“Por lo general, cuando algo nos es ajeno se
debe a que no guarda ninguna relación con nosotros, ni nosotros con ello. Sin embargo,
lo que nos resulta menos familiar es lo que tenemos más cerca y hemos olvidado.
[…].
Podría decirse que este proceso de despertar
es profundamente sanador si no fuera porque hemos llegado a una idea de salud
tremendamente superficial. Para la mayoría de nosotros, la curación es lo que
hace que nos sintamos cómodos y lo que alivia el dolor. Es lo que mitiga, lo
que nos protege. Y sin embargo, con frecuencia aquello de lo que queremos ser
sanados es lo mismo que nos curará si podemos soportar la incomodidad y el
dolor.
[…]
La verdad es sencilla, de una hermosa
sencillez: si queremos crecer, convertirnos en verdaderos hombres y mujeres,
tenemos que enfrentarnos a la muerte antes de morir. Tenemos que descubrir lo
que es para poder escabullirnos entre bastidores y desaparecer. Nuestra cultura
occidental nos lo impide cuidadosamente.”
En los oscuros lugares del saber.
Peter Kingsley.
Atalanta.
Leí el libro hace varios años. Si tuviese que
quedarme con un libro de todos los que he leído, será este. No por lo que
cuenta, sino por lo que refiere. El libro es una lectura heterodoxa del poema
de Parménides, el poema fundacional de la filosofía occidental. Una lectura que
habla de la filosofía como amor a la sabiduría antes que como un discurso de la
razón, y que muestra a los pitagóricos como sanadores antes que cómo
científicos. Igual que existe el maridaje entre vinos y comidas, existe el
maridaje entre libros y viajes: hay que dejar que se crucen entre sí, que la
lectura oriente la mirada del viajero, y que el viaje oriente la mirada del
lector. El Aconcagua era una buena ocasión de releer a Kingsley.
Lo que sigue es una crónica del viaje a la
montaña más alta del continente americano. Es cronológica, pero también
emocional y sentimental; tanto como permite la elaboración de la memoria.
25/12/2012. Disonancias cognitivas.
Aeropuerto de Guarulhos, Sao Paulo, Brasil. En
la sala de embarque del avión a Buenos Aires una televisión emite un potaje de
mensajes. Un anuncio corporativo de General Electric habla de cómo la
corporación ayuda a Brasil a desarrollar sus proyectos de movilidad. En otro,
una especie de predicador insta a los brasileños a pelear por tener acceso a
una energía más barata. En un tercero aparecen las obras de ampliación del
aeropuerto. Por la ventana vemos un movimiento frenético de tractores,
furgonetas, coches… “Toda la gasolina que se quema sin que se mueva un solo
avión”. Movimiento, tránsito, velocidad… Me vienen a la cabeza los curries de
Fraggle Rock. Aunque normalmente soy un curry, supongo que hoy soy el fraggle
que se come lo que los currys producen. Entre todo esto, la tele emite un
anuncio sobre sostenibilidad. “Hay que mantener la Tierra limpia, como
mantenemos nuestra casa limpia. Eso es la sostenibilidad”. “Somos necesarios para
la sostenibilidad del planeta”. El taxista que me llevó a Atocha me iba
indicando todos los bares cerrados que el año anterior estaban abiertos.
Después de su largo y disparatado análisis sobre la crisis, su sentencia final
fue: “en una palabra, esto es insostenible. Lo que hay que hacer es crear
empleo”.
26/12/2012 Buenos Aires desde el aire.
Veo en el avión “El extraño caso de Benjamin
Button”. Al acabar la peli me quedo pensando en una frase: de cuando en cuando
hay que aprovechar las oportunidades de cambio para romper con todo lo
anterior.
Es algo obvio, pero la aproximación final a un
aeropuerto es algo muy distinto a pasear por las calles de una ciudad, y
también es muy distinto a mirar un mapa. A diferencia de un mapa, al mirar por
la ventanilla se ven los coches, los camiones, los trenes en movimiento, el
agua de los ríos, las nubes, la niebla, la ciudad viva. A diferencia de la
ciudad a pié, uno está lejos de las personas. Es una impresión geográfica. Más
cercana que un documental, pero aún así aséptica, distante, segura. Por mucho
que difiera el paisaje, hay algo siempre común en esa primera mirada que uno
echa sobre el destino de su viaje, da igual que uno vaya a Buenos Aires,
Chicago, Estambul o Ulan Bator: el fuselaje del avión es tan cálido y protector
como el útero materno, y al llegar al aeropuerto uno es expulsado a un mundo
feo y hostil como el niño al ser parido.
