29/5/08

¿Selección natural?

Los defensores del liberalismo, al hablar de darwinismo económico, pretenden legitimar las prácticas capitalistas tratando de hacer pasar estas por un caso particular de la teoría de la “selección natural”. Se trata de proponer que el capitalismo y el libre mercado responden, de alguna manera, a una ley natural que selecciona a los más aptos, a los mejores, a los que –eso dicen– serán capaces de satisfacer las necesidades del resto mediante su éxito –en la comparación, el mercado vendría a ser el trasunto de la naturaleza, el actor que selecciona–. Con el eufemismo se trata, por supuesto, de legitimar lo que no es otra cosa sino la aplicación de ley del más fuerte como máxima económica. Se trata de eliminar obstáculos, barreras mentales que dificultan ese ilimitado “dejar hacer” al que aspira todo defensor a ultranza del mercado.

Afirmar que el darwinismo económico sea una manifestación particular de la selección natural es mucho decir, pero no es aquí donde reside la falsedad de semejante afirmación. En
Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, podemos leer el siguiente párrafo:

“[...] Pero tanto si la selección de plantas silvestres comestibles por agricultores antiguos se atuvo a criterios consientes como si no fue así, la evolución resultante de plantas silvestres hasta convertirse en cultivos fue en un principio un proceso no consciente. Fue consecuencia inevitable de nuestra selección de tipos de plantas silvestres, y de la competencia entre plantas que en los huertos favorecían tipos distintos de los predominantes en la naturaleza.

Esa es la razón por la que Darwin, en su obra El origen de las especies, no empezó con un relato de la selección natural. En cambio, su primer capítulo es una exposición pormenorizada de cómo nuestras plantas y animales domésticos derivaron de una selección artificial por los humanos. [...]”

El corolario de la obra de Darwin es que es justamente en la superación de la selección natural donde radica el origen del progreso de los últimos 13.000 años, esos en los que se ha desarrollado todo lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia del resto de los animales, desde la agricultura a la medicina, pasando por el lenguaje. El darwinismo económico es, a la luz de las ideas de Darwin, un rasgo de primitivismo, un comportamiento pre–humano si se quiere, y no la continuación de ley natural alguna. Y sin embargo, la idea se nos presenta de una manera tan evidente, que no es difícil comprender el porqué de su éxito.
No es, desde luego, el caso de Belén Gopegui, quien en su libro El padre de Blancanieves –ya mencionado anteriormente–, dice lo siguiente:

“[...] Con los sujetos frágiles sucede algo parecido: son los primeros en caer y su caída alerta de las variaciones ocurridas en el medio, entre las cuales a menudo sobresale la degradación. Si la sociedad humana logra no destruirse y vivir doscientos años puede que comprenda, como algunas tribus pequeñas comprendieron, la necesidad de proteger a sus sujetos más débiles.”

Para Gopegui, aceptar que sea el “darwinismo económico” el que decida la dirección y el sentido del vector de progreso es aceptar la catástrofe, como señala uno de sus personajes:

“Una vez hubo un convenio, era injusto, de acuerdo, pero permitía que algunos acuerdos se cumplieran. Ya no: se han acabado las reglas, adiós convenio. Se ha roto y lo curioso es que no se ha roto por la parte débil, no lo habéis roto vosotros, ni los emigrantes, ni los desheredados. Se ha roto por la parte fuerte. Y ahí te doy la razón en lo que le dijiste a tu madre: yo no estoy en la parte fuerte, no soy lo bastante rico.

[...]


La catástrofe se acerca: están dispuestos a arramblar con todo. Si alguna vez había pensado que los fuertes me harían un sitio, al menos en el porche como perro guardián, ya se que no.”

22/5/08

Todos los niños



Autoridad


La autoridad del médico es la autoridad del conocimiento. Uno se somete o no al tratamiento, pero no cuestiona la autoridad del médico. En cuestiones de medicina, su autoridad no se discute.

La autoridad del policía es la autoridad de la violencia. Al policía le está permitido ejercer una violencia que al resto nos está prohibido. No tiene porqué ejercerla, pero es la fuente de su autoridad.

La autoridad del profesor, ¿debe ser la del médico o la del policía?

Esfuerzo

Al niño no le cuesta esfuerzo conseguir el móvil del que se ha encaprichado, ni la ropa que quiere, ni el alcohol y las drogas que han sustituido a los antiguos rituales de iniciación en los que era aceptado en el mundo adulto –un tránsito que antes hacían de la mano de los mayores, y que hoy realizan solos–. Al niño no le cuesta esfuerzo desobedecer, ni violentar. El niño empuja –hoy y siempre–, pero hoy no encuentra resistencia a su instinto por experimentar los límites. Pero más aún, al hablar de esfuerzo, ¿hablamos del encofrador que se rompe las manos con la ferralla, o del estudioso que devora un libro tras otro? ¿Hablamos del esfuerzo–castigo cristiano que llena de sudor la frente, o del esfuerzo–hedonista del alpinista que hace cumbre? Sea uno o sea otro, ¿es posible que el niño comprenda su significado cuando el esfuerzo se propone como el requisito para alcanzar algo cuyo valor solo alcanzará a comprender a posteriori –la educación–, mientras lo que sí desean no les cuesta nada? ¿Puede la amenaza de una repetición de curso ayudar a comprender?

