29/5/08

¿Selección natural?

Los defensores del liberalismo, al hablar de darwinismo económico, pretenden legitimar las prácticas capitalistas tratando de hacer pasar estas por un caso particular de la teoría de la “selección natural”. Se trata de proponer que el capitalismo y el libre mercado responden, de alguna manera, a una ley natural que selecciona a los más aptos, a los mejores, a los que –eso dicen– serán capaces de satisfacer las necesidades del resto mediante su éxito –en la comparación, el mercado vendría a ser el trasunto de la naturaleza, el actor que selecciona–. Con el eufemismo se trata, por supuesto, de legitimar lo que no es otra cosa sino la aplicación de ley del más fuerte como máxima económica. Se trata de eliminar obstáculos, barreras mentales que dificultan ese ilimitado “dejar hacer” al que aspira todo defensor a ultranza del mercado.

Afirmar que el darwinismo económico sea una manifestación particular de la selección natural es mucho decir, pero no es aquí donde reside la falsedad de semejante afirmación. En
Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, podemos leer el siguiente párrafo:

“[...] Pero tanto si la selección de plantas silvestres comestibles por agricultores antiguos se atuvo a criterios consientes como si no fue así, la evolución resultante de plantas silvestres hasta convertirse en cultivos fue en un principio un proceso no consciente. Fue consecuencia inevitable de nuestra selección de tipos de plantas silvestres, y de la competencia entre plantas que en los huertos favorecían tipos distintos de los predominantes en la naturaleza.

Esa es la razón por la que Darwin, en su obra El origen de las especies, no empezó con un relato de la selección natural. En cambio, su primer capítulo es una exposición pormenorizada de cómo nuestras plantas y animales domésticos derivaron de una selección artificial por los humanos. [...]”

El corolario de la obra de Darwin es que es justamente en la superación de la selección natural donde radica el origen del progreso de los últimos 13.000 años, esos en los que se ha desarrollado todo lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia del resto de los animales, desde la agricultura a la medicina, pasando por el lenguaje. El darwinismo económico es, a la luz de las ideas de Darwin, un rasgo de primitivismo, un comportamiento pre–humano si se quiere, y no la continuación de ley natural alguna. Y sin embargo, la idea se nos presenta de una manera tan evidente, que no es difícil comprender el porqué de su éxito.
No es, desde luego, el caso de Belén Gopegui, quien en su libro El padre de Blancanieves –ya mencionado anteriormente–, dice lo siguiente:

“[...] Con los sujetos frágiles sucede algo parecido: son los primeros en caer y su caída alerta de las variaciones ocurridas en el medio, entre las cuales a menudo sobresale la degradación. Si la sociedad humana logra no destruirse y vivir doscientos años puede que comprenda, como algunas tribus pequeñas comprendieron, la necesidad de proteger a sus sujetos más débiles.”

Para Gopegui, aceptar que sea el “darwinismo económico” el que decida la dirección y el sentido del vector de progreso es aceptar la catástrofe, como señala uno de sus personajes:

“Una vez hubo un convenio, era injusto, de acuerdo, pero permitía que algunos acuerdos se cumplieran. Ya no: se han acabado las reglas, adiós convenio. Se ha roto y lo curioso es que no se ha roto por la parte débil, no lo habéis roto vosotros, ni los emigrantes, ni los desheredados. Se ha roto por la parte fuerte. Y ahí te doy la razón en lo que le dijiste a tu madre: yo no estoy en la parte fuerte, no soy lo bastante rico.

[...]


La catástrofe se acerca: están dispuestos a arramblar con todo. Si alguna vez había pensado que los fuertes me harían un sitio, al menos en el porche como perro guardián, ya se que no.”

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