Paloma Gómez Borrero, experta aeronáutica consorte –está casada con un piloto de Alitalia–, pregunta en un programa de televisión –y es una pregunta que es una exigencia– porqué no se han hecho públicas ya las grabaciones del “voice recorder” del malogrado vuelo JK5022 de Spanair. El “voice recorder”, según ella, consiste en un magnetofón que, mediante un micrófono en cabina, graba las conversaciones de la tripulación durante el vuelo. El presentador del programa le pregunta dos veces si ese dispositivo es una de las cajas negras y dos veces lo niega la periodista. El Cockpit Voice Recorder sí es una de las dos cajas negras del avión –la otra es el Flight Data Recorder–, pero podemos obviar la equivocación porque la explicación del dispositivo es, grosso modo, correcta. Ahora bien, no podemos pasar por alto que, de todas las cosas que podría exigir la periodista del Vaticano, elige la última pieza que falta para completar el macabro y dramático collage que los periodistas –sobre todo los audiovisuales– vienen componiendo desde el miércoles pasado. Lo de menos es la información. Lo de más el espectáculo: los investigadores niegan el último pedazo de carne que falta para dejar limpios los huesos de la desgracia. Los carroñeros protestan...
Más espectáculo: el gabinete de crisis. La obligación de las autoridades no es ponerse al frente de ningún gabinete de crisis formado para afrontar casos previsibles como este –esto no es un tsunami en Indonesia–, sino establecer por anticipado protocolos de actuación y crear y dotar de medios a las instituciones y organismos que han de ejecutar esos mismos protocolos. Con el gabinete solo tratan de hacer pasar por virtud lo que es improvisación: si se reúne un gabinete de crisis es porque no existían los protocolos e instituciones necesarios. Pero es aún peor de lo que parece: sí que existen: la comisión de investigación de accidentes e incidentes de aviación civil actúa desde el primer momento, los servicios sanitarios y de emergencia activan sus protocolos de actuación desarrollados para casos como este, las autoridades aeronáuticas europeas y norteamericanas, así como los fabricantes del avión y motor envían a sus representantes de inmediato. ¿A qué viene entonces el gabinete? ¿Cuál es su función? Puro teatro, trivialización de la política, falta total de sentido de la proporción. Ese tan tradicional como ridículo no os preocupéis que ya estoy yo aquí.
La investigación técnica de accidentes aéreos tiene un objetivo triple: determinar qué ocurrió –la secuencia de eventos–, porqué ocurrió –la causa última del siniestro–, y qué se pudo hacer para evitarlo. Este último punto es, sin duda, el más importante, porque se traduce en una serie de recomendaciones que tienen como fin evitar la repetición de accidentes similares. En el relato periodístico, ese qué se pudo hacer solo admite una respuesta en forma de negligencia o de culpable -se violaron las normas-, así que los periodistas orientan su narración en esa dirección. Hay, por supuesto, otra respuesta posible: el accidente revela algo que desconocíamos y que, por desgracia, aprendemos de la manera más trágica –como sucedió con el De Havilland Comet, primer reactor comercial, que sufrió varios accidentes debido al fenómeno de la fatiga de los metales, desconocido hasta entonces–. Sin embargo este último es un relato sin culpable, y esto viola las exigencias del relato periodístico, así que es descartado. Ni hablar de presentar una información que pueda apuntar en dos direcciones distintas. Ni hablar de que un accidente sea simplemente un accidente. Se elige la más dramática de las respuestas vigilando de reojo la cuota de pantalla, salivando por un pequeño incremento del beneficio empresarial. Esto, sobra decirlo, nada tiene que ver con el necesario, legítimo y muy saludable ejercicio de la crítica.
Algún día la comisión de investigación publicará el informe pertinente y así conoceremos todos los detalles de lo que ocurrió con el vuelo JK5022. Los periodistas no estarán allí, o si lo están su trabajo acabará en la página 32 en una entradilla mínima. Mientras tanto, lo que vamos sabiendo es cuales son las reglas que rigen hoy eso que algunos aún siguen llamando periodismo.