Desde el avión, Buenos Aires se ve como una
ciudad vertical, llena de hormigón, como sus hermanas de América del Norte, aunque
más dispersa, y como lo son todas las modernas ciudades asiáticas. Me pregunto
cómo llegarán el agua y los alimentos a lo alto de esos edificios el día que
falte la energía barata que tenemos hoy. No hace falta responder. Aterrizamos.
Como tenemos tiempo hasta el vuelo a Mendoza, salimos a ver el Mar del Plata y
me como un choripan con una cerveza. Lo disfruto como si fuese un bifé de
chorizo.
27/12/2012 Trámites en Mendoza.
La mañana se va en contratar las mulas para
llevar el desde Puente del Hinca a Plaza Mulas, pagar el permiso de ascensión
al Cerro, cambiar euros y comprar el billete de bus a Mendoza. Por la tarde
compramos bombonas de gas y nos dedicamos a tomar cerveza Stella Artois y una
parrilla en Caro Pepe.
28/12/2012 Río arriba.
En el viaje en bus hacia Mendoza vemos los
primeros picos de los Andes. Pienso por primera vez en el tamaño de la montaña
a la que vamos. Es difícil imaginar casi 7000 m en vertical.
La carretera sigue el curso del río, pero
nosotros vamos en dirección contraria al agua. El agua desciende; nosotros
ascendemos. Igual que sucede al montar en avión, nos adentramos en los
territorios de la muerte (la altura, la velocidad…), esquivándola, ignorándola.
Pienso en el libro de Kingsley: vemos a la muerte como un adversario al que
debemos derrotar, o simplemente ignorar, no como una maestra de quién aprender
a vivir. De alguna manera, una cultura que ignora la muerte es una cultura de
muerte. ¿Cuál es el sentido de este viaje, de esta ascensión? No tengo una
respuesta. Me pregunto si no tendremos algo que aprender del agua que corre río
abajo.
Leo un cartel en la carretera: “respete los
límites de velocidad”. Los límites como garantía de vida antes que
restricciones a la vida. Respetamos los límites convencionales, e ignoramos los
límites fundamentales.
Pienso también en cómo los otros son un espejo
de uno mismo, en la importancia de vernos (no necesariamente reconocernos) en
la mirada de los otros.
A través del cristal de autobús veo el mundo
que hemos construido, con sus casas, sus postes de la luz, sus escombros, su
chatarra. Es un mundo sucio, aunque no siempre un mundo feo (muchas veces sí).
Sea como sea, este es nuestro punto de partida: hagamos lo que hagamos mañana,
tendremos que hacerlo a partir de aquí, a partir de todo esto. De todo lo que
veo, hay algo que sí me parece hermoso y cautivador: durante decenas de
kilómetros, la carretera discurre paralela a una línea férrea abandonada. Me
cautivan esas dos líneas paralelas como una hermosa cicatriz en el paisaje. No
hay un solo punto feo en todo su trayecto. Es como si un cirujano hubiese
tenido que coser la piel de una bailarina o de una actriz: cada punto, cada
puente, cada túnel, está construida como si el cirujano hubiese tenido la calma
y la sangre fría de pensar en la posteridad de su trabajo, en la cicatriz
final, y no en la inmediatez y la urgencia de suturar la herida.
El autobús llega a Puente del Inca. Allí
recogemos nuestros petates y pasamos los trámites de admisión al parque. Así es
como empezamos a andar. Al poco vemos por fin la cara Sur del Aconcagua. Es
impresionante. Parece que estamos al lado, ¡pero estamos a más de treinta y
cinco kilómetros en línea recta de la pared!
