Sammi escribe su nombre en mi libreta, primero en pinyin -mal- y luego usando unos ideogramas minúsculos, como si esos símbolos tuviesen que representar también su edad.
En el camarote del tren que nos lleva de Beijing a Guilin hay cuatro camas: en una de ellas dormirá Sammi con su madre, en las otras tres, nosotros: los tres extranjeros. Cuando entramos, Sammi nos observa sin miedo ni curiosidad. simplemente no deberíamos estar allí. Sin embargo, nuestra presencia todavía no ha alterado su realidad. Aún confía en que respetemos los límites de su mundo. Por eso no reacciona a ninguno de nuestros intentos por llamar su atención. Nos mira pero no responde. Yo he decidido que voy a romper esa frontera: es una niña demasiado lista para perdérsela. Empiezo por mirarla fijamente, como hace ella. Pruebo a hacer un avión de papel y se lo lanzo. No me había equivocado: ni lo devuelve ni lo ignora; la desmonta según le llega. Hago otro juguete de papel y entonces me da permiso para entrar. Al final de la tarde nos sorprenderá con un tímido “thank you” en un inglés que sus gobernantes le enseñan para comerciar y que ella nos entrega como un regalo.
Hay pocas sensaciones como las de despertar y ver los ojos de un niño mirándote, a la espera de eso que no pidió pero que ahora exige: fui yo quien quiso jugar con ella y ahora, justamente, me reclama lo que ofrecí ayer. No nos hace falta el inglés: para jugar solo hace falta un poco de imaginación. Mientras los otros duermen, hago cualquier cosa para que me entregue sus risas: hago el payaso, le hago cosquillas, juegos de manos.
En veintitrés horas hemos pasado del Beijing que construye su nueva gran muralla de árboles para defenderse del desierto de Gobi, a Yangshuo, un paisaje intercambiable, geográfica y humanamente, con el cercano Vietnam: arrozales, cientos de motos ruidosas y humeantes, un tráfico desquiciado, casas de ladrillos sin cubrir, ancianas que venden un puñado de cacahuetes por un yuan en cualquier lugar, y niños que ríen y chillan “hello, hello” cada vez que ven pasar un extranjero.
Para comprender el mundo en el que crecerá Sammi, quizás debiéramos haber hecho el viaje al revés: desde el pobre y duro Yangshuo rural -con sus campesinos doblados sobre los enlodados campos de arroz- hasta el disparatado Beijing -lleno de avenidas enormes, grandes edificios, coches caros, largas jornadas de trabajo, vacaciones inexistentes, centros comerciales-, una Beijing donde el dinero es la única contaminación apreciable, que se hace sentir hasta en los más humildes hutongs, esa forma de vida arcaica que el nuevo Beijing quiere devorar.
Me gustaría volver a encontrarme con Sammi dentro de quince años, en el mismo tren, y que me contase qué dirección tomó su vida, hacia dónde le empujaron unas fuerzas de cuya existencia tardará mucho tiempo en tener noticias -no digamos ya en comprender-, unas fuerzas que dudo sean capaces de oír su risa.