18/7/13

A paso de guía viejo de Chamonix

El 2 de Octubre de 2011, mientras descendía de su intento de cumbre en el Cho Oyu (8.201 m), Pepe Quintana se cayó.

Es de noche y cruzamos Francia en dirección a Chamonix. Conduzco mientras Pepe me relata los detalles de la caída y de los cuatro días que pasó a más de 7.500 m. Me cuenta las alucinaciones previas a la caída, la Berlingo que se le aparecía en esos momentos de delirio, habla de su deseo de saber qué ocurrió durante aquellas horas de las que solo recuerda sueños. Que sobreviviera a aquella caída es el resultado de una cadena de felices coincidencias, de pequeños milagros alineados en dirección a la vida. De todos ellos, el más decisivo quizás, fue la presencia de Jordi Tosas en el Cho Oyu y su determinación de bajar a Pepe del Campo 2 a toda costa. Lo que hizo Jordi aquellos días solo se puede calificar de heroico. Sin él, sin Bil y sin Javier Garrido, Pepe se hubiese quedado allí para siempre. Tuvo suerte, pero pagó un precio por volver a la vida: el pié izquierdo.

Pepe habla desde la distancia de quien ha asumido lo ocurrido. Sufre por lo perdido, que no es el miembro amputado, claro está, sino el andar por la montaña con la soltura con la que este mentor de tantos montañeros ha andado siempre. Es un sufrimiento legítimo.

En su libro El Elemento, Ken Robinson habla de los “proam”, los “professional amateurs”, gente que se dedica como aficionado a una actividad con el mismo nivel de exigencia que lo haría un profesional. Pepe es un proam de la montaña. Sus conocimientos y experiencia están a la altura de un guía UIAGM. Ha subido once veces el Mont Blanc, y  por eso sus amigos pensaron que esta cima debía acogerle en su reencuentro con la alta montaña. Han estado preparando este viaje durante varios meses. Saben que es pronto, que ha sido mucho tiempo sin andar por la montaña, que la adaptación a la prótesis aún está lejos de ser la óptima, pero confían en el poder mágico que la montaña ejerce sobre Pepe. Por eso estamos todos aquí: para acompañarle en este reencuentro.

Los primeros días en Chamonix los dedicamos a hacer salidas cortas: la Mer de Glace, la Petite Verte, la Aiguille du Midi, el Plan de la Aiguille… El paso de Pepe es lento, pero sorprendentemente preciso. No falla un paso. En el camino a la Mer de Glace tenemos que bajar los largos tramos de escalera que hay en la pared rocosa. Bajo y subo a medio metro de él. Me impresiona la precisión de sus movimientos. Baja las escaleras con la lentitud de Neil Armstrong descendiendo del módulo lunar. El tamaño de las botas no hace sino acrecentar el parecido. Aquí no hay un gran paso para la Humanidad; aquí la humanidad se alcanza un pequeño paso tras un pequeño paso tras un pequeño paso; a paso de guía viejo de Chamonix, como siempre dice Pepe. Pienso en lo metafórico de esas escaleras: el descenso a los infiernos, la estancia en ellos, y la ascensión a la luz. De eso va este viaje: vamos a subir algo más que una montaña.

Durante todos estos días, alrededor de la bota de vino que siempre le acompaña, Pepe se muestra entusiasmado: su memoria de montaña es enciclopédica: lo conoce todo, lo sabe todo. No para de hablar de este o aquel pico, de esta o aquella vía, de este o aquel montañero. Y como le sucede a quienes aman tanto algo, entiende mejor a la montaña que a las personas -lo que le ha causado más de un problema a este montañero tan generoso-. Las narraciones habituales describen a los amputados como personas taciturnas, atormentadas, enfadadas. No es el caso: Pepe agradece la menor muestra de amabilidad que se le brinda, ríe todas las bromas, y nunca falta la bota para ofrecer un trago. A veces se enfada, claro, pero se enfada con lo que no comprende, rabia cuando falla un paso: orgullo de montañero viejo.

Subimos en el tren cremallera que va a de St Gervais a Nid d’Aigle. Pepe mira por la ventana con su gorra siempre ladeada como los mecánicos de avión de las películas. Está abstraído de todo lo que le rodea, nosotros incluidos. Solo mira el paisaje. Me pregunto qué piensa en estos momentos, tan cerca de comenzar la primera etapa de la ascensión. Su rostro está tranquilo, lejos de todo, como un meditador, como un yogui. Sin palabras, sin conflictos, sin mundo: solo él y la montaña. Los demás andamos distraídos en nuestras conversaciones. Él está. Con su paso lento y preciso llegaremos a Tête Rousse sin problemas. Le abrazamos y nos felicitamos por este primer paso. Cada etapa finalizada es ya una pequeña cima.

El siguiente día toca trepada por el espolón rocoso que une los refugios de Tête Rousse y Goûter. Javier Garrido, guía y sobre todo amigo de Pepe, organiza la subida. Nos pide que les dejemos a Pepe, Ángel y a él algo de espacio para despreocuparse durante la subida, así que apenas les vemos hasta llegar al refugio. Subimos trepando con las botas dobles, los crampones y la mochila cargada. La subida no es difícil, pero cualquier traspiés aquí es peligroso. El paso de “la bolera” es lo más conocido, pero durante toda la subida uno no deja de pensar con algo de intranquilidad que en dos días hay que bajar por ese mismo espolón. Al llegar al refugio me pregunto cómo carajo ha subido Pepe. ¡A mí hay pasos que me han costado! ¿Cómo lo ha hecho? De nuevo, llegamos a Goûter con el mismo pensamiento que el día anterior: aunque solo sea hasta aquí, todos podemos estar más que satisfechos, pero mañana lo vamos a intentar.