El cielo tiene una claridad que es desconocida
para quienes vivimos en una ciudad. No hay solución de continuidad entre el
cielo y los picos que se recortan en el horizonte. Es una frontera abrupta,
repentina. Está el marrón de los picos e inmediatamente el intenso azul del
cielo. El peso de la mochila cargada se hace notar en estos primeros
kilómetros. El paisaje de vuelve árido y polvoriento. Se asemeja a la última
parte del trekking del Annapurna, pasado el paso del Thorung La. A las tres
horas llegamos a Confluencia, donde pasamos el control médico y montamos la
tienda. En un día hemos pasado de los 750 m de Mendoza a los 3400 m de
Confluencia. Por la noche me viene a la memoria una estufa de gas que había en
casa cuando era pequeño, y unas casetas que hacíamos con cajas de fruta en casa
de mi abuela. La magdalena de Proust…
28/12/2012 Plaza Mulas.
Hoy toca la larga caminata desde Confluencia a
Plaza de Mulas (4300 m). Caminamos por una llanura de alubión, siguiendo el
curso del río Horcones, en un paisaje muy semejando el del Khali Gandaki en el
Annapurna. A primera hora de la mañana, la sombra se proyecta por delante, como
si quisiera tirar de nosotros. Ganamos altura poco a poco, dado el perfil llano
del río. El sol quema. Llegamos finalmente a la famosa Cuesta Brava, último
repecho antes de llegar a Plaza de Mulas. Es corta, pero desde luego es brava.
Después de todo un día andando, hay que tomársela con calma. Según la subo
pienso que en la montaña no hay atajos. En una carrera de atletismo, si uno se
cansa, para y se mete en el primer bar. Aquí no: todo lo que uno anda, lo tiene
que desandar. Es como si en la maratón, al acabar, uno tuviese que volver por
donde ha venido, con el agua y la comida que haya sido capaz de llevar, y sin
poder cambiarse de ropa. Es el segundo día de caminata y ya pienso en poder
ponerme ropa limpia y hacer la colada. En uno o dos días dejaré pensar en ello.
Plaza Mulas está lleno de jóvenes argentinos
que trabajan durante el verano para las empresas de andinismo. Es como un
festival de verano, pero en lugar de fumar, beber y liarse entre ellos, sirven
desayunos, comidas o portean (fumar, beber y liarse entre ellos, por la noche).
El paisaje es impresionante. Al final del valle hay varios glaciares que se
precipitan sobre las cornisas de la montaña, o que fluyen hacia abajo hasta
derretirse para alimentar al río Horcones. Vemos también los primeros
penitentes de hielo, las formaciones características del Aconcagua. El tiempo
es espléndido, sin una sola nube. Montamos la tienda Altus, que ya no
desmontaremos. En comparación con la Vaude que tenemos para altura, es un
adosado. Pienso en lo que nos queda por delante, y en que no se puede volver
atrás. De alguna manera, a partir de aquí, ya no somos dueños de nuestros
pasos. Todo va a empeorar, y a pesar de eso, hay que seguir, como en una
agonía. Pienso en comer. Nos cuentan que hay tres desaparecidos en la cara Sur.
Dos de ellos no volverán nunca.
30/12/2012 Descanso.
Me levanto con un ligero dolor de cabeza que
me acompañará durante varios días. Toca día de descanso, así que dormitamos en
la tienda o tomamos el sol fuera. Sigo fascinado con el azul del cielo y la
intensidad de la luz. Pasamos el control médico y mi saturación de oxígeno en
sangre está muy baja, como siempre en altura. Charlamos con el guardaparques:
“hay muchas cumbres aquí, así que no se obsesionen con el Cerro y disfruten,
que es lo importante.”
31/12/2012 Aclimatación a Nido de Cóndores.
De nuevo amanece con un pequeño dolor de
cabeza. Deberíamos portear, pero como no me siento muy allá, decidimos subir
sin peso a ver qué tal. Se da bien y llegamos a Nido de Cóndores (5380 m). A lo
largo del día charlamos con un par de miembros de la patrulla de rescate, y con
Charly, un porteador que nos dará indicaciones para llegar a cumbre. Hoy he
aprendido mucho de alta montaña. Lo rápido que el frío entra en las manos. Lo
importante de estar bien alimentado, cómo el cuerpo sigue cuando estás cansado.