25/8/08
5/8/08
Anábasis
En el 401 a.C., y con la intención de derrocar a su hermano Artajerjes II, Ciro, el hijo del rey Dario II, reclutó un gran ejercito en el que se encontraba el mayor contingente de mercenarios griegos reunido hasta entonces. El ejercito griego estaba formado por unos catorce mil efectivos entre hoplitas –infantería pesada–, peltastas –infantería ligera–, arqueros y jinetes, y eran comandados por los estrategos Jenias de Parrasia, Próxeno de Beocia, Menón de Tesalia, Clearco de Esparta, Soféneto de Estínfalo, Sosias de Siracusa, Pasión de Mégara, Quirísofo de Esparta y Sócrates de Acaya. En un primer momento, Ciro ocultó a los estrategos el verdadero motivo de la expedición, pero pronto todos, tanto ellos como los soldados, se dieron cuenta del engaño y renegociaron las condiciones del contrato. Poco importan estos detalles, el hecho es que en el momento decisivo de la batalla, un Ciro enloquecido se lanza a la carga contra su hermano Artajerjes y cae muerto a manos de su guardia personal. Así los griegos, habiendo vencido en su sector, y en el preciso momento en que bastaría con alargar la mano para tomar las riquezas que Ciro les había prometido, se ven de repente abandonados a su suerte en el corazón mismo del territorio enemigo. Están frente a uno de los ejércitos más poderosos de la Antigüedad, no tienen nada con qué negociar, y se interponen en su camino de regreso cordilleras altísimas, ríos infranqueables, pueblos hostiles, el invierno. Tampoco tienen víveres ni guías para atravesar un territorio desconocido. Años después de la expedición, Jenofonte, el condiscípulo de Platón que lideró la retirada –junto a Quirísofo–, relató esta expedición bajo el título de Anábasis. La Anábasis es, sobre todo, el relato de la dramática retirada de aquellos hombres hasta llegar a la frontera entre Asia y Europa.
La palabra griega anábasis significa “subida”, “ascensión”, pero también significaba la “marcha al interior” en referencia al trayecto desde el litoral hasta las tierras altas del interior de un país; en particular, el camino que conducía desde las ciudades griegas de la franja costera de Asia Menor hasta el corazón del Imperio Persa. (1)
Como a los griegos de Jenofonte, a veces nos sucede que, persiguiendo una promesa, acabamos en el peor de los lugares: el futuro se hace añicos y nos vemos sin fortuna, desconcertados en medio de un territorio desconocido y hostil, desorientados, sin saber qué rumbo tomar, qué hacer, sin guía para encontrar una salida. Empieza entonces otra anábasis, una “ascensión”, una “marcha al interior” en sentido figurado: ¿qué hacer? ¿mirar hacia atrás para intentar averiguar qué ocurrió?, ¿o hacia delante y buscar una salida? Al final, uno acaba por hacer las dos cosas a la vez, así que las dos opciones acaban por estorbarse como las personas que en una puerta se mueven como la imagen reflejada en el espejo: uno decide moverse y el pasado se refleja en lo que uno hace; decide revisar el pasado y el futuro –que es presente– cuestiona cada conclusión a la que se llega.
A pesar del carácter odiseico de la narración de Jenofonte –en tanto que regreso plagado de obstáculos–, su final remite al mito de Sísifo antes que al de la obra homérica: a las puertas de Grecia, después de un año de penosa retirada, Jenofonte entrega sus hombres al general espartano Tribón, que los contrata para una nueva guerra. Los mercenarios no verán Grecia; seguirán en Persia para luchar de nuevo, ahora contra el sátrapa Tisafernes. Como le sucede a Sísifo, para los griegos la piedra rueda de nuevo ladera abajo...
La palabra griega anábasis significa “subida”, “ascensión”, pero también significaba la “marcha al interior” en referencia al trayecto desde el litoral hasta las tierras altas del interior de un país; en particular, el camino que conducía desde las ciudades griegas de la franja costera de Asia Menor hasta el corazón del Imperio Persa. (1)
Como a los griegos de Jenofonte, a veces nos sucede que, persiguiendo una promesa, acabamos en el peor de los lugares: el futuro se hace añicos y nos vemos sin fortuna, desconcertados en medio de un territorio desconocido y hostil, desorientados, sin saber qué rumbo tomar, qué hacer, sin guía para encontrar una salida. Empieza entonces otra anábasis, una “ascensión”, una “marcha al interior” en sentido figurado: ¿qué hacer? ¿mirar hacia atrás para intentar averiguar qué ocurrió?, ¿o hacia delante y buscar una salida? Al final, uno acaba por hacer las dos cosas a la vez, así que las dos opciones acaban por estorbarse como las personas que en una puerta se mueven como la imagen reflejada en el espejo: uno decide moverse y el pasado se refleja en lo que uno hace; decide revisar el pasado y el futuro –que es presente– cuestiona cada conclusión a la que se llega.
