7/10/12

La llamada

Un colectivo político gana las elecciones con una mayoría amplia. Su programa político está articulado alrededor de una idea fundamental: la política ha de contribuir al sostenimiento de la vida. A partir de este principio fundamental, y razonando acerca de cuestiones como el impacto de la velocidad y los recorridos de grandes distancias en el sostenimiento de la vida, ese colectivo incluyó en su programa electoral propuestas sobre movilidad en distintos ámbitos con la intención de transformar la economía hacia actividades de corta distancia y baja velocidad. Políticas de vivienda tendentes a acercar puesto de trabajo y residencia, políticas fiscales sobre el uso del vehículo basadas en kilometraje recorrido, políticas agrícolas para un suministro de ciclo corto en los alimentos, y un largo etcétera. Y, por supuesto, paralización de infraestructuras como autovías y trenes de alta velocidad.

Suspendamos temporalmente la opinión que tenemos sobre un programa político como este, bien sea esa opinión sobre el contenido, o sobre su factibilidad (precisamente lo que interesa aquí es cómo se forma esa opinión, antes que su contenido), y planteemos otra pregunta: ¿cómo reaccionaría el poder económico frente a un programa como este?, ¿cómo se anticipa a amenazas como esta?

Siguiendo con nuestro ejercicio de política ficción, ¿podemos imaginar una llamada del representante de la patronal de las constructoras que discurra en los términos siguientes al día siguiente de la victoria electoral?

“Señor Presidente, reciba en primer lugar mi más sincera felicitación por su reciente victoria electoral, así como la del resto de los miembros de esta patronal. Tras revisar detenidamente sus propuestas electorales, nos gustaría comentar con usted algunos aspectos que nos han causado cierta preocupación. Nos gustaría asegurarnos de que, llegado el momento de poner en marcha su programa electoral, ustedes tienen toda la información necesaria para tomar las mejores decisiones. Quizás haya aspectos de la política de infraestructuras que personas no familiarizadas puedan pasar por alto. Sepa, por ejemplo, que cada año las empresas de las que forma parte esta patronal facturan alrededor de unos tres mil millones de euros, dinero que permite a medio millón de familias pagar sus hipotecas, disfrutar de unas merecidas vacaciones, pagar el colegio de sus hijos, y las facturas. No le voy a negar que nos preocupa el impacto que pueda tener su programa en nuestra cuenta de resultados, pero como comprenderá, el grupo al que represento podría vivir durante muchas generaciones aunque cesasen mañana todas sus actividades económicas. En definitiva, nos gustaría hablar de estos y otros asuntos antes de que tome ninguna decisión precipitada que pueda tener unas consecuencias indeseables por todos, difíciles de corregir llegado el caso. Quedamos a su entera disposición para reunirnos con ustedes cuando lo estimen oportuno, si bien creemos que esta reunión debería producirse más pronto que tarde.”

Cuando pensamos en la relación entre el poder político y el económico, solemos pensar en términos de soborno. Es otra de las muchas conclusiones a las que el mensaje de los medios nos induce a pensar, porque en los medios de comunicación veremos al político corrupto que aceptó un sobre, pero nunca, jamás tendremos noticia de una llamada como esta. Pero existen (y hablamos de cifras decenas de miles de veces superiores a las de cualquier soborno, pero son cifras invisibles).

A la vista de lo anterior, creo que chantaje es una palabra más precisa que soborno para describir la relación entre política y poder económico. Las reglas de juego del sistema funcionan como un chantaje: si uno las sigue, el poder gana; si uno las cuestiona, el coste sería tan grande, que ninguna formación política podría permitírselo.

Nuestra mente es una poderosa máquina narrativa: no solo comprende muy bien las narraciones, sino que es capaz de construir narraciones para explicar lo que sucede. Pero esa característica de la mente es algo más que una habilidad: es a la vez un impulso y una limitación. Al explicar las cosas, necesitamos narraciones limitadas, coherentes, con un principio y un fin, una cronología, unos protagonistas, unas escenas. Pero la realidad es mucho más compleja de lo que podemos narrar. Por eso, entre otras cosas, el futuro de la Humanidad y nuestras fantasías sobre ese futuro están cada vez más alejadas.

La forma en la que el poder se ejerce es infinitamente más sutil de lo que la mayoría de nosotros estamos preparados para comprender. La idea de una conspiración de los poderosos se ajusta bien a nuestras preferencias por las narraciones, pero dista mucho de ser cierta. Ahora bien, que no exista una conspiración, no disminuye un ápice la capacidad de las élites económicas de dar forma a una realidad cada vez más estrecha para los de abajo y para la naturaleza, y más ancha para los de arriba, por mucho que una estructura así no pueda sostenerse durante mucho tiempo.

Una de las varas de medir las narraciones es eso que llamamos comúnmente “sentido común”. El sentido común es un artefacto cultural, tan variable como las culturas que le dan forma. Tiene menos que ver con lo que es verdad, que con lo que un grupo de gente considera verdadero en un momento de la historia. El sentido común es otro de los instrumentos que el poder trata de moldear a su servicio; al fin y al cabo, es el lugar desde el que la gente juzgará si tienen sentido o no programas electorales como el de nuestro colectivo político, o argumentos que cuestionan las creencias imperantes (cuando un argumento entra en conflicto con nuestras creencias, siempre tomaremos partido por nuestras creencias, por eso no existe poder que no intente inculcar un sistema de creencias que favorezca sus intereses).

El ejercicio explícito del poder es fácil de comprender, porque es fácil de narrar: es fácil comprender una escena de una persona amenazando a otra con un arma, o la escena de un servidor público aceptando un soborno, pero la construcción del sentido común es un asunto que no admite una narración simple, pero eso no lo hace menos importante. Todo lo contrario. El verdadero poder es un poder sutil, invisible, un poder que se ejerce con nuestra colaboración cuando admitimos como cierto todo aquello que el sentido común nos señala como posible.

El sentido común nos dice que el progreso es bueno, y nos dice que consiste en pasar de la carretera a la autovía, del tren convencional al de alta velocidad, de un coche de hace diez años a un coche nuevo… y lo dice porque desde siempre hemos visto en la televisión, o leído en los libros de texto cosas como que la energía nuclear ha supuesto un enorme avance para la humanidad. Cada vez más, el sentido común se sostiene sobre un conjunto de creencias antes que sobre un conjunto de observaciones. Nuestro sentido común, nuestras creencias se sostienen sobre la autoridad que el poder, empezando por nuestros mayores, otorgan al aprendizaje que proporcionan los libros de texto o los medios de comunicación. Nadie nos dijo nunca que lo que hay en esos libros es algo de lo que debiésemos sospechar. Como el chantaje, el sentido común es otro de los puntos de apoyo sobre el que el poder se ejerce (y no es un punto de apoyo menor).

Así que llegados aquí, conviene observar que la llamada imaginaria se hace desde el interés, y no desde el sentido común, por mucho que las razones expuestas pretendan hacerse pasar por razones sensatas. No existe una sola mentira que no trate de ampararse en razones que apelan al sentido común.

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