Y sin embargo, a pesar de estas preguntas, confiamos en que:

1– Una ley devolverá al profesor la autoridad perdida –de nuevo preguntamos: ¿la del conocimiento o la de la violencia?–.

2– Una ley transformará al niño rebelde, agitador, subversivo, insubordinado en un adulto esforzado y responsable.


Libertad

Dícese de la facultad de los padres pare decidir sobre la educación de sus hijos. Ha de entenderse, por tanto, que la libertad de los padres significa la esclavitud de los hijos. ¿O tienen los hijos la libertad de elegir su educación? ¿Puede un niño de la Cañada Real decidir libremente sobre su educación? ¿Puede acaso ese niño decidir asistir al mejor de los colegios?

Ni el esfuerzo ni la autoridad son, claro está, el objetivo. Son solo el pretexto que permite volver a lo de antes -o permanecer en ello-, a lo de siempre: a la educación para unos pocos, la condición necesaria para perpetuar un sistema de privilegios: aquí el esforzado notario y allí el perezoso barrendero –como si ser una cosa o la otra no tuviera nada que ver con las condiciones de partida–. Y sí, claro, la libertad de mantener un sistema educativo segregado, clasista y elitista –y que hoy sean más numerosas, no hace menos élite a la élite–.

Nada de esto cambiará hasta que no comprendamos que todos los niños son nuestros hijos. Solo este pensamiento puede impedir cosas como esta:


http://www.escolar.net/MT/archives/2008/04/22-de-abril-el-dia-de-la-tierra.html

2/5/08

El propietario

El 5 de Julio de 1910, “El Nacional” publicó el siguiente cuento de Rafael Barret:





Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.

La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...

Tramitando expedientes

Hace unos días se podía leer en elconfidencial.com lo siguiente:

“El sector está convencido de que una de las causas que explican la salida de Cristina Narbona del Ministerio de Medio Ambiente tiene que ver, precisamente, con el tapón que había generado su departamento en la tramitación de expedientes, lo que ha provocado el retraso 'injustificado' de muchas obras. Tanto en la patronal de la construcción como en la de las autopistas se ha criticado con dureza a Narbona por su incapacidad para tramitar los expedientes administrativos. No se criticaba la necesidad de presentar informes de impacto medioambiental sino, sobre todo, el injustificado retraso en su aprobación, lo que encarece la ejecución de los proyectos.”

Es un texto revelador: no hay objeción a la existencia de un Ministerio de Medio Ambiente siempre y cuando su función sea meramente cosmética; mientras los expedientes simplemente “se tramiten”, siendo impensable que el resultado sea otro que la aprobación de la obra. Pero con todo, lo peor del texto no es la forma de pensar que revela –algo, por otro lado bastante evidente–, sino la posibilidad de que, en efecto, esta haya sido la razón por la que el presidente del gobierno haya prescindido de una ministra que ha mostrado una forma de entender la política ambiental que va más allá de la “tramitación” de unos expedientes estériles. Lo peor es pensar que, en un momento en el que –al más puro estilo keynesiano– se pretende estimular la economía mediante la aceleración del plan de infraestructuras, la política ambiental se considere no solo innecesaria, sino un obstáculo; algo que no hace sino confirmar lo que ya sabemos: se puede cuestionar todo menos el crecimiento económico. Sería bueno que algún día pensáramos en el precio que pagamos por ese crecimiento presuntamente ad infinitum.

20/4/08

Esperanza de vida

Acostumbrados como estamos a una manera de pensar que nos blinda frente a cualquier idea que pueda poner patas arriba nuestra cómoda vida, leemos titulares como el siguiente sin mover un pelo de las cejas:

