8/4/08

Urbanismo de guante vuelto

En los edificios de viviendas nuevos, los timbres, que toda la vida se han usado para entrar, ahora se usan para salir. El edificio compacto, pegado a otros a lo largo de una calle estrecha, ha dejado paso a edificios periféricos, rectangulares, ahuecados en su centro para hacer sitio a piscinas y parques infantiles –incluso pistas de pádel–, construidos todos de acuerdo a un patrón común que uniformiza el paisaje del extrarradio desde Logroño a Sevilla, pasando por Madrid. Además, los edificios se han elevado dejando a la vista un entramado de pilares que las rejas –como hacen las plantas con las ruinas– se han apresurado a rellenar. Los comercios, que siempre habían sido bien acogidas en los bajos, se han marchado; unos para siempre, y otros al frío exilio de los centros comerciales -los bares resisten-. Incluso los coches, que antes no le hacían ascos a la noche al raso, hoy –con calles tres veces más anchas– no sabrían vivir sin una plaza de garaje. Lo merecen, es cierto: antes casi no se movían y hoy casi no paran entre viajes al colegio, al trabajo, al gimnasio, a los recados, al centro comercial, los viajes de fin de semana, y un largo etcétera.

Mientras, las calles se han hecho tan grandes como inhóspitas –como el miedo que da circular de noche por ellas–. Hemos sido expulsados de la calle; recluidos a vivir una vida dentro de la fortaleza. Y esto no es casual: una calle vacía es una calle llena de prejuicios. La calle es hoy, más que nunca, el lugar donde crecen nuestros miedos; unos miedos que luego nos atormentan dentro de la fortaleza en la que hemos convertido nuestras casas.

Como un guante al que se ha dado la vuelta. Así es la nueva ciudad: con lo de dentro hacia fuera y lo de fuera hacia dentro. Hoy se edifica como antes los niños jugaban al corro: todos cogidos de la mano para no dejar salir y no dejar entrar; con la atención fija en lo que sucede dentro; de espaldas a un mundo con el que no se juega.

Como ha sucedido en otros lugares, estamos renunciando a la calle para encerrarnos en nuestra casa, nuestro coche y el centro comercial. Un modo de vida profiláctico en el que la experiencia vivida deje paso a la experiencia referida. Los vecinos apenas son desconocidos con los que nos cruzamos en el ascensor, o con los que, en el mejor de los casos, intercambiamos unas frases educadas en la piscina. Las urbanizaciones se llenan de cámaras de vigilancia, de “medidas de seguridad”; se construyen como lugares desde los que defenderse de un mundo que está cada vez más alejado de nuestra comprensión.

Se tiene miedo a lo que se desconoce, a lo que no se experimenta. Ergo, para aumentar el miedo basta con reducir la experiencia. La experiencia vivida, el material con el que antes construíamos nuestra imagen del mundo, es remplazado por imágenes y relatos recibidos a través de un vidrio inofensivo y protector –el de la pantalla de la televisión, el de la pantalla del ordenador, el de la ventanilla del coche–. Pero vivir en una fortaleza es vivir en una cárcel.

Este es un urbanismo pensado para aislar, para fragmentar, para destruir redes sociales y comunidades, para facilitar, en definitiva, la manipulación de las estructuras del pensamiento que usamos para decidir. Esta forma de construir no es arbitraria –no es, como dicen algunos, lo que “demanda” un anónimo mercado–. Quienes han diseñado esas calles, quienes han diseñado esos edificios, pretenden volver nuestras cabezas hacia un espacio ideado para transmitir una sensación de seguridad tan fuerte como falsa; un urbanismo pensado para construir una sociedad del miedo; una sociedad alejada del otro.

Y eso no es todo. Donde antes un sueldo bastaba para pagar una vivienda, hoy hacen falta dos. Y dos sueldos significan menos atención a los hijos y a los mayores; hijos que se aparcan en el colegio, mayores que se aparcan en los geriátricos –después, eso sí, de haber atendido a esos mismos niños que se aparcan en los colegios y que sus padres no pueden atender porque pasan todo el día en sus trabajos–.