Durante la subida como poco. La bajada se me hace larga. Hay mucha piedra
suelta. El día es algo duro. Al llegar abajo me tumbo. Estoy muy cansado. Bajamos
a cenar a una de las carpas restaurante. Nuestra cena de fin de año será un
lomo simple con coca-cola (una especie de bocadillo de carne con ensalada). ¡El
bocata me da la vida!
01/01/2013 Subida a Nido de Cóndores.
A mediodía cargamos la mochila con tienda,
cocina, comida y ropa, nos ponemos las botas dobles, y empezamos a subir para
montar el campamento en Nido de Cóndores. Abajo queda nuestro adosado Altus y
sus comodidades. Andamos despacio como si fuésemos astronautas caminando por la
Luna. Es la mejor forma de subir con peso a esta altura. Trato de mantener la
concentración al andar para respirar bien, a ser posible por la nariz, y que
los movimientos sean fluidos y usando la mínima energía. Aún así, si sopla algo
de viento es difícil mantener el equilibrio. Durante la subida imagino el
momento de hacer cumbre y lloro. La comida es un pensamiento recurrente.
02/01/2013 Descanso en Nido de Cóndores.
Tengo falta de apetito y algo de dolor de
cabeza. Leve mal de altura. Hoy toca día de descanso para aclimatar. Duermo
mal. Me despierto a la una de la mañana y ya casi no duermo.
03/01/2013 Aclimatación a Plaza Cólera.
Dentro de la tienda está lleno de escarcha al
amanecer. Nieva dentro con cada ráfaga de viento. Unos finos cristales de hielo
caen sobre la cara y se derriten. No es molesto. El recuerdo de la estufa de mi
infancia vuelve una y otra vez. Tengo una enorme ampolla en el talón a causa de
las botas dobles. Es del tamaño de una moneda de euro. El botiquín lo dejé en
Plaza Mulas. Tendremos que apañarnos con un poco de esparadrapo. Me acuerdo de
mi padre y de mi hermana. Nostalgia de la distancia. Pienso que nunca cuidamos
suficiente a nuestra gente.
Subimos hacia Plaza Cólera (5975 m) para
seguir aclimatando en altura. Mi mayor altura hasta ahora eran 5600 m. El
paisaje es árido, desgastado, con piedras erosionadas y mucho azufre, que en
contacto con el agua forma un barro espeso que se adhiere a la bota. El viento
es frío, muy frío, y se hace duro cuando pega de frente. Si da en otra dirección,
el Gore protege bien. Trato de mantener el equilibrio y la concentración en el
paso. El viento hace difícil mantener el equilibrio. El aire es muy, muy seco y
la garganta se resiente. Duele. Noto cómo se me hinchan las manos y cómo pierdo
sensibilidad en la punta de los dedos (diez días después, todavía no he
recuperado del todo el tacto en un par de dedos). Llegamos bien a Cólera y allí
descansamos una hora mirando hacia el último tramo de la ruta. Un par de
argentinos de Catamarca que conocimos en el autobús han hecho cumbre y se bajan
ya. Catamarca está a 3500 m sobre el nivel del mar. Para ellos un 7000 es como
para nosotros un 4000. El paisaje circundante es increíble. Es un tópico, pero
es como navegar en un mar de montañas. Miramos el horizonte desde el puente de
mando. Bajo a Plaza Mulas con el plumas gordo puesto por el frío. Le hablo al
Cerro y le pido que nos muestre hasta dónde está dispuesto a dejarnos llegar.
No le pido más. Pienso en la primera ducha que me daré a llegar a Madrid, y en ese
momento como una suspensión del tiempo.
04/01/2013 Descanso en Nido de Cóndores.
A primera hora de la mañana, el helicóptero
sobrevuela la tienda, literalmente: pasará a unos cuatro o cinco metros de
altura, ya que la plataforma de aterrizaje está a unos metros de la tienda.
