13/3/12

El gran juego

El negocio y su lenguaje lo invaden todo. Esa forma de ser y de estar va imponiéndose en todos los ámbitos de la vida, desde la política a la pareja, desde el colegio al hospital, desde el agua a la semilla. Es difícil encontrar una respuesta peor a las necesidades humanas, y una práctica más hostil hacia la lógica de la vida, lo que hace difícil de comprender el éxito que ha alcanzado. La soberbia, el cinismo, el narcisismo, la avaricia, la pereza, los pecados en fin, han sido los sospechosos habituales a los que atribuir su empuje y el éxito de su carrera delictiva. Sin dejar de ser cierta, esta explicación es insuficiente. Entonces, ¿qué atrae a tantos hacia algo tan destructor y tan nihilista?


Antes de nada, convengamos en que, en general, la vida en el mundo es dura, precaria, difícil, y que el mundo rara vez nos da lo que anhelamos (salvo que uno haya educado la atención, también es cierto). No es que el mundo sea hostil, es que sencillamente es indiferente hacia nosotros.


Hace veinte años, Mihaly Csikszentmihalyi publicó Fluir, un texto en el que definía el concepto de flujo como ese sentimiento profundo de disfrute que hace que las personas gasten gran cantidad de energía en una actividad. Csikszentmihalyi identifica ocho componentes básicos para que ese disfrute ocurra:


- La experiencia sucede cuando tenemos una oportunidad de lograr la tarea (1).

- Debemos ser capaces de concentrarnos en lo que hacemos (2).

- La tarea tiene unas metas claras (3), y una retroalimentación inmediata (4).

- Uno actúa sin esfuerzo, con una profunda involucración que aleja de la conciencia las preocupaciones y frustraciones de la vida cotidiana (5).

- Las experiencias agradables permiten a la personas ejercer un sentimiento de control sobre sus acciones (6).

- Desaparece la preocupación por la personalidad (7)

- El sentido de la duración se altera (8).


El autor añade que una proporción abrumadora de experiencias óptimas ocurre dentro de secuencias de actividades que se hallan dirigidas hacia una meta y reguladas por normas. Lo interesante del asunto es que Csikszentmihalyi identifica unas condiciones que carecen por completo de cualquier connotación moral. La condición de flujo puede alcanzarse realizando actividades moralmente buenas, o moralmente repugnantes.


A la vista de la teoría de Csikszentmihalyi, no es difícil ver que la naturaleza de los negocios hace de ellos un territorio tan bueno para originar experiencias de flujo como el ajedrez o la cocina. Que además de eso ratifique los delirios narcisistas, exija unas buenas dosis de cinismo, proporcione innumerables estrategias de compensación de complejos y, además, proporcione ese bono convertible en casi cualquier cosa que es el dinero, no hace sino añadir razones para el éxito. Que sea un éxito inmoral y nihilista es otro asunto, pero desde la perspectiva de Csikszentmihalyi, un asunto tan disparatado como una sociedad sustentada en los negocios, tiene sentido (aunque sea una sociedad delirante).


Pero hay un problema: una inmensa proporción de los jugadores (los trabajadores, los pobres, los explotados, los que se hacen cargo de las consecuencias), se niegan a participar. Participamos obligados, sí, pero sin creernos las reglas, cuestionándolas. Y eso resta disfrute a los que han hecho de este juego su forma de vida. Hasta ahora les había bastado con explotarnos, pero ahora todos esos jefes entregados “necesitan” que nosotros nos creamos el papel que representamos para poder creerse ellos mismos el suyo, como aquel rey desnudo… y es entonces cuando alguien se acuerda del compromiso.


Hace poco oía a un jefe clasificar a los empleados en dos grupos: los que “solo hacen su trabajo” y los que “se comprometen”. Hay una primera lectura de esta división: uno siempre puede demostrar que ha hecho su trabajo (y esto es una sólida línea de defensa). ¿Pero el compromiso? ¿Cuándo demuestra uno suficiente compromiso? Como le sucede a las mujeres maltratadas, uno nunca está a la altura (lo que nos deja a merced de los caprichos arbitrarios del maltratador): “no me quieres suficiente” dice él, “¿qué puedo hacer para arreglarlo?”, responde ella. No importa cuánto se haga, porque nunca es suficiente. Ese es el lugar en el que nos quieren: siempre por debajo de lo que se espera; siempre obligados a esforzarnos un poco más. Así es como hay que entender el compromiso: como un chantaje.


Pero hay una segunda lectura, más interesante quizás: el trabajador que “solo hace su trabajo” niega al trabajo cualquier otro valor que no sea el de un medio (bastante indeseable, por otro lado) para alcanzar los verdaderos fines que desea, siempre localizados fuera del negocio. Esta visión es un grito al oído del rey: “!estás desnudo!”. Sin embargo, al conseguir su compromiso, al convencer al incauto de que sus objetivos personales son los de la empresa, ya no hay voces molestas que hablen de un mundo más allá de ese que proporciona tanto placer, tanto disfrute a unos pocos (a costa de todos los demás, y de todo lo demás). Al comprometer a los peones, el rey hace del tablero el único mundo verdadero. La fantasía se impone sobre la realidad, como la única realidad.


Por supuesto, como todo en este juego, se trata de un compromiso falso, al servicio, de nuevo, del narcisismo, o de cualquier otro complejo cuya curación requiera algún esfuerzo. Ahora bien, al comprometerse con unos objetivos personales que no lo son, lo que se hace es dificultar la comprensión del conflicto. El trabajador que “solo hace su trabajo” comprende que el conflicto se establece entre el trabajo y todo lo que el trabajo impide (vivir, sin ir más lejos). El trabajador “comprometido” tampoco vive, pero es su compromiso el que le impide comprender: siempre ve en la organización defectuosa, el jefe incapaz o los compañeros perezosos, el origen de la dificultad en realizar sus objetivos. Como se equivoca al identificar el conflicto, su frustración no tiene fin. Le han robado hasta la posibilidad de soñar un propósito significativo para su propia vida.


Nos reiríamos de cualquier actor que afirmase ser el verdadero Hamlet, y sin embargo, somos incapaces de ver el público que atiende, asombrado, a esta obra delirante en que hemos convertido el mundo. Ninguna locura ha impedido, hasta el día de hoy, que llegado el momento el telón caiga.

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