En el 401 a.C., y con la intención de derrocar a su hermano Artajerjes II, Ciro, el hijo del rey Dario II, reclutó un gran ejercito en el que se encontraba el mayor contingente de mercenarios griegos reunido hasta entonces. El ejercito griego estaba formado por unos catorce mil efectivos entre hoplitas –infantería pesada–, peltastas –infantería ligera–, arqueros y jinetes, y eran comandados por los estrategos Jenias de Parrasia, Próxeno de Beocia, Menón de Tesalia, Clearco de Esparta, Soféneto de Estínfalo, Sosias de Siracusa, Pasión de Mégara, Quirísofo de Esparta y Sócrates de Acaya. En un primer momento, Ciro ocultó a los estrategos el verdadero motivo de la expedición, pero pronto todos, tanto ellos como los soldados, se dieron cuenta del engaño y renegociaron las condiciones del contrato. Poco importan estos detalles, el hecho es que en el momento decisivo de la batalla, un Ciro enloquecido se lanza a la carga contra su hermano Artajerjes y cae muerto a manos de su guardia personal. Así los griegos, habiendo vencido en su sector, y en el preciso momento en que bastaría con alargar la mano para tomar las riquezas que Ciro les había prometido, se ven de repente abandonados a su suerte en el corazón mismo del territorio enemigo. Están frente a uno de los ejércitos más poderosos de la Antigüedad, no tienen nada con qué negociar, y se interponen en su camino de regreso cordilleras altísimas, ríos infranqueables, pueblos hostiles, el invierno. Tampoco tienen víveres ni guías para atravesar un territorio desconocido. Años después de la expedición, Jenofonte, el condiscípulo de Platón que lideró la retirada –junto a Quirísofo–, relató esta expedición bajo el título de Anábasis. La Anábasis es, sobre todo, el relato de la dramática retirada de aquellos hombres hasta llegar a la frontera entre Asia y Europa.
La palabra griega anábasis significa “subida”, “ascensión”, pero también significaba la “marcha al interior” en referencia al trayecto desde el litoral hasta las tierras altas del interior de un país; en particular, el camino que conducía desde las ciudades griegas de la franja costera de Asia Menor hasta el corazón del Imperio Persa. (1)
Como a los griegos de Jenofonte, a veces nos sucede que, persiguiendo una promesa, acabamos en el peor de los lugares: el futuro se hace añicos y nos vemos sin fortuna, desconcertados en medio de un territorio desconocido y hostil, desorientados, sin saber qué rumbo tomar, qué hacer, sin guía para encontrar una salida. Empieza entonces otra anábasis, una “ascensión”, una “marcha al interior” en sentido figurado: ¿qué hacer? ¿mirar hacia atrás para intentar averiguar qué ocurrió?, ¿o hacia delante y buscar una salida? Al final, uno acaba por hacer las dos cosas a la vez, así que las dos opciones acaban por estorbarse como las personas que en una puerta se mueven como la imagen reflejada en el espejo: uno decide moverse y el pasado se refleja en lo que uno hace; decide revisar el pasado y el futuro –que es presente– cuestiona cada conclusión a la que se llega.
A pesar del carácter odiseico de la narración de Jenofonte –en tanto que regreso plagado de obstáculos–, su final remite al mito de Sísifo antes que al de la obra homérica: a las puertas de Grecia, después de un año de penosa retirada, Jenofonte entrega sus hombres al general espartano Tribón, que los contrata para una nueva guerra. Los mercenarios no verán Grecia; seguirán en Persia para luchar de nuevo, ahora contra el sátrapa Tisafernes. Como le sucede a Sísifo, para los griegos la piedra rueda de nuevo ladera abajo...
(1): Anábasis, Alianza editorial, 2006. Introducción de Oscar Martínez García.
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