La esperanza de vida de los españoles supera los 80 años


¿Una vida más larga es una vida mejor? ¿La esperanza en la vida es sumar una velita más? Caemos en la trampa del titular porque no hemos sido educados para cuestionarlo todo; y porque además, muchas veces, aunque sepamos, preferimos no hacerlo para no ver las brechas por donde se nos escapa la vida mientras miramos el saldo de la cuenta corriente, los anuncios de coches, o un futuro ascenso profesional. Dejando a un lado la evidente falacia que supone extrapolar a cualquier español de cualquier edad una media que se calcula a partir de la edad de los finados durante un año –sin tener en cuenta las diferencias en la alimentación, los hábitos físicos, el estrés, o la contaminación de todo tipo–, la definición del concepto “esperanza de vida” es una muestra más de cómo en la vida el envoltorio amenaza permanentemente con suplantar a la sustancia. Se trata de una definición hecha para olvidar que si llegamos a esos ochenta años lo haremos habiendo dejado buena parte de ellos en trabajos vividos como un tercer grado carcelario con permiso para dormir en casa, en atascos interminables, aplazando la vida hasta un contrato decente que nunca llega, hasta el final de una hipoteca a cuarenta años, hasta una jubilación demasiado lejana y demasiado precaria; una vida que es arena escurriéndose entre los dedos. Un anuncio de una empresa de estética plantea hoy la siguiente pregunta:

“¿45 o 35?”

El mensaje es claro: lo importante no es vivir como si uno tuviera cualquier edad, sino aparentarla aunque se vivan unos dóciles cuarenta y cinco. He oído muchas veces eso de que, al final, lo que todos queremos es “vivir mejor”. Es cierto, pero esto se dice como si ese vivir mejor al que uno aspira no fuese un producto de la educación, como si fuese inmune a la propaganda de todo tipo –comercial y política–, como si no estuviese sometido, en definitiva, a un asedio permanente por parte de aquellos que tratan de convencernos de que ese vivir mejor pasa por entregarnos a aquello que los hará a ellos más poderosos, más ricos, y quizás también más inhumanos.

Una recomendación literaria: El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui, editado por Anagrama. Posiblemente no les hará más felices, pero sí más libres.


Y por cierto, ¿cuál es tu esperanza de vida?

8/4/08

Urbanismo de guante vuelto

En los edificios de viviendas nuevos, los timbres, que toda la vida se han usado para entrar, ahora se usan para salir. El edificio compacto, pegado a otros a lo largo de una calle estrecha, ha dejado paso a edificios periféricos, rectangulares, ahuecados en su centro para hacer sitio a piscinas y parques infantiles –incluso pistas de pádel–, construidos todos de acuerdo a un patrón común que uniformiza el paisaje del extrarradio desde Logroño a Sevilla, pasando por Madrid. Además, los edificios se han elevado dejando a la vista un entramado de pilares que las rejas –como hacen las plantas con las ruinas– se han apresurado a rellenar. Los comercios, que siempre habían sido bien acogidas en los bajos, se han marchado; unos para siempre, y otros al frío exilio de los centros comerciales -los bares resisten-. Incluso los coches, que antes no le hacían ascos a la noche al raso, hoy –con calles tres veces más anchas– no sabrían vivir sin una plaza de garaje. Lo merecen, es cierto: antes casi no se movían y hoy casi no paran entre viajes al colegio, al trabajo, al gimnasio, a los recados, al centro comercial, los viajes de fin de semana, y un largo etcétera.

Mientras, las calles se han hecho tan grandes como inhóspitas –como el miedo que da circular de noche por ellas–. Hemos sido expulsados de la calle; recluidos a vivir una vida dentro de la fortaleza. Y esto no es casual: una calle vacía es una calle llena de prejuicios. La calle es hoy, más que nunca, el lugar donde crecen nuestros miedos; unos miedos que luego nos atormentan dentro de la fortaleza en la que hemos convertido nuestras casas.

Como un guante al que se ha dado la vuelta. Así es la nueva ciudad: con lo de dentro hacia fuera y lo de fuera hacia dentro. Hoy se edifica como antes los niños jugaban al corro: todos cogidos de la mano para no dejar salir y no dejar entrar; con la atención fija en lo que sucede dentro; de espaldas a un mundo con el que no se juega.

Como ha sucedido en otros lugares, estamos renunciando a la calle para encerrarnos en nuestra casa, nuestro coche y el centro comercial. Un modo de vida profiláctico en el que la experiencia vivida deje paso a la experiencia referida. Los vecinos apenas son desconocidos con los que nos cruzamos en el ascensor, o con los que, en el mejor de los casos, intercambiamos unas frases educadas en la piscina. Las urbanizaciones se llenan de cámaras de vigilancia, de “medidas de seguridad”; se construyen como lugares desde los que defenderse de un mundo que está cada vez más alejado de nuestra comprensión.

Se tiene miedo a lo que se desconoce, a lo que no se experimenta. Ergo, para aumentar el miedo basta con reducir la experiencia. La experiencia vivida, el material con el que antes construíamos nuestra imagen del mundo, es remplazado por imágenes y relatos recibidos a través de un vidrio inofensivo y protector –el de la pantalla de la televisión, el de la pantalla del ordenador, el de la ventanilla del coche–. Pero vivir en una fortaleza es vivir en una cárcel.

