20/4/08

Esperanza de vida

Acostumbrados como estamos a una manera de pensar que nos blinda frente a cualquier idea que pueda poner patas arriba nuestra cómoda vida, leemos titulares como el siguiente sin mover un pelo de las cejas:

La esperanza de vida de los españoles supera los 80 años


¿Una vida más larga es una vida mejor? ¿La esperanza en la vida es sumar una velita más? Caemos en la trampa del titular porque no hemos sido educados para cuestionarlo todo; y porque además, muchas veces, aunque sepamos, preferimos no hacerlo para no ver las brechas por donde se nos escapa la vida mientras miramos el saldo de la cuenta corriente, los anuncios de coches, o un futuro ascenso profesional. Dejando a un lado la evidente falacia que supone extrapolar a cualquier español de cualquier edad una media que se calcula a partir de la edad de los finados durante un año –sin tener en cuenta las diferencias en la alimentación, los hábitos físicos, el estrés, o la contaminación de todo tipo–, la definición del concepto “esperanza de vida” es una muestra más de cómo en la vida el envoltorio amenaza permanentemente con suplantar a la sustancia. Se trata de una definición hecha para olvidar que si llegamos a esos ochenta años lo haremos habiendo dejado buena parte de ellos en trabajos vividos como un tercer grado carcelario con permiso para dormir en casa, en atascos interminables, aplazando la vida hasta un contrato decente que nunca llega, hasta el final de una hipoteca a cuarenta años, hasta una jubilación demasiado lejana y demasiado precaria; una vida que es arena escurriéndose entre los dedos. Un anuncio de una empresa de estética plantea hoy la siguiente pregunta:

“¿45 o 35?”

El mensaje es claro: lo importante no es vivir como si uno tuviera cualquier edad, sino aparentarla aunque se vivan unos dóciles cuarenta y cinco. He oído muchas veces eso de que, al final, lo que todos queremos es “vivir mejor”. Es cierto, pero esto se dice como si ese vivir mejor al que uno aspira no fuese un producto de la educación, como si fuese inmune a la propaganda de todo tipo –comercial y política–, como si no estuviese sometido, en definitiva, a un asedio permanente por parte de aquellos que tratan de convencernos de que ese vivir mejor pasa por entregarnos a aquello que los hará a ellos más poderosos, más ricos, y quizás también más inhumanos.

Una recomendación literaria: El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui, editado por Anagrama. Posiblemente no les hará más felices, pero sí más libres.


Y por cierto, ¿cuál es tu esperanza de vida?

8/4/08

Urbanismo de guante vuelto

En los edificios de viviendas nuevos, los timbres, que toda la vida se han usado para entrar, ahora se usan para salir. El edificio compacto, pegado a otros a lo largo de una calle estrecha, ha dejado paso a edificios periféricos, rectangulares, ahuecados en su centro para hacer sitio a piscinas y parques infantiles –incluso pistas de pádel–, construidos todos de acuerdo a un patrón común que uniformiza el paisaje del extrarradio desde Logroño a Sevilla, pasando por Madrid. Además, los edificios se han elevado dejando a la vista un entramado de pilares que las rejas –como hacen las plantas con las ruinas– se han apresurado a rellenar. Los comercios, que siempre habían sido bien acogidas en los bajos, se han marchado; unos para siempre, y otros al frío exilio de los centros comerciales -los bares resisten-. Incluso los coches, que antes no le hacían ascos a la noche al raso, hoy –con calles tres veces más anchas– no sabrían vivir sin una plaza de garaje. Lo merecen, es cierto: antes casi no se movían y hoy casi no paran entre viajes al colegio, al trabajo, al gimnasio, a los recados, al centro comercial, los viajes de fin de semana, y un largo etcétera.

Mientras, las calles se han hecho tan grandes como inhóspitas –como el miedo que da circular de noche por ellas–. Hemos sido expulsados de la calle; recluidos a vivir una vida dentro de la fortaleza. Y esto no es casual: una calle vacía es una calle llena de prejuicios. La calle es hoy, más que nunca, el lugar donde crecen nuestros miedos; unos miedos que luego nos atormentan dentro de la fortaleza en la que hemos convertido nuestras casas.

Como un guante al que se ha dado la vuelta. Así es la nueva ciudad: con lo de dentro hacia fuera y lo de fuera hacia dentro. Hoy se edifica como antes los niños jugaban al corro: todos cogidos de la mano para no dejar salir y no dejar entrar; con la atención fija en lo que sucede dentro; de espaldas a un mundo con el que no se juega.

Como ha sucedido en otros lugares, estamos renunciando a la calle para encerrarnos en nuestra casa, nuestro coche y el centro comercial. Un modo de vida profiláctico en el que la experiencia vivida deje paso a la experiencia referida. Los vecinos apenas son desconocidos con los que nos cruzamos en el ascensor, o con los que, en el mejor de los casos, intercambiamos unas frases educadas en la piscina. Las urbanizaciones se llenan de cámaras de vigilancia, de “medidas de seguridad”; se construyen como lugares desde los que defenderse de un mundo que está cada vez más alejado de nuestra comprensión.

Se tiene miedo a lo que se desconoce, a lo que no se experimenta. Ergo, para aumentar el miedo basta con reducir la experiencia. La experiencia vivida, el material con el que antes construíamos nuestra imagen del mundo, es remplazado por imágenes y relatos recibidos a través de un vidrio inofensivo y protector –el de la pantalla de la televisión, el de la pantalla del ordenador, el de la ventanilla del coche–. Pero vivir en una fortaleza es vivir en una cárcel.

Este es un urbanismo pensado para aislar, para fragmentar, para destruir redes sociales y comunidades, para facilitar, en definitiva, la manipulación de las estructuras del pensamiento que usamos para decidir. Esta forma de construir no es arbitraria –no es, como dicen algunos, lo que “demanda” un anónimo mercado–. Quienes han diseñado esas calles, quienes han diseñado esos edificios, pretenden volver nuestras cabezas hacia un espacio ideado para transmitir una sensación de seguridad tan fuerte como falsa; un urbanismo pensado para construir una sociedad del miedo; una sociedad alejada del otro.

Y eso no es todo. Donde antes un sueldo bastaba para pagar una vivienda, hoy hacen falta dos. Y dos sueldos significan menos atención a los hijos y a los mayores; hijos que se aparcan en el colegio, mayores que se aparcan en los geriátricos –después, eso sí, de haber atendido a esos mismos niños que se aparcan en los colegios y que sus padres no pueden atender porque pasan todo el día en sus trabajos–.


Hace un par de años, mochila a cuestas por Turquía, visitamos las ruinas de la ciudad greco–romana de Éfeso, a orillas del Mar Egeo. Entrando por la puerta Sur, el viajero se encuentra en primer lugar con el ágora de la ciudad, las termas públicas, el pritaneo –donde se reunían los magistrados– y el pequeño odeón –teatro– destinado a los espectáculos –incluidos los políticos–. Al cruzar la puerta de Hércules, el visitante entra en la Vía de los Curetes, una amplia avenida, arteria principal de la ciudad, a lo largo de la cual, y en apenas medio kilómetro, encontramos fuentes, estatuas, templos, casas, las letrinas públicas de hombres, y, al final de la avenida, el más impresionante monumento de la ciudad –más aún que el magnífico teatro para 27.000 espectadores situado en sus inmediaciones–: la imponente fachada de la Biblioteca de Celso –gobernador romano de Asia Menor–, construida por su hijo Tiberio Julio Aquila, y que llegó a albergar 12.000 manuscritos entre de sus cuatro paredes.