Hace mucho viento pero está soleado. Decidimos esperar a mañana para subir a
Cólera. La misma rutina al despertar: nieva dentro de la tienda. La tienda es
más pequeña que una cama de matrimonio. Ahí tenemos que hacer vida dos personas
rodeadas de sacos de pluma, chaquetas de pluma, mochilas, Gore-Tex… Hay que
dormir, cocinar, hacer agua, pasar las horas. John Lennon y Yoko Onno en su
famosa protesta, aunque algo más incómodo. Durante el día nos acercamos al domo
de la patrulla de rescate y charlamos con ellos de trivialidades y lugares
comunes: la inamovible situación argentina, la situación española, precios de
los coches, sueldos, fútbol… Es una charla agradable. Hoy me siento fuerte y
bien aclimatado. No tengo molestias, y tengo apetito. Todo el mundo habla de
una ventana de buen tiempo el día 6. Encaja perfectamente en nuestra progresión
de aclimatación. Eso significa que mañana deberíamos subir a Cólera para montar
el último campo, y intentar el ascenso al día siguiente.
05/01/2013 Descanso en Nido de Cóndores.
Paso una mala noche con apnea. A ratos me
falta el aire. Demasiado líquido encharca los pulmones. En cuanto me incorporo
un poco se me pasa. Amanece con el famoso hongo sobre el Aconcagua, una
formación nubosa característica alrededor de la cumbre que anuncia mal tiempo.
¿Qué pasó con la ventana del 6? Dudamos si seguir subiendo o bajar a Plaza
Mulas. De hacerlo, sería el fin del viaje. Preguntamos a los guías en el campo,
que nos dicen que despejará por la tarde. No sabemos qué hacer. Al final
decidimos subir. Me pongo el plumas de altura, y cuando voy a ponerme la
mochila noto que algo se engancha. Me quito la mochila y oigo cómo una tela se
rasga. Acabo de arrancar el gorro del plumas, y este está rasgado a lo largo de
todo el cuello. Solo acierto a soltar un “me cago en la puta”. Primero el
hongo, y ahora esto. En fin, reparamos el plumas con cinta americana y para
arriba. No hay más. La subida se hace dura. El poco comer y el poco dormir se
hacen notar y a media subida me da una pájara importante. Según voy andando
pienso que me voy a desmayar. Oigo a mi compañero con medio segundo de retraso.
Paro de cuando en cuando a comer algo de fruta seca y chocolate, pero no es
suficiente. Cuando me quedan diez metros de desnivel para llegar, me tomo un
gel de glucosa. Así de mal voy. Mi compi llega con un importante dolor de
cabeza. Al llegar, como todo lo que pillo: embutido, queso, chocolate,
galletas. Hasta ahora hemos tenido una aclimatación excelente, y una
alimentación deficiente. La cosa pinta mal para mañana. Y sin embargo, ¡cuánto
estoy aprendiendo!
06/01/2013 6835 m.
Hace mucho viento toda la noche. Llevo dos
noches sin dormir apenas, y con esta serán tres. Deberíamos salir a las cinco
de la mañana hacia cumbre, pero dudamos. Al final salimos a las 7:45. Es muy
tarde, pero decidimos llegar hasta donde lleguemos, y ya está. Al fin y al
cabo, ayer por la mañana pensábamos que ni siquiera pasaríamos de Nido de
Cóndores. Cuando empiezo a andar estoy muy nervioso. No consigo tranquilizarme.
El día es precioso. Apenas hay viento, y luce un sol espléndido. No podríamos
pedir un día mejor. La ventana del día 6 resulta ser un mirador con vistas al
Mediterráneo. Ganamos altura sin dificultad. Llegamos sin problemas al refugio
Independencia (6400 m). Ayer este lugar hubiese sido un buen final, pero hoy
seguimos adelante sin problemas. Después del refugio hay una travesía fácil
desde la que se ven Nido de Cóndores e incluso, abajo del todo, Plaza de Mulas
(2500 metros por debajo). Pasamos la Travesía y nos adentramos en la Canaleta.
Aquí la cosa se pone dura. Es muy empinada y de piedra muy suelta. El esfuerzo
es grande. Los pies y los bastones se resbalan una y otra vez. Es como subir
por una duna empinada. Respiro como si me estuviese ahogando para forzar la
entrada de aire en los pulmones. La garganta se resiente por el frío y la
sequedad, pero ya me preocuparé luego de eso. Con mucho esfuerzo pasamos la
Cueva y finalmente llegamos al Filo del Guanaco. Hemos alcanzado a un grupo de japoneses
que salió casi tres horas antes que nosotros, pero estamos totalmente agotados.