Este es un urbanismo pensado para aislar, para fragmentar, para destruir redes sociales y comunidades, para facilitar, en definitiva, la manipulación de las estructuras del pensamiento que usamos para decidir. Esta forma de construir no es arbitraria –no es, como dicen algunos, lo que “demanda” un anónimo mercado–. Quienes han diseñado esas calles, quienes han diseñado esos edificios, pretenden volver nuestras cabezas hacia un espacio ideado para transmitir una sensación de seguridad tan fuerte como falsa; un urbanismo pensado para construir una sociedad del miedo; una sociedad alejada del otro.

Y eso no es todo. Donde antes un sueldo bastaba para pagar una vivienda, hoy hacen falta dos. Y dos sueldos significan menos atención a los hijos y a los mayores; hijos que se aparcan en el colegio, mayores que se aparcan en los geriátricos –después, eso sí, de haber atendido a esos mismos niños que se aparcan en los colegios y que sus padres no pueden atender porque pasan todo el día en sus trabajos–.


Hace un par de años, mochila a cuestas por Turquía, visitamos las ruinas de la ciudad greco–romana de Éfeso, a orillas del Mar Egeo. Entrando por la puerta Sur, el viajero se encuentra en primer lugar con el ágora de la ciudad, las termas públicas, el pritaneo –donde se reunían los magistrados– y el pequeño odeón –teatro– destinado a los espectáculos –incluidos los políticos–. Al cruzar la puerta de Hércules, el visitante entra en la Vía de los Curetes, una amplia avenida, arteria principal de la ciudad, a lo largo de la cual, y en apenas medio kilómetro, encontramos fuentes, estatuas, templos, casas, las letrinas públicas de hombres, y, al final de la avenida, el más impresionante monumento de la ciudad –más aún que el magnífico teatro para 27.000 espectadores situado en sus inmediaciones–: la imponente fachada de la Biblioteca de Celso –gobernador romano de Asia Menor–, construida por su hijo Tiberio Julio Aquila, y que llegó a albergar 12.000 manuscritos entre de sus cuatro paredes.

30/3/08

Ratzinger en Ratisbona

Para Thomas H. Huxley (1825–1895), no podía haber ninguna solución intermedia entre la ciencia y la religión tradicional: “Una u otra tendría que desaparecer después de una lucha de duración desconocida”. El conflicto existe sin duda. Hay dos relatos del mundo irreconciliables entre sí: el de las religiones del libro –judaísmo, cristianismo e islam– y el relato de la ciencia.

La ciencia es, sin ningún genero de dudas, revolucionaria. No tanto por sus logros como por su capacidad para avanzar sin necesidad de interrogarse acerca de lo que podríamos llamar el origen de sus principios. Si se acepta la premisa del post algunos dioses innecesarios –esto es, que la ciencia es una disciplina del cómo antes que del porqué– entonces queda sin resolver la pregunta acerca de este último. El cristianismo, tanto como el judaísmo o el islam, pretenden que Dios sea la respuesta a esa pregunta, la causa primera de todas las cosas. Aceptar esto no es entrar en conflicto con el pensamiento científico: Dios es, como se ha señalado, un problema acientífico –responde a una cuestión que la ciencia no se plantea–. Sin embargo el conflicto es inevitable cuando se enfrentan la verdad científica y el relato que estas religiones han construido para dar a conocer a Dios.

En su famoso discurso en la Universidad de Ratisbona
, decía Ratzinger:

“En el trasfondo se da la autolimitación moderna de la razón, expresada clásicamente en las «críticas» de Kant, que mientras tanto fue radicalizándose ulteriormente por el pensamiento de las ciencias naturales.

Este concepto moderno se basa, por decirlo brevemente, en la síntesis entre el platonismo (cartesianismo) y el empirismo, una síntesis confirmada por el éxito de la tecnología. Por un lado presupone la estructura matemática de la materia, y su intrínseca racionalidad, que hace posible entender cómo funciona la materia [y] como es posible usarla eficazmente: esta premisa básica es, por así decirlo, el elemento platónico en el entendimiento moderno de la naturaleza. Por otro lado, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, y en ese caso sólo la posibilidad de la verificación o falsificación a través de la experimentación puede llevar a la certeza final.”


El discurso de Ratzinger señala dos hechos que
Feynman expresa de un modo mucho más prosaico:

“La prueba de todo conocimiento, es el experimento. El experimento es el único juez de toda verdad científica”.

“Todo está hecho de átomos. Esta es la hipótesis clave. La hipótesis más importante de la biología, por ejemplo, es que todo lo que hacen los animales lo hacen [tiene su origen en] los átomos. En otras palabras, no hay nada que hagan los seres vivos que no pueda ser comprendido desde el punto de vista de que están hechos de átomos que actúan de acuerdo con las leyes de la física.”