A pesar del carácter odiseico de la narración de Jenofonte –en tanto que regreso plagado de obstáculos–, su final remite al mito de Sísifo antes que al de la obra homérica: a las puertas de Grecia, después de un año de penosa retirada, Jenofonte entrega sus hombres al general espartano Tribón, que los contrata para una nueva guerra. Los mercenarios no verán Grecia; seguirán en Persia para luchar de nuevo, ahora contra el sátrapa Tisafernes. Como le sucede a Sísifo, para los griegos la piedra rueda de nuevo ladera abajo...
(1): Anábasis, Alianza editorial, 2006. Introducción de Oscar Martínez García.
4/8/08
A la sabiduría no se llega en autobús
En el diccionario de la Real Academia de la Lengua podemos encontrar los siguientes significados de la palabra cultura:
2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.
Creo saber qué es un juicio crítico, pero sería incapaz de enumerar los conocimientos que permiten desarrollarlo. Tampoco sería capaz de establecer el conjunto de costumbres compartidas que constituyen el mínimo común denominador que define la cultura de un grupo. Así que, por lo que a mí respecta, el significado de la palabra cultura sigue siendo un misterio. No importa, sabemos lo importante: su sujeto. Hay una cultura del individuo y una cultura del grupo y las dos son enemigas a muerte: una libera y la otra ata.
La cultura del grupo: ¿qué ofrece el rebaño a cambio de la pertenencia? Algo más que un abrazo, algo más que protección, algo más que una porción en el reparto del pastel. Lo definitivo, lo definitorio, es esto: pertenecer es ser –de ninguna manera pensar para ser–.
Nada más fácil: entregarse para ser, dejar de ser para ser. Esta es la identificación que sostiene a la Iglesia, a la Nación, a la hinchada futbolística, a la cocina tradicional, a la empresa incluso. Todo lo demás, lo de fuera, pasa a ser “la” amenaza –o la competencia–. Por eso, cuando el solitario se aleja tan solo la distancia de un –primer– paso, no es por él por quien temen los otros, sino por ellos: ese que se aleja es ahora parte de la amenaza, es mi negación, la negación de mi verdad: si el otro es, yo no puedo ser. Por eso hay que impedir que el otro se aleje.
La fuerza del rebaño no es, como pudiera parecer, la fuerza de las costumbres, sino la imposición de las costumbres por la fuerza. Sin la tradición, todo se desmorona. Al igual que sucede con la Mafia, el rebaño primero advierte y luego castiga. Por eso le dicen al solitario: “ten cuidado, respeta la tradición y no peques, es por tu bien”. Por supuesto, será el propio rebaño el que se encargue de hacer realidad la advertencia...
2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.
Creo saber qué es un juicio crítico, pero sería incapaz de enumerar los conocimientos que permiten desarrollarlo. Tampoco sería capaz de establecer el conjunto de costumbres compartidas que constituyen el mínimo común denominador que define la cultura de un grupo. Así que, por lo que a mí respecta, el significado de la palabra cultura sigue siendo un misterio. No importa, sabemos lo importante: su sujeto. Hay una cultura del individuo y una cultura del grupo y las dos son enemigas a muerte: una libera y la otra ata.
La cultura del grupo: ¿qué ofrece el rebaño a cambio de la pertenencia? Algo más que un abrazo, algo más que protección, algo más que una porción en el reparto del pastel. Lo definitivo, lo definitorio, es esto: pertenecer es ser –de ninguna manera pensar para ser–.
Nada más fácil: entregarse para ser, dejar de ser para ser. Esta es la identificación que sostiene a la Iglesia, a la Nación, a la hinchada futbolística, a la cocina tradicional, a la empresa incluso. Todo lo demás, lo de fuera, pasa a ser “la” amenaza –o la competencia–. Por eso, cuando el solitario se aleja tan solo la distancia de un –primer– paso, no es por él por quien temen los otros, sino por ellos: ese que se aleja es ahora parte de la amenaza, es mi negación, la negación de mi verdad: si el otro es, yo no puedo ser. Por eso hay que impedir que el otro se aleje.
La fuerza del rebaño no es, como pudiera parecer, la fuerza de las costumbres, sino la imposición de las costumbres por la fuerza. Sin la tradición, todo se desmorona. Al igual que sucede con la Mafia, el rebaño primero advierte y luego castiga. Por eso le dicen al solitario: “ten cuidado, respeta la tradición y no peques, es por tu bien”. Por supuesto, será el propio rebaño el que se encargue de hacer realidad la advertencia...
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