Hace un par de años, mochila a cuestas por Turquía, visitamos las ruinas de la ciudad greco–romana de Éfeso, a orillas del Mar Egeo. Entrando por la puerta Sur, el viajero se encuentra en primer lugar con el ágora de la ciudad, las termas públicas, el pritaneo –donde se reunían los magistrados– y el pequeño odeón –teatro– destinado a los espectáculos –incluidos los políticos–. Al cruzar la puerta de Hércules, el visitante entra en la Vía de los Curetes, una amplia avenida, arteria principal de la ciudad, a lo largo de la cual, y en apenas medio kilómetro, encontramos fuentes, estatuas, templos, casas, las letrinas públicas de hombres, y, al final de la avenida, el más impresionante monumento de la ciudad –más aún que el magnífico teatro para 27.000 espectadores situado en sus inmediaciones–: la imponente fachada de la Biblioteca de Celso –gobernador romano de Asia Menor–, construida por su hijo Tiberio Julio Aquila, y que llegó a albergar 12.000 manuscritos entre de sus cuatro paredes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Probemos otro enfoque. La casa andalusí, o la casa romana, que responden a un patrón como el que
describes, donde todas las dependencias se ubican alrededor de un patio central.
Podríamos decir que responden a la casa mediterranea, relacionada con el clima, cerrada al exterior, abrigada por un patio interior que refresca y da luz a sus habitaciones. Con su piscina (sus fuentes) y sus árboles.

O probemos este otro. Un espacio habitable reducido, controlado, como un pueblo pequeño en el que nacieron o tienen familiares quienes ahora habitan las ciudades, donde que reunes con los cuatro vecinos de todos los días, donde no llegan facilmente la gente de los pueblos cercanos, que tienen su propio espacio cercado, reducido, cotidiano.

Un nuevo enfoque, como esas plazas de ciudades y pueblos castellanos, cuadradas, cerradas, con sus balcones colgados hacia su interior.

Un ultimo enfoque, como esos claustros de monasterio, de aislamiento y vida interior.

Que hay que envidiar a estas casa que corren paralelas a las calles, en las que se ven los coches que

pasan haciendo ruido, o se amontonan como cajas de chapa que te inpiden el paso cuando bajas e intentas cruzarlas. Por que no dar la espalda a todo ese ruido, a esa prisa y vover la vista hacia el espacio interior, volver a aquello que nos recuerda nuestras raices y nos acerca a nostros mismos?

ElMonoLoco

La mano del ventrilocuo dijo...

No envidio las calles estrechas llenas de coches, pero es que no es eso lo que se reivindica.

Hablo de un urbanismo destinado a eliminar el espacio público como lugar donde los ciudadanos se encuentran; de un urbanismo atomizador que aleja a los individuos entre sí y sustituye la relación social por una experiencia enlatada que llega a través de la pantalla. Esto no es recogimiento; no, al menos, ese que permite la reflexión y el pensamiento. Es un urbanismo pensado para aislar primero y conformar después al individuo.

¿No es ese bulevar por el que paseas tu Vía de los Curetes?

maliul dijo...

Yo llamo a estos recintos los nuevos ghetos. De repente el concepto de amistad va unido a una serie de parámetros que se cumplen o no: vivimos en la misma cárcel, tu hija y mi hija tienen la misma edad, por lo tanto somos amigas, sin más.
La vida pasa ser el recinto, y la calle, es la jungla. Los niños juegan dentro de esta cárcel libremente, sin control, sin saber con quien juegan ,pero como están dentro de las vallas de seguridad todo está bien.
Pero esto es igual que el botón de apagado o encendido de la tele. Si quieres ver el mundo puedes salir. No es necesario estar en el gheto constantemente, pero claro hay que querer salir de la cárcel, hay que tener curiosidad, hay que querer vivir a través de las experiencias propias y no a través de las referencias. Pero esto es equivalente a viajeros o turistas,viajar al caribe antes de haber visto el mediterráneo, o cantábrico... el nuevo lugar de encuentro es el centro comercial. Pero seguro que eso es otra entrada para tu blog.