Un colectivo político gana las elecciones con
una mayoría amplia. Su programa político está articulado alrededor de una idea
fundamental: la política ha de contribuir al sostenimiento de la vida. A partir
de este principio fundamental, y razonando acerca de cuestiones como el impacto
de la velocidad y los recorridos de grandes distancias en el sostenimiento de
la vida, ese colectivo incluyó en su programa electoral propuestas sobre
movilidad en distintos ámbitos con la intención de transformar la economía
hacia actividades de corta distancia y baja velocidad. Políticas de vivienda
tendentes a acercar puesto de trabajo y residencia, políticas fiscales sobre el
uso del vehículo basadas en kilometraje recorrido, políticas agrícolas para un
suministro de ciclo corto en los alimentos, y un largo etcétera. Y, por
supuesto, paralización de infraestructuras como autovías y trenes de alta
velocidad.
Suspendamos temporalmente la opinión que
tenemos sobre un programa político como este, bien sea esa opinión sobre el
contenido, o sobre su factibilidad (precisamente lo que interesa aquí es cómo
se forma esa opinión, antes que su contenido), y planteemos otra pregunta:
¿cómo reaccionaría el poder económico frente a un programa como este?, ¿cómo se
anticipa a amenazas como esta?
Siguiendo con nuestro ejercicio de política
ficción, ¿podemos imaginar una llamada del representante de la patronal de las
constructoras que discurra en los términos siguientes al día siguiente de la
victoria electoral?
“Señor Presidente, reciba en primer lugar mi
más sincera felicitación por su reciente victoria electoral, así como la del
resto de los miembros de esta patronal. Tras revisar detenidamente sus
propuestas electorales, nos gustaría comentar con usted algunos aspectos que
nos han causado cierta preocupación. Nos gustaría asegurarnos de que, llegado
el momento de poner en marcha su programa electoral, ustedes tienen toda la
información necesaria para tomar las mejores decisiones. Quizás haya aspectos
de la política de infraestructuras que personas no familiarizadas puedan pasar
por alto. Sepa, por ejemplo, que cada año las empresas de las que forma parte
esta patronal facturan alrededor de unos tres mil millones de euros, dinero que
permite a medio millón de familias pagar sus hipotecas, disfrutar de unas
merecidas vacaciones, pagar el colegio de sus hijos, y las facturas. No le voy
a negar que nos preocupa el impacto que pueda tener su programa en nuestra
cuenta de resultados, pero como comprenderá, el grupo al que represento podría
vivir durante muchas generaciones aunque cesasen mañana todas sus actividades
económicas. En definitiva, nos gustaría hablar de estos y otros asuntos antes
de que tome ninguna decisión precipitada que pueda tener unas consecuencias
indeseables por todos, difíciles de corregir llegado el caso. Quedamos a su
entera disposición para reunirnos con ustedes cuando lo estimen oportuno, si
bien creemos que esta reunión debería producirse más pronto que tarde.”
Cuando pensamos en la relación entre el poder
político y el económico, solemos pensar en términos de soborno. Es otra de las
muchas conclusiones a las que el mensaje de los medios nos induce a pensar,
porque en los medios de comunicación veremos al político corrupto que aceptó un
sobre, pero nunca, jamás tendremos noticia de una llamada como esta. Pero
existen (y hablamos de cifras decenas de miles de veces superiores a las de
cualquier soborno, pero son cifras invisibles).
A la vista de lo anterior, creo que chantaje
es una palabra más precisa que soborno para describir la relación entre
política y poder económico. Las reglas de juego del sistema funcionan como un
chantaje: si uno las sigue, el poder gana; si uno las cuestiona, el coste sería
tan grande, que ninguna formación política podría permitírselo.
Nuestra mente es una poderosa máquina
narrativa: no solo comprende muy bien las narraciones, sino que es capaz de
construir narraciones para explicar lo que sucede. Pero esa característica de
la mente es algo más que una habilidad: es a la vez un impulso y una
limitación. Al explicar las cosas, necesitamos narraciones limitadas, coherentes,
con un principio y un fin, una cronología, unos protagonistas, unas escenas.
Pero la realidad es mucho más compleja de lo que podemos narrar. Por eso, entre
otras cosas, el futuro de la Humanidad y nuestras fantasías sobre ese futuro
están cada vez más alejadas.
La forma en la que el poder se ejerce es
infinitamente más sutil de lo que la mayoría de nosotros estamos preparados
para comprender. La idea de una conspiración de los poderosos se ajusta bien a
nuestras preferencias por las narraciones, pero dista mucho de ser cierta.
Ahora bien, que no exista una conspiración, no disminuye un ápice la capacidad
de las élites económicas de dar forma a una realidad cada vez más estrecha para
los de abajo y para la naturaleza, y más ancha para los de arriba, por mucho
que una estructura así no pueda sostenerse durante mucho tiempo.
Una de las varas de medir las narraciones es
eso que llamamos comúnmente “sentido común”. El sentido común es un artefacto
cultural, tan variable como las culturas que le dan forma. Tiene menos que ver
con lo que es verdad, que con lo que un grupo de gente considera verdadero en
un momento de la historia. El sentido común es otro de los instrumentos que el
poder trata de moldear a su servicio; al fin y al cabo, es el lugar desde el
que la gente juzgará si tienen sentido o no programas electorales como el de
nuestro colectivo político, o argumentos que cuestionan las creencias
imperantes (cuando un argumento entra en conflicto con nuestras creencias,
siempre tomaremos partido por nuestras creencias, por eso no existe poder que
no intente inculcar un sistema de creencias que favorezca sus intereses).
El ejercicio explícito del poder es fácil de
comprender, porque es fácil de narrar: es fácil comprender una escena de una
persona amenazando a otra con un arma, o la escena de un servidor público
aceptando un soborno, pero la construcción del sentido común es un asunto que
no admite una narración simple, pero eso no lo hace menos importante. Todo lo
contrario. El verdadero poder es un poder sutil, invisible, un poder que se
ejerce con nuestra colaboración cuando admitimos como cierto todo aquello que
el sentido común nos señala como posible.
El sentido común nos dice que el progreso es
bueno, y nos dice que consiste en pasar de la carretera a la autovía, del tren
convencional al de alta velocidad, de un coche de hace diez años a un coche
nuevo… y lo dice porque desde siempre hemos visto en la televisión, o leído en
los libros de texto cosas como que la energía nuclear ha supuesto un enorme
avance para la humanidad. Cada vez más, el sentido común se sostiene sobre un
conjunto de creencias antes que sobre un conjunto de observaciones. Nuestro
sentido común, nuestras creencias se sostienen sobre la autoridad que el poder,
empezando por nuestros mayores, otorgan al aprendizaje que proporcionan los
libros de texto o los medios de comunicación. Nadie nos dijo nunca que lo que
hay en esos libros es algo de lo que debiésemos sospechar. Como el chantaje, el
sentido común es otro de los puntos de apoyo sobre el que el poder se ejerce (y
no es un punto de apoyo menor).
Así que llegados aquí, conviene observar que
la llamada imaginaria se hace desde el interés, y no desde el sentido común,
por mucho que las razones expuestas pretendan hacerse pasar por razones
sensatas. No existe una sola mentira que no trate de ampararse en razones que
apelan al sentido común.