Poco podía sospechar yo que entre los lectores de este blog se encontraría doña Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, a la sazón presidente de la Comunidad de Madrid -territorio también conocido como Aguirrestán-.
Me explico. Hace algo más de un año publicaba aquí un post en el que incluía lo que aquí extracto:
Autoridad
La autoridad del médico es la autoridad del conocimiento. Uno se somete o no al tratamiento, pero no cuestiona la autoridad del médico. En cuestiones de medicina, su autoridad no se discute.
La autoridad del policía es la autoridad de la violencia. Al policía le está permitido ejercer una violencia que al resto nos está prohibido. No tiene porqué ejercerla, pero es la fuente de su autoridad.
La autoridad del profesor, ¿debe ser la del médico o la del policía?
[...]
Y sin embargo, a pesar de estas preguntas, confiamos en que:
1– Una ley devolverá al profesor la autoridad perdida –de nuevo preguntamos: ¿la del conocimiento o la de la violencia?–.
2– Una ley transformará al niño rebelde, agitador, subversivo, insubordinado en un adulto esforzado y responsable.
Pues bien, a doña Esperanza le ha costado más de un año decidirse, pero ya tiene la respuesta.
A menudo se tacha al político de ignorante -no sin razón-, pero si un defecto supera en ellos a los otros -ya que está en el origen de todos los demás- es su absoluta falta de ironía: cuando dice algo, eso es exactamente lo que quiere decir. Se trata, es verdad, de un defecto de su discurso antes que de su persona, pero esa falta de ironía da la medida de la consideración que los políticos tienen de todos nosotros: nos hablan como si fuésemos gilipollas -y quizás no les falte algo de razón, pero estaría bien que se les notase intención de cambiar esto en lugar de aprovecharse, o al menos que fingiesen algo de disimulo-.
En fin, resulta que lo que uno escribe en forma de ironía, tratando con ello de hacer ver lo absurdo del planteamiento –pongamos por caso la autoridad por decreto-, alguien como la presidente lo lee y exclama “!ah, qué gran idea!” y aquí estamos ahora, con la presidente proponiendo una gilipollez, y el personal dándole palmas…
A principios de este año señalaba Alejandro Gándara -en un post para enmarcar-, que los centros educativos hoy –se entiende que los públicos, y se entiende que los pobres- no son más que cárceles más o menos camufladas. Pues bien, se acabó la ficción: ya tenemos carceleros.
Es natural que cuando uno se enfrenta a lo desconocido -y vaya si los jóvenes los son para nosotros-, tire de las viejas recetas -esas con las que nos sentimos seguros-. Si bien no hay nada que objetar a esta primera reacción, hay todo que objetar a que esta se convierta en la segunda, y la tercera, y la cuarta. Ese empecinamiento en el error es de todo punto censurable. Así España, país que hasta hace nada no ha conocido otra manera de resolver las cosas que esa sostenida en la autoridad emanante del escroto, resuelve que la mejor forma de enfrentarse a una generación de jóvenes que ni entendemos, ni puta falta que nos hace, es tirar de cinto como se ha hecho toda la vida.
Vale, tía.
En fin, hoy Gándara también escribe sobre esto. Aquí se lo dejo:
El maestro y la porra
16/9/09
7/9/09
Dos formas de deshacerse de una vaca
PRIMERA (*)
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir? El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. A mitad de camino, se volvió hacia su discípulo y le ordenó: “Busca la vaquita, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empújala por el barranco.”
El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.
Empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante muchos años.
Un bello día, el joven agobiado por la culpa decidió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido, pedirles perdón y ayudarlos.
Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, una bonita casa con un coche en la puerta y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Espantado, el joven entró corriendo en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacia algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor (el dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?” El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió. De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos. Así alcanzamos el éxito que puedes ver ahora.”
REFLEXION
“Todos tenemos alguna vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, pero que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella. Nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos brinda.”
Si sabes cual es tu vaquita, no dudes en tirarla por el precipicio. Llegó el momento de pasar a la acción y salir de la rutina cuanto antes.
(*) apócrifo circulando por internet
SEGUNDA
Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir? El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. Durante varios días, siguiendo él mismo los consejos que daba a su discípulo, reflexionó sobre la razón por la que aquella familia prefería aferrarse a su miseria en lugar de buscar maneras de mejorar sus condiciones de vida. Y para ello, en lugar de pensar en aquella familia, pensó acerca de sí mismo.
Fue así como comprendió que, gracias a su condición de samurai, había estado desde la cuna libre de la tiranía del hambre y la miseria, habiendo tenido todas sus necesidades básicas cubiertas, pudiendo así dedicarse a la lectura, las artes marciales, el ocio y la reflexión. Por el contrario, aquella familia vivía aferrada a su vaca por la simple razón de que su desaparición significaría la muerte en pocos días de sus niños pequeños. El samurai comprendió que es difícil desprenderse de algo si ese algo es nuestro vínculo con la vida (por mucho que ese algo sea al mismo tiempo nuestra condena a una vida peor). Así, el samurai comprendió que el miedo de aquella familia era el mismo terror que siente el montañero que sabe que tiene que cortar la cuerda para sobrevivir pero es incapaz de hacerlo.
Después de comprender esto, el samurai se encerró en su casa y dedicó varios días a reflexionar sobre maneras de cambiar la situación. Cuando hubo acabado, llamó a su discípulo y se encaminó de nuevo hacia la aldea. Al llegar, el samurai mandó llamar a todos los campesinos que malvivían aferrados a sus vacas, como aquel que conociera el primer día, y les habló así:
“Si queréis cambiar vuestro destino, procederéis como sigue: a partir de ahora, cada uno dejará de ser dueño de su vaca y lo será de todas las vacas. En lugar de dedicar a una persona para el cuidado de una vaca, os turnaréis de manera que una sola persona cuide de varias vacas. De esta manera el resto tendréis más tiempo disponible para otras tareas. Además, cada uno tomará sus míseros ahorros, que por separado no llegan para pagar la comida de una vaca, y los uniréis para añadir algunas vacas más a las que ya tenéis. Así tendréis un excedente de leche que aquellos liberados del cuidado de las vacas podrán emplear en producir productos lácteos y venderlos en el mercado. Además, deberéis liberar del trabajo manual a aquellos que sepan leer y escribir para que se dediquen a enseñar a niños y mayores esas artes”. Los campesinos no salían de su asombro al escuchar semejantes palabras, pues nunca pudieron imaginar que con la misma riqueza fuese posible que todos viviesen mejor. Dicho esto, el samurai se marchó.
Un bello día, el joven discípulo volvió a la aldea. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, bonitas casas, una granja de vacas, una cooperativa de productos lácteos, un edificio para realizar asambleas, una escuela y niños jugando. El joven quedó asombrado. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por los campesinos que vivían allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Asombrado, el joven entró corriendo en la cooperativa y confirmó que eran los mismos campesinos que visitara hacia algunos años con el maestro.
Elogió el lugar y le preguntó a los socios: “¿Cómo hicieron para mejorar este lugar y cambiar de vida?” Los campesinos respondieron: “Comprendimos que el bien de cada uno es inseparable del bien de los demás, así que unimos nuestras fuerzas y capacidades y comenzamos a trabajar juntos. No fue tarea fácil, pues los señores feudales a quienes pagábamos tributos, mandaron emisarios para decirnos que tu maestro era maligno y que solo quería poner en peligro la estabilidad de la que gozábamos, y que quería quitarnos lo que a cada uno de nosotros nos pertenecía. No hicimos caso de aquellos emisarios y tus ojos pueden ver el resultado.”
REFLEXION
Cada uno la suya
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