A las dos de la mañana estamos desayunando. Es el gran día. A las tres estamos preparándonos para la ascensión. Crampones, frontal, arnés, cuerda… Hace una noche fantástica: llevo unos guantes finos con los que pasaría frío en la bici, pero esta noche son suficientes para caminar por la nieve. Nos encordamos en grupos como habíamos planificado, y unos tras otros vamos saliendo. Pepe sigue asombrándonos con su paso. Avanzamos durante la noche cerrada por las rampas que suben al Dôme de Goûter. Me siento muy fuerte. Presto atención a la tensión de la cuerda para ver cómo va Luisa, mi compañera de cordada. Queda mucho por delante y voy atento: trato de que no nos separemos mucho entre los grupos, de estar cerca de Pepe, Javier y Ángel, que son nuestra referencia. Durante la subida tengo una de las visiones más extrañas de mi experiencia en montaña: miro hacia abajo, al valle, y veo las luces de Chamonix y del resto de poblaciones. Es una combinación inesperada: es el tipo de paisaje nocturno que uno ve desde el confortable interior de un avión, pero que uno no espera ver caminando por la montaña. Poco después llega la segunda imagen, una de las más hermosas que recuerdo en la montaña: al coronar el Dôme, aparece de repente la cumbre del Mont Blanc frente a nosotros. Es una imagen indescriptible, imponente, hermosísima, que ninguna cámara puede captar en toda su dimensión, y que incluso al ojo le cuesta abarcar. Las primeras luces de la mañana otorgan al monte nevado una luz indescriptible. Es una visión magnífica, que se impone sobre cualquier otro pensamiento. Poco después Luisa se siente mal y decide darse la vuelta. Pepe Cordón se bajará al refugio con ella y los demás seguiremos. Permanecerán allí un buen rato, observando nuestra progresión.  Vemos las luces de las frontales de quienes nos preceden caminando por las aristas que conducen a la cumbre. El día se abre paso poco a poco mientras ascendemos. La concentración en cada paso que damos, y en el compañero de cordada, nos distraen de un paisaje cada vez más aéreo y hermoso. Hago pequeñísimas paradas para mirar alrededor. Me gustaría que fuesen más largas, poder detenerme y mirar, pero hay que seguir y hay que estar muy concentrado. Trato de retener en la retina imágenes que recordar después: los glaciares, la arista por la que caminamos, la altura, la enormidad de todo lo que nos rodea. El día avanza y nos acercamos a la cumbre. No me lo acabo de creer. Pienso que lo vamos a conseguir. Deseo con todas mis fuerzas que nadie diga que no sigue, que lleguemos como sea. Empiezo a pensar que lo vamos a conseguir. Sin saber muy bien cómo llegamos a la arista cimera. La cumbre está ahí delante, a unos pocos minutos. Durante los últimos pasos empiezo a sollozar. No me lo creo. ¡Vamos a llegar! ¡No sé cómo carajo lo ha hecho, pero Pepe está ahí delante, a punto de coronar su queridísimo Mont Blanc por duodécima vez! Y de repente estamos en la cumbre… Lloro, lloro como un niño desconsolado. No me lo puedo creer. Lloro por haber hecho cumbre y también por Pepe, por lo que acaba de hacer. Creo que ninguno pensábamos que lo fuese a lograr, pero aquí está, en la cima del Mont Blanc. Pepe, Javier, Ángel, Pablo y yo nos abrazamos emocionados. Como el resto, estoy impresionado por la determinación y la voluntad de este montañero al que nunca se le oye quejarse. Una vez más, comprendo que las montañas no se suben con las piernas, sino con la cabeza. Pepe nos ha dado una lección inolvidable. Unos días antes, en Chamonix, Pepe me decía que después de muchos años había adquirido una especie de sexto sentido que le permitía saber cuando se daban las condiciones para subir, y si iban a hacer cumbre o no, y que esta vez tenia el presentimiento de que íbamos a llegar. Su intuición ha acertado de nuevo.

Pepe ha demostrado algo importante: que no es lo mismo estar amputado que ser un discapacitado. Que la amputación es un hecho objetivo, insoslayable, pero que la discapacidad es algo más maleable: es el resultado de la relación entre nuestros deseos y nuestras habilidades. Conozco discapacitados sin amputar, y amputados sin discapacidad. Respetando nuestros límites, y eligiendo nuestros deseos con inteligencia, estamos siempre en el buen camino hacia la felicidad.

Pienso en la película El piano, en esa mujer a la que un marido enloquecido corta un dedo por venganza, y en cómo tiempo después su amante le fabrica uno metálico para que vuelva a hacer lo que más ama: tocar el piano. Eros y Tánatos. La pulsión de vida frente a la pulsión de muerte. El amor de la mujer por la música, y el amor del amante por la mujer, son lo que salvan a ambos personajes de la muerte en vida. Creo que eso fue lo que impulsó la voluntad de Pepe: su inmenso amor por la montaña, por esta montaña. Pepe habla a menudo de su miembro fantasma, ese miembro que murió cerca de la cima del Cho Oyu. De aquí en adelante, no habrá más fantasmas que ese miembro que se hace sentir sin estar. Todos los demás han sido derrotados finalmente al alcanzar esa cima.

Esté donde esté su admirado Gaston Rebuffat, no tengo la menor duda de que ha mirado con cariño y admiración esta ascensión, y también sé que hubiese defendido la pertinencia de otorgar a Pepe un honor solo reservado a los nacidos en el valle: ser guía -viejo- de Chamonix.