15/1/09

Un año

Mucho me resistí a empezarlo, y mucho me alegro de haberlo comenzado. Esta bitácora cumple hoy un año.

Repasando lo escrito, creo haber respondido –con más o menos ironía- a las preguntas que tiene uno que hacerse: el qué, el porqué, el donde y el quien. Falta el cuando, pero no tengo respuesta para eso: simplemente me pregunto por qué a veces tarda uno tanto en ver la luz -del faro, no nos pongamos místicos-.

No puedo decir que haya sido un año malo, aunque sí duro; difícil, pero también clarificador –o quizás debiera decir difícil por clarificador-. Ver con claridad jode, pero también alivia. Dejémoslo ahí.

Al empezar me impuse una única regla: no mentirle al papel, escribir como si no fuese a leerme nadie -o sea, intentando no mentirme a mí-. A veces lo he conseguido y otras no. En cualquier caso, si alguna satisfacción causa el texto escrito –y en esto reside su dificultad-, es la de reconocerse en lo que uno escribe. Porque de eso va este blog: de reconocerse, de saber más de uno mismo exponiéndose a los demás. Y cito de nuevo a Berger:

La dificultad de expresión de una gran parte de la clase trabajadora y de la clase media inglesa es el resultado de una privación cultural sistemática. Se les ha privado de los medios para traducir lo que saben a ideas sobre las que pueden pensar. Carecen de ejemplos en los que las palabras clarifican la experiencia. […] Para ellos, una gran parte de su experiencia –especialmente la emocional y la introspectiva- no tiene nombre.

Hace tiempo -mucho- solía bromear diciendo que yo no tenía amigos, sino publico. Cuando me la recuerdan, ya no me reconozco en la broma. Pertenece a un tipo que ya no soy yo –a veces lo imito, pero ya no soy yo-. Me decía un buen amigo que necesitamos aprender a renunciar. Toda libertad empieza ahí: renunciar a la máscara, renunciar a la mentira, renunciar, sobre todo, al miedo.

Hace poco, otra amiga me decía que estoy en una encrucijada. Yo creo, sin embargo, que todo momento, para todo el mundo, es una encrucijada: a veces tomamos un camino porque sabemos a dónde va, y otras para saber a dónde lleva. Aunque siempre he sido más de lo primero, ahora empiezo a ver la potencia –y la importancia- de lo segundo. Este blog existe por y para ese cambio.

Hay que intentarlo.

11/1/09

La mano al cinto

A mí con el sentido común me ocurre como a aquel nazi con la palabra cultura: cuando oigo la expresión, me hecho la mano al cinto. Si hay una expresión tramposa, es esta. Es, como pocas, una expresión de la soberbia y la pereza; soberbia porque niega cualquier explicación –es de sentido común, no necesito decir más-, y pereza porque supone la negativa a seguir pensando –es de sentido común, no necesito pensar más-.

Hay palabras y expresiones hacia las que uno siente un rechazo especial. La mía es esta. Cuando alguien la menciona, tengo problemas para seguir con la conversación. Si dijera que la odio, creo que no estaría lejos de la verdad.

No soy de los que leen buscando la identificación con lo leído –demasiado fácil, prefiero lo desconocido que obliga al esfuerzo-. Sin embargo, si la identificación es con el esfuerzo que el texto realiza, y no con el texto en sí, el libro se convierte en algo parecido a un amigo. Esto me ha ocurrido con Un hombre afortunado, de John Berger. Les dejo un párrafo:

Sassal disfrutaba corriendo ese peligro. El pensamiento que no entraña riesgos equivalía para él entonces a asentarse en tierra firme. “Hace muchos años que el sentido común es para mí un tabú, salvo, tal vez, cuando se aplica a problemas muy concretos y fáciles de evaluar. Es mi mayor enemigo en el trato con los seres humanos, y mi mayor tentación. Me tienta a aceptar lo obvio, lo más fácil, la respuesta que está más a mano. Me ha fallado casi siempre que lo he utilizado, y solo Dios sabe cuántas veces he caído y todavía caigo en la trampa.”

3/1/09

Aerolito en Usera

Un aerolito en el cine puede ser una amenaza de proporciones apocalípticas. En el cielo claro de Agosto es una razón para pasar la noche mirando las estrellas. En mi barrio, un aerolito es un milagro con el que uno se cruza cada vez que sube al Metro.

En un pequeño descampado, rodeada por tres calles que se prolongan justo lo que alcanza su perímetro, a una prudente distancia de los típicos edificios de la reciente oleada de ladrillismo, hay una pequeña construcción solitaria superviviente de lo que fueron los Villaverde y Usera de los años cincuenta. Era aquel un barrio donde los inmigrantes llegados de Extremadura, Andalucía, Galicia, o alguna de las dos Castillas, levantaban sus casas casi de un día para otro -como las que hoy se ven, por cierto, en esa ciudad fantasma que es la Cañada Real Galiana-. Que una casa así esté hoy en la calle del Aerolito no deja de tener su aquel -la realidad tiene su gracia creando poemas visuales-.

Alguien debió ofrecerles un salida con forma de cheque, pero a mí me gusta pensar que esos viejos que en verano sacan las sillas a la calle, están exactamente donde quieren estar: en una calle que no viene de ningún sitio y que no va a ninguna parte; porque al que está donde quiere estar, todos los caminos le sobran.

Cada vez que paso miro la casa con asombro y también con cierta envidia; envidio el árbol en el patio, el coche impecable a lo “Cuéntame”, las persianas verdes de tablilla de madera, tanta vida acumulada entre las paredes encaladas; pero lo que envidio sobre todo son esas tres calles que no van a ningún sitio. Esa es la calle en la que quiero vivir, la calle del Aerolito, caída del cielo en cualquier lugar, rodeada de cualquier cosa, pero llena de sí misma, olvidada de todo lo que la rodea.