Ratzinger viene a decir que no es lícito restringir el conocimiento solo a aquello que es verificable mediante experimento. Nada en la ciencia introduce esta limitación, pero Ratzinger pretende hacer creer que es así. Mediante la restricción de la verdad científica a aquello que es comprobable mediante experimentación, la ciencia solo establece sus límites, no los de la naturaleza o los de la verdad. Precisamente por esto es por lo que el físico habla de “verdad científica”, y no de “certeza final”, una expresión que Ratzinger necesita atribuir a la ciencia de manera fraudulenta para sostener su propio discurso –necesita hablar de la ciencia con el lenguaje de la religión, o sea suplantarlo–.

Ratzinger necesita abrir vías de acceso al conocimiento que no sean aquellas basadas en la experimentación. Nada en la ciencia niega estas vías, y por tanto no debería haber conflicto; ahora bien, el problema es que a través de estas vías pretender comerciar con un material que choca frontalmente con las verdades científicas. Señala Ratzinger que “sigue siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y en el contexto de la tradición cristiana.” Es cierto, pero su posición no es fácil; necesita encontrar la manera de sostener hoy una tradición sustentada en verdades como la resurrección de Cristo, una "verdad histórica" que está "ampliamente documentada" -no una resurrección metafórica, sino una resurrección de la carne-.

El problema de Ratzinger no es cómo reconciliar fe y razón a la luz de la modernidad, sino cómo hacerlo a la luz de la tradición cristiana. La exégesis tradicional ha optado por una lectura literal de las Sagradas Escrituras, y este es el problema fundamental: Ratzinger no puede reorientar la lectura del libro sin una ruptura con la tradición que ponga en peligro la continuidad misma de la Iglesia –no puede leer el libro como si no hubiese sido aceptada la resurrección de la carne–. Por ello necesita emplear toda su inteligencia en construir un discurso que haga pasar por racional lo que no lo es en absoluto: “el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su súplica: «¡Ven a Macedonia y ayúdanos!» (Cf. Hechos 16, 6-10), puede ser interpretada como una «condensación» de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega”. Ratzinger comprende a la perfección que su labor, dentro de esa batalla señalada por Huxley, es levantar un muro de contención frente al pensamiento científico, y que ese muro ha de asemejarse a aquello a lo que se enfrenta: el discurso de la razón. Pero se trata de verdades irreconciliables: el relato científico –y esto es fundamental– es uno que cualquier puede comprobar por sí mismo; el religioso no; este exige fe antes que razón –una razón sin prueba, por otro lado–.

Sea por la razón que sea –orgullo, fe o incluso responsabilidad –, quienes dirigen la Iglesia se resisten a entregar a sus herederos una Iglesia más débil de la que heredaron. Más allá de la cuestión de la supervivencia de una institución indudablemente política, surge una cuestión fundamental: en ausencia de una autoridad divina, sin representantes de Dios en la Tierra, todos los hombres quedan igualados. Así lo reconoce Ratzinger: “el sujeto decide entonces, basándose en su experiencia, lo que considera que es materia de la religión, y la conciencia subjetiva se convierte en el único árbitro de lo que es ético. De esta manera, sin embargo, la ética y la religión pierden su poder de crear una comunidad [...]” ¿Cuál sería entonces la fuente de legitimidad moral? ¿Qué peso tiene esta pregunta en el discurso de Ratzinger y en su defensa de la continuidad de la Iglesia? Por supuesto, se trata de una pregunta que trasciende los límites de lo religioso.

Pero incluso si se resolviera la batalla entre ciencia y religión, seguiría intacto el asunto fundamental: cómo acceder a eso que podríamos llamar lo inefable, lo trascendente, el misterio -eso ante lo que Lord Chandos decidió callar-. En esa circunstancia, suponiendo que fuera la ciencia la que hubiese vencido en la batalla planteada por Huxley, esta tendría que enfrentarse al mismo problema que hoy lastra a la religión: la literalidad de su relato –un asunto del que se ha ocupado Patrick Harpur en El fuego secreto de los filósofos
–.

Sobre todo este texto planea la sombra de La historia de la Biblia
, de Karen Armstrong, un fragmento del cual cierra este post:

"Baruch Spinoza (1632–1677), un judio sefardí de ascendentes españoles nacido en la ciudad liberal de Ámsterdam, había estudiado matemáticas, astronomía y física, y las había encontrado incompatibles con sus creencias religiosas. En 1665 comenzó a expresar sus dudas, que inquietaron a su comunidad: las contradicciones manifiestas de la Biblia probaban que esta no podía ser de origen divino; la idea de la revelación era un ilusión; y uno había ninguna deidad sobrenatural: aquello a lo que llamamos “Dios” era simplemente la naturaleza misma. El 27 de julio de 1656 Spinoza fue excomulgado de la sinagoga y se convirtió en la primera persona de Europa en vivir con éxito más allá del alcance de la religión establecida."