Todos los guías nos decían que si a las dos no estábamos en cumbre, había que
darse la vuelta. Son las tres y media y aún nos queda una hora o más para
llegar. No hay mucho que pensar. Nos damos la vuelta sin el menor problema.
Miramos el altímetro, que varía entre los 6820 y los 6835 m. A pesar de los
poco más de cien metros que nos quedan por recorrer, estoy muy contento. Antes
de venir, no esperaba ni por asomo llegar hasta aquí. Como dice Rober citando a
Iñaki de Ochoa: es como comerse el pastel y dejar la guinda. Para ser la
primera experiencia en alta montaña (lo del Annapurna fue otra cosa), está muy
bien. La bajada es muy dura. Me caigo varias veces. Las piernas no me
sostienen. Llega un momento en que se desconectan. Me tomo el primer gel de
glucosa, y poco más abajo otro. Me siento como un parapléjico que trata de
aprender a andar de nuevo. Las piernas van donde quieren. En la Travesía
encontramos a un belga tirado sobre su costado a dos metros del camino. No
puede levantarse. Trato de llegar hasta él pero me resbalo y acabo cinco metros
más abajo. Le grito, y me responde “Get me back to the track, please”. Estamos
a unos 6500 m. Me pregunto cómo coño va a bajar hasta Cólera si no es capaz de
levantarse para recorrer dos metros. Mi compi se acerca hasta él y consigue
levantarlo. Unos italianos se hacen cargo de su mochila. Increíblemente, cuando
lo ponemos de pié es capaz de sostenerse y andar. Yo hubiese bajado y avisado a
la patrulla de rescate. Vamos bajando los cinco. A medida que bajo, el
agotamiento se hace notar. Me voy quedando dormido al andar. Se me ocurre
contar para mantenerme despierto. Cuento en voz alta del uno al diez, del diez
al uno, del uno al veinte, del veinte al uno, cambiando la secuencia para que
la letanía no produzca el efecto contrario y me duerma definitivamente. Cuando
llegamos, me siento un rato fuera de la tienda y respiro un buen rato a través
de la braga, intentando calentar la garganta. Y todavía hay que fundir nieve
para hacer agua. La voluntad no lo puede todo. Me meto en el saco absolutamente
agotado.
07/01/2013 Bajada a Plaza Mulas.
Me levanto muy cansado. Antes de ponernos en
marcha hacia Plaza Mulas reflexiono sobre lo que significan los poco más de
cien metros que nos quedaron hasta la cumbre. El resultado depende de tantas
cosas, que cien metros no significan nada. Podía haber subido como podía
haberme quedado en Cólera sin pasar de los 6000 m. En cualquier caso, no pienso
volver para hacerlos. Me dan igual. Ni quitan ni ponen a lo que hemos hecho. De
ninguna manera ha sido una ascensión incompleta. Todo lo contrario. He sufrido
y he aprendido. Por lo demás, ya lloré imaginándome arriba, así que por esa
parte, nada en el debe. Significan una foto que no haremos, eso sí, pero eso es
bien poca cosa. En fin, que la cumbre haya quedado un poco más alta que mi
sufrimiento, es totalmente irrelevante.
Descendemos a Plaza Mulas despacio. Hay mucha
gente en el camino, mucha más de la que había cuando subimos. Solo pienso en
llegar abajo y comer algo decente. Muy, muy cansados, llegamos finalmente a
Plaza Mulas. Oigo que una de las chicas de Aymará, la empresa con la que
contratamos las mulas, pregunta a un compañero si llegamos bien. Hemos pasado
una semana arriba. Mi compi vende tienda, botas y cocina a Charly, el porteador
que nos hemos encontrado varias veces. Felipe, uno de los chicos de Aymará,
recién licenciado en ingeniería, se enfada porque quería la cocina para un
viaje en bici que está planeando. Olvida que las paredes de una tienda no son
las de una casa y que oímos todo lo que dice sobre el gallego que vendió la
cocina a un “rastafari”. Pienso en las dificultades que tienes Felipe para
hacer lo que hacemos nosotros: un país pobre, una divisa que es como dinero del
monopoly… Por riqueza ¿a qué porcentaje de la población mundial pertenezco? ¿A
qué altura de capacidad de derroche estoy?
