi servicio. Porque yo lo valgo.
Esa visión es tan legítima como la contraria, es decir, esa que entiende las relaciones humanas en términos de cooperación, de no explotación, de ausencia de privilegios. Digo, es tan legítima; ahora bien, lo que no es legítimo es intentar hacerlo pasar por lo que no es. El liberalismo no busca la libertad del individuo, sino la libertad de unos pocos individuos a costa de los demás, una libertad a la que se accede a través de la cuna o de la explotación –o uso, si se prefiere dulcificar el asunto- de los otros. Vale, tienen derecho a pensarlo y a decirlo, pero agradeceríamos que fuese en estos términos.
Es una lógica perversa, perversa porque deja fuera a millones de personas, porque castiga la debilidad y la falta de habilidades. ¿Por qué? ¿Por qué los más listos y los más fuertes tienen más derecho? A muchos les parece obvio que así sea. A mí no.
¿Quién decide quién vale más?
Vuelvo al libro de Gopegui:
Esa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
Del mismo libro:
Uno sabe que mata –dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan que lo saben.
Etiquetas:
lo que nos rodea,
política
Suscribirse a:
Entradas (Atom)