11/3/08

Sobre mitos electorales

La Ley electoral es una de esas cosas de las que todo el mundo habla, y que todo el mundo desconoce –como el caviar, pongamos por caso–. Uno de los mitos que sobreviven gracias a este desconocimiento es el de la famosa sobre–representación parlamentaria que se atribuye a los partidos políticos minoritarios –entre nosotros, los “nacionalistas”–. El mito no es falso –al menos para algunos partidos–, pero es una verdad contada a medias.

Después de un complejísimo cálculo que lleva unos dos minutos, es posible elaborar la siguiente tabla en la que el “índice de sobre–representación” muestra cuántas veces más diputados tiene una formación en relación a su porcentaje de votos. La tabla está ordenada de mayor a menor.

_______%votos__%escaños_índice de sobrerep.


PNV_____1,20___1,71_____1,43
Na–Bai__0,24___0,29_____1,19
PSOE____43,74__48,29____1,10
PP______40,12__43,71____1,09
CiU_____3,05___3,14_____1,03
CC–PNC__0,65___0,57_____0,88
ERC_____1,17___0,86_____0,73
BNG_____0,82___0,57_____0,70
UpyD____1,20___0,29_____0,24
IU______3,80___0,57_____0,15

Queda claro que el campeón en sobre–representación es, de largo, el PNV, que tiene un 43% más de diputados que de porcentaje de votos, seguido de lejos por Na–Bai, que tiene un 19%. PSOE y PP le siguen con un modesto 10%. ERC, en cambio, tiene un 25% menos de diputados que de votos, y el indiscutible farolillo rojo es IU, que tiene un 85% menos diputados que votos, o sea, casi siete veces menos –algo parecido le sucede a UpyD–. Como se ve, en líneas generales el mito se resiente, sobre todo si consideramos que no es lo mismo un 45% en 6 escaños –PNV– que un 10% en 169 –PSOE–.

Es obvio, pero la mayoría de los españoles lo desconocen –algunos, incluso lo ignoran–: los grandes beneficiados por la Ley electoral son –¡oh, sorpresa!– el PSOE y el PP; la gran perjudicada –¡oh, sorpresa!–, IU –ahora acompañada por UPyD–. Habrán oído muchas veces a los dirigentes del PP –y a algún socialista a título personal– quejarse del poder que la ley actual otorga a las minorías; lo que no oirán es una propuesta de reforma por parte de ninguno de estos dos partidos. Interesan los votos que se ganan con la queja; no la merma de poder que supone cambiarla. Algunos políticos empiezan a hablar de una tímida reforma para llegar hasta los 400 diputados que permite la ley, añadiendo 50 diputados a elegir por circunscripción única –una posibilidad que mejoraría las expectativas electorales de IU–, pero eso es todo lo lejos que están dispuestos a llegar.

La ley electoral se hizo como se hizo con un objetivo: asegurar en sus inicios la viabilidad de un sistema político recién estrenado mediante el fomento de un fuerte bipartidismo, sin perjudicar demasiado a las minorías territoriales –un encaje de bolillos–. Objetivo conseguido. Ahora bien, que los partidos no hablen de ello, no debería ser impedimento para que nosotros sí lo hagamos. ¿Porqué no pensar en posibles mejoras?


La ley establece –creo que está en la Constitución– que la provincia sea la circunscripción electoral. Es decir, se asignan escaños a cada provincia en función de la población –siempre con un mínimo de dos diputados– y luego se asignan estos escaños de acuerdo con la Ley D’Hont.
Puestos a elucubrar acerca de modificaciones en la Ley electoral, se me ocurren dos métodos de asignación de escaños situados en los dos extremos posibles:

- Ley electoral de circunscripción única –España entera– y una asignación proporcional de escaños –tantos votos, tantos escaños–.
Ley electoral con 350 circunscripciones –una circunscripción, un escaño– y una asignación de escaños de tipo “el primero se lo lleva todo”.

Con la primera ley, adiós para siempre a las mayorías absolutas y “mayorías amplias”. Los partidos mayoritarios perderían representación a costa de aumentar más, si cabe, el control del partido sobre los diputados y el peso de los “partidos minoritarios”. Podríamos especular, al tiempo, acerca de qué zonas del país serían las más beneficiadas por la legislación saliente de un parlamente de esta manera constituido: ¿hacia dónde irían las asignaciones presupuestarias? ¿competirían los partidos por el voto de las grandes concentraciones de población o por las zonas más deshabitadas?

La segunda es, para mí, la más deseable: el candidato que más votos saca en su circunscripción se lleva el escaño –haya competido con uno, dos, quince o sesenta y dos candidatos–. Por supuesto, con este método, adiós a las listas cerradas. La mayor ventaja de este sistema es que introduce en la política el concepto de responsabilidad ante la ciudadanía, y que libera al diputado –al menos hasta cierto punto– de la perniciosa idea de la “disciplina de partido” a la hora de votar. Cada diputado es responsable directo ante los electores de su circunscripción –sean o no sus votantes– y el ciudadano se dirige a “su” parlamentario. Solo un sistema como el descrito puede dar lugar a lo visto en el parlamento británico: cien diputados laboristas votando en contra de Tony Blair. Por cierto, ¿creen que IU saldría muy perjudicada con este sistema? Piénsenlo antes de responder. Cuando lo importante es el candidato y no el partido, ¿están en desventaja los pequeños?