08/01/2013 Bajada a Horcones.
Pienso en todos los días que llevo
desconectado del mundo, de ese Internet que leo compulsivamente si estoy en la
oficina o en casa. Aquí, sin embargo, solo me preocupa saber si ha pasado algo
a los míos mientras yo estaba lejos. Pienso que estar aquí es como estar
muerto, que el mundo sigue dando vueltas esté yo o no esté, pero aún así,
necesito saber que todo va bien. Caminamos por la larga planicie de Playa Chica
y Playa Ancha hacia Confluencia primero, y Horcones después (el fin del
trayecto). Pienso en el viaje como lo entendían los griegos: como una
transformación de la mirada; como un volver al mismo lugar para mirarlo de una
manera distinta (La Ilíada). Pienso en el libro de Kingsley: experimentar la
muerte en vida para ver la vida con verdadera sabiduría. Me gustaría ser un
pitagórico y saber lo que ellos sabían. ¿En qué consistía su misterio? Me
pregunto si, en definitiva, este viaje ha cambiado mi mirada en algo. No lo sé.
Pero si hay algún cambio, creo que tiene que ver con el sufrimiento más que con
el paisaje, con la altura, o con la grandeza de la montaña. La mortificación
por sí misma no da nada; es lo que hacemos con ella lo que es significativo.
Eso es lo que aquellos griegos sabían y nosotros hemos olvidado.
A medida que descendemos el aire deja de ser
un fantasma que zarandea la tienda, y empieza a ser algo tangible, casi
líquido, palpable. Es denso, respirable, llena los pulmones. También volvemos a
oír el canto de los pájaros, volvemos a ver el color verde, primero como
manchas espinosas y polvorientas aquí y allá, y después como un leve manto verde
que alguien hubiese arrojado entre las piedras. El río se ensancha y ruge con
fuerza creciente. Aparecen también los primeros domingueros, que se adentran
por los primeros kilómetros de la ruta, y que ni nos saludan ni nos prestan
atención. Al final del camino, el primer coche, la primera bocanada de humo, el
principio del camino asfaltado… Y finalmente el edificio del guardaparques,
donde haremos los trámites de salida.
Nos llevan en furgoneta a Puente del Inca.
Después de cuarenta kilómetros andando en un solo día, somos como los fugitivos
de una prisión que son recogidos por sus cómplices en el punto acordado. No
queremos que nadie nos hable, que nadie nos diga nada; solo queremos llegar al
hotel, coger (tomar) una habitación, y darnos una larga ducha. Al llegar a la
habitación de la hostería me miro en el espejo por primera vez en casi quince
días: estoy quemado, demacrado, flaco. No me reconozco. Habré perdido más de
tres kilos. Gasto casi una pastilla de jabón pequeña en una ducha larguísima.
Después, casi sin poder andar, cenamos en un bar cercano que me recuerda a los
bares de Galicia de hace treinta años. Allí conocemos a un catalán que está
recorriendo Sudamérica en moto. Ha comprado una pequeña 200 cc con la que cada
día va decidiendo por dónde ir y dónde parar. Nos comenta que decidió comprar
una moto pequeña como esa para olvidarse de problemas. Si surge algún
imprevisto, la deja tirada y se vuelve a España. Al pensar en esa moto de usar
y tirar, y en mi propio viaje y lo que acarrea, vuelvo a pensar nuevamente en
la Ahimsa, la palabra sánscrita para designar la no violencia, el caminar
dejando una huella leve en el mundo. Y pienso, como en algún otro momento del
viaje, en todo el daño que podemos hacer sin darnos cuenta, en actos cotidianos
que no asociamos a la violencia. La palabra queda resonando en mi cabeza,
mientras reflexiono sobre la profundidad de mi huella en el mundo, y sobre la
sabiduría de aquellos pitagóricos que practicaban el silencio y la incubación.