30/9/08

Nombrar a los muertos

El primer cuento de Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, cuenta un hecho insólito: el día anterior a la caída de Madrid, el capitán Alegría, oficial del Glorioso Ejército Nacional, se rinde a las tropas republicanas que defienden la ciudad sitiada. Al día siguiente es detenido por soldados del ejercito sublevado en la celda donde ha sido abandonado por el ejercito que huye. En el acta del juicio a que es sometido por traición, consta la siguiente trascripción:

“Preguntado acerca de si son las gloriosas gestas del Ejercito Nacional la razón para traicionar a la Patria, responde: que no, que la verdadera razón es que no quisimos
entonces ganar la guerra al Frente Popular.”
“Preguntado que si no queríamos ganar la Gloriosa Cruzada, qué es lo que queríamos, el procesado responde: queríamos matarlos.”


Hace un par de años,
Carlos José Márquez, en Cómo se ha escrito la Guerra Civil Española, cuestionaba el mito de la represión en ambos bandos como un ejercicio de reciprocidad en la violencia. Más allá del número de víctimas de la represión en uno u otro lado, hay diferencias fundamentales en el origen, el ejercicio, el propósito y la duración de la violencia en ambos bandos. El argumento y los datos en los que se apoya son bastante elocuentes, pero solo el ejercicio literario puede llegar a iluminar como lo hace el libro de Alberto Méndez: “queríamos matarlos”.

A la hora de tratar de explicar la resistencia que algunos oponen a que setenta años después de la Guerra Civil, y treinta años después de la recuperación de la democracia, se exhumen los cuerpos de los cerca de ciento cuarenta mil asesinados que aún yacen en olivares, junto a tapias de cementerios, o en cunetas de este país, hay que tener en cuenta esto: para los sublevados la victoria en la guerra consistía en algo más que la derrota militar del enemigo: había que exterminarlo.


Se trataba de un extermino total, más allá de la extinción de la vida física; era necesaria la desaparición de cualquier vestigio pasado de esa misma vida. Por eso la negación de los cuerpos a las familias, por eso las fosas comunes. Todo formaba parte del mismo plan: la negación de un nombre en una lápida y el silencio obligado de las familias. De todos los crímenes del franquismo, este es el mayor de todos porque llega hasta nuestros días: la imposición del olvido, la negación del recuerdo. No bastaba con matarlos; había que olvidarlos. La muerte absoluta.

No es de extrañar, por tanto, que quienes en menor o mayor medida se sienten herederos –familiares o ideológicos– de los vencedores, sean incapaces de disimular –detrás de cínicos argumentos– la inmensa incomodidad que les supone aceptar cualquier medida que suponga un reconocimiento más o menos explícito de que sus antepasados, además de devotos cristianos, exaltados patriotas, y buenos españoles, eran unos resueltos criminales.

Los protagonistas del libro de Alberto Méndez hacen uso de la última libertad que tiene todo muerto en vida –y por última, más extrema–: elegir el momento y la forma de su muerte. Pero no es esto lo que proporciona la tensión narrativa al relato y hace de este algo verdaderamente emocionante: antes que cualquier otra cosa, el libro de Alberto Méndez está escrito para nombrar a los muertos.

La sanación de un país que esconde a sus muertos en fosas comunes pasa por la exhumación pública y colectiva de esos cuerpos. Muchos sostienen que es peligroso ir más allá de una exhumación familiar, íntima, o sea, a escondidas. Es su enésimo intento de ocultar el crimen. Un país puede convivir con sus crímenes, pero no olvidarlos. Exhumar esos ciento cuarenta mil cuerpos significa poner punto final a una forma de crimen que aún hoy perdura: el olvido. Es el momento de dejar de contar muertos y de nombramos al fin.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sucinto, muy directo y excelentemente expresado. Conmigo has dado en el clavo... y es que tenía ganas de que volvieses a tus andares, volvieses a la carga, en primera línea de fuego... en la yaga...
Un saludo,
Roberto