Se trata de repartir el poder. En líneas generales, a mayor distribución del poder, mayor beneficio para el conjunto. Ya el sistema electoral con circunscripciones provinciales significa una descentralización del poder: el diputado sabe que debe obediencia al partido que lo pone en la lista, pero al tiempo sabe que no puede apoyar medidas que vayan en contra del territorio en el que ha sido elegido –cosa que no sucedería con una circunscripción única–.

No hay duda de que, con una ley de 350 circunscripciones, el mayor problema sería el establecimiento de los límites de las mismas. El criterio debería ser de población: todas ellas deberían tener un número de población similar (alrededor de 150.000 habitantes); ahora bien, todos los partidos querrían un mapa de circunscripciones que maximizara su número de diputados –imposible ponerse de acuerdo–.


Cámbiese la Ley electoral y nótense de inmediato los beneficios en el poder judicial, en las comisiones parlamentarias, en el nivel de independencia parlamentaria y un largo etcétera. Y si añadimos una reforma de la Ley de financiación de los partidos políticos, ¡sería ya el acabose!

3/3/08

Algunos dioses innecesarios

"¿Qué entendemos por "comprender" algo? Imaginemos que esta serie complicada de objetos en movimiento que constituyen "el mundo" es algo parecido a una gran partida de ajedrez jugada por los dioses, y que nosotros somos observadores del juego. Nosotros no sabemos cuáles son las reglas del juego; todo lo que se nos permite hacer es observar las jugadas. Por supuesto, si observamos durante el tiempo suficiente, podríamos llegar a captar finalmente algunas de las reglas. Las reglas del juego son lo que entendemos por física fundamental."

Seis piezas fáciles.

Richard P. Feynman.
Ed Critica.

No hay nada de paradójico en que un ateo confeso como Feynman recurra a los dioses para "explicar" el origen de las reglas del juego, ya que, de acuerdo con su definición, ese origen resulta por completo innecesario para "comprender" la partida. Según Feynman, "comprender" es comprender los movimientos, no las reglas –decir que estas tienen su origen en los dioses, ni dificulta ni ayuda a comprender; se trata de un conocimiento inútil–. Si el observador de Feynman quisiera "explicar" la partida a un tercero, tan solo debería "enumerar" las reglas y "narrar" los movimientos. Esto bastaría a ese tercero para decidir acerca del "sentido" de tales movimientos –los dioses sobran–.

Solo a la luz de las reglas tienen "sentido" los movimientos. Ahora bien, aunque no hay sentido sin ellas, no es posible hablar de "el sentido de las reglas" –ello sería lo mismo que buscar las reglas de acuerdo a las cuales las reglas tienen sentido, lo que significa retrasar el problema, pero no resolverlo; no hay manera de salir del bucle que esto supone–. Las reglas del juego simplemente son. No se puede decir más –pero tampoco se necesita decir más–.

Por otro lado, la definición de Feynman lleva implícita una distinción interesante: el "concepto débil" de porqué –es decir, de acuerdo con las reglas– frente al "concepto fuerte" de porqué –es decir, el porqué de esas reglas–. La ciencia trabaja con el primero de los dos conceptos. El segundo le resulta de todo punto ajeno. En su lugar, y como si quisiera paliar esta carencia, recurre a la exigencia de coherencia: la ciencia no aspira a ser total –no puede dar cuenta del "concepto fuerte"–, pero aspira a ser coherente -no es posible que algo sea y no sea al mismo tiempo-. O sea, que la ciencia se pregunta "cómo" es el mundo, no "porqué" es el mundo. Por qué esas reglas y no otras, es un asunto que a la ciencia le trae sin cuidado –no así a los científicos y a los filósofos de la ciencia–.

Así que, después de todo, podríamos decir que no hay otra manera de "explicar" la partida que no sea "narrando" los movimientos, lo que nos lleva exactamente a donde queríamos llegar: no hay explicación que no sea una narración. Una manzana que cae es solo una manzana que cae hasta que encontramos una ecuación que "describe" su movimiento. Esa ecuación no es otra cosa que su relato –el relato de la caída–, expresado en el lenguaje matemático de la física. La física es por tanto, otro relato más del mundo. Para ser más precisos: es el conjunto de todos los relatos posibles de acuerdo con unas reglas que se conocen como "leyes fundamentales" –unas leyes que no se explican, pero a partir de las cuales todo se explica–. Aunque se trata de un relato del mundo escrito con el difícil lenguaje de la matemática, esto no debería hacernos perder de vista lo fundamental: toda explicación científica es un relato como lo es uno cualquiera de los mitos de Las Metamorfosis. Un relato que es conocimiento. La ecuación que describe la caída de la manzana es "explicación" en tanto que es "relato".

Pero "relatar" es de algún modo "nombrar". De acuerdo con esto, la gravedad terrestre es solo el nombre que damos al hecho de que la manzana caiga hacia el suelo. Es porqué en sentido débil –de acuerdo a las reglas–: tiene sentido que la manzana caiga hacia abajo porque esto está de acuerdo con las reglas. El porqué en sentido fuerte –porqué hacia abajo y no hacia arriba– es inexplicable dentro de la ciencia –pero también es innecesario dentro de la ciencia–.

De este modo, hablar de "expansión del conocimiento" solo tiene sentido en términos de expansión del número de reglas, del número de leyes, y de los relatos que estas permiten. No hay manera de expandir el conocimiento hasta una solución del problema original –el origen, la causa, el porqué de las reglas del juego nos está vedado–. Es cierto que esto supone un límite, sin embargo es posible expresar esto mismo de un modo más favorable para la creación –sea esta artística o científica–: detrás de toda narración hay un conocimiento. Dice Michel Butor: "nuevas formas revelarán en la realidad nuevas cosas". Buscar nuevos relatos es buscar nuevos conocimientos –y a la inversa–.

Esto nos devuelve al problema de un Lord Chandos paralizado ante la visión del concepto fuerte de porqué: siendo incapaz de recuperarse, renuncia a la narración –piensa que esta no es posible sin resolver antes el asunto del origen de las reglas de esa misma narración–. Se equivoca. Esa forma a la que renuncia es la única forma de conocimiento a nuestro alcance: solo conocemos lo que somos capaces de narrar, lo que somos capaces de nombrar –no hay conocimiento que no sea relato–.


Y en ese relato del mundo que es la ciencia, ¿dónde quedan los dioses? Ya vimos al principio que se trata de unos dioses innecesarios, pero no imposibles. Los dioses pueden existir junto con la ciencia; ahora bien, a condición de respetar unas reglas tales que se vuelven completamente inútiles –sobre todo para quienes viven de un poder presuntamente emanado de aquellos–. Lo veremos.

26/2/08

Cualquier tiempo pasado fue mejor, II

“Bastaría con volver al viejo bachillerato de Don Pedro Sainz Rodríguez, que es el que yo estudié. Siete años, no había separación entre ciencias y letras y el prestigio de los centros dependía del número de suspensos y no de aprobados, como se hace ahora. Yo estudié 7 años de Latín, 4 de Filosofía, uno de Preceptiva Literaria, 3 de Historia de la Literatura, 2 de Ciencias Naturales, 2 de Griego y un larguísimo etcétera.”

El bachillerato de Don Pedro Sainz Rodríguez fue instaurado por ley el 20 de septiembre de 1938 –obviamente, y dadas las circunstancias, la implantación en todo el territorio nacional fue progresiva, como es natural–. En palabras de Manuel de Puelles Benítez, “late en ella [en la ley] una preocupación por reformar un nivel educativo que aparece como el instrumento más eficaz para influir en las transformaciones de una sociedad y en la formación intelectual y moral de sus futuras clases directoras" –desconozco si la cursiva se corresponde con las palabras de la ley–. Su contenido será clásico y humanístico, destinado a la formación de una élite directora educada en los valores de la tradición, la nación y la religión; un bachillerato, en suma, que daba la espalda a la revolución científica de la que era contemporánea –representada en España, sin duda, por personajes como
Juan Negrín, reputado fisiólogo y maestro de Severo Ochoa, a su vez segundo y último español galardonado con un premio Nobel de Medicina por su labor científica llevada a cabo en los Estados Unidos–.

¿Es este bachillerato al que Dragó quiere devolvernos? Pongo mi mano en el fuego: lo dice pero no lo cree.

Dice Roberto que ve al nocturno presentador como un Quijote moderno. No lo es –no es ni un loco ni un ingenuo–. Dragó es el viejo gladiador lleno de heridas para el que no hay más vida que la del foso. Los laureles le tran el pairo; necesita un contrincante; necesita un público. Hace tiempo que ganó su libertad, que podría haberse retirado; sabe que en el foso no hay más destino que la muerte, pero todo eso le da igual. Dice que le gustaría ser como Diógenes. Raro Diógenes este que se pone al servicio de Alejandra...





P.S. Las valoraciones del debate las dejaremos para el segundo. En este cada uno ha estado en su sitio. En el próximo, me parece que uno se quedará exactamente donde ha estado –no tiene otro sitio adonde ir– y el otro ya veremos. Escrito queda.