8/1/12

Los papalagi y las cosas

Dice Tuviavii de Tiavea sobre los hombres blancos (los Papalagi):


Es signo de gran pobreza que alguien necesite muchas cosas, porque de ese modo demuestra que carece de las cosas del Gran Espíritu. Los Papalagi son pobres porque persiguen las cosas como locos. Sin cosas no pueden vivir. Cuando han hecho del caparazón de una tortuga un objeto para arreglar su cabello, hacen un pellejo para esa herramienta, y para el pellejo hacen una caja, y para la caja, una caja más grande. Todo lo envuelven en pellejos y cajas.

Hay cajas para taparrabos, para telas de arriba y para telas de abajo, para las telas de la colada, para las telas de la boca y otras clases de telas. Cajas para las pieles de las manos y las pieles de los pies, para el metal redondo y el papel tosco, para su comida y para su libro sagrado, para todo lo que podáis imaginar. Cuando una cosa sería suficiente, hacen dos. Si entras en una cabaña europea para cocinar, ves tantos recipientes para la comida y herramientas que es imposible usarlos todos a la vez. Y por cada plato hay un tanoa distinto: uno para el agua y otro para el kaua europeo, uno para los cocos y otro para las uvas.

Hay tantas cosas dentro de una choza europea, que si cada hombre de un pueblo samoano se llevase un brazado, la gente que vive en ella no sería capaz de llevarse el resto. En cada choza hay tantos objetos que los caballeros blancos emplean muchas personas sólo para ponerlos en el sitio que les corresponde y para limpiarles la arena. Incluso las taopou de alta cuna emplean gran cantidad de su tiempo en contar, rearreglar y limpiar todas sus cosas.

Todos vosotros sabéis, hermanos, que cuento la verdad que he visto con mis propios ojos, sin añadir a mi historia ninguna opinión. Por eso creedme cuando os cuento que hay gente en Europa que presionan un palo de fuego en sus frentes y se matan, porque prefieren no vivir a vivir sin cosas. Los Papalagi turban de todos los modos posibles sus mentes y enloquecen pensando que el hombre no puede vivir sin cosas, como no puede vivir sin comida.

También por eso, nunca he sido capaz de encontrar una choza en Europa donde pudiera descansar del modo apropiado en mi estera, sin nada que estorbara mis miembros cuando quería estirarme. Todas aquellas cosas lanzan destellos de luz o gritan chillonamente con las voces de sus colores, de tal modo que no podía cerrar mis ojos en paz. Nunca hallé el verdadero reposo allí ni fue mayor mi nostalgia por mi cabaña samoana; esa cabaña en la que no hay nada más que una estera para dormir y un envuelve-cama, y donde nada te turba salvo la suave brisa del mar.

Los que tienen pocas cosas se llaman a sí mismos pobres o infelices. Ningún Papalagi canta o va por la vida con un destello en su mirada cuando su única posesiones un recipiente de comida como hacemos nosotros. Si los hombres y mujeres del mundo de los blancos residieran en nuestras cabañas, se lamentarían y afligirían, e irían a buscar rápidamente madera de los bosques y caparazones de tortuga, vidrios, fuerte alambre y llamativas piedras y mucho, mucho más. Y moverían sus manos de la mañana hasta la noche, hasta que la choza samoana estuviese llena de objetos enormes y pequeños que se rompen fácilmente y son destructibles por el fuego y la lluvia, y que por esto deben sustituirse todo el tiempo.

Cuantas más cosas necesitas, mejor europeo eres. Por esto las manos de los Papalagi nunca están quietas, siempre hacen cosas. Ésta es la razón por la que los rostros de la gente blanca parecen a menudo cansados y tristes y la causa de que pocos de ellos puedan hallar un momento para mirar las cosas del Gran Espíritu o jugar en la plaza del pueblo, componer canciones felices o danzar en la luz de una fiesta y obtener placer de sus cuerpos saludables, como es posible para todos nosotros.

Tienen que hacer cosas. Tienen que seguir con sus cosas. Las cosas se cierran y reptan sobre ellos, como un ejército de diminutas hormigas de arena. Ellos cometen los más horribles crímenes a sangre fría, sólo para obtener más cosas.

No hacen la guerra para satisfacer su orgullo masculino o medir su fuerza, sino sólo para obtener cosas. No obstante se dan cuenta del gran derroche que es su vida o no habría tantos Papalagi de alta posición que no hacen durante su existencia nada más que sumergir cabellos en zumos coloreados y con ellos formar bellas representaciones-espejo sobre esteras blancas.

Escriben todas las buenas palabras de Dios, tan brillantes y llenas de color como pueden. También moldean gente con arcilla blanca, sin ningún taparrabos; muchachas de movimientos libres, encantadoras como la taopou de Matautu e imágenes de hombres, blandiendo garrotes y acechando al pichón salvaje en el bosque. Gente hecha de piedra, para la que los Papalagi construyen enormes cabañas festivas, a las que la gente viaja desde enormes distancias para disfrutar de su gracia y belleza. Permanecen de pie enfrente de ellas, apretadamente cubiertos con sus taparrabos y tiritando. Yo he visto a los Papalagi lamentarse cuando admiraban la belleza que ellos mismos habían perdido.

Ahora el hombre blanco quiere hacernos ricos trayéndonos todos sus tesoros, sus cosas. Pero esas cosas son como flechas envenenadas, que matan a aquéllos en cuyo pecho se han introducido. Una vez oí, por casualidad, decir a un hombre que conoce bien nuestras islas: «Vamos a forzar nuevas necesidades en ellos». ¡Las necesidades son cosas! Y aquel sabio dijo más: «Entonces podemos ponerles a trabajar también fácilmente». Quería decir que tendríamos que usar la fuerza de nuestras manos para hacer cosas, cosas para nosotros mismos, pero principalmente cosas para los Papalagi. Debemos estar también cansados, encorvados y grises.

Hermanos de muchas islas, debemos mantener nuestros ojos muy abiertos, porque las palabras de los Papalagi saben como los dulces plátanos, pero están llenas de flechas escondidas que saldrán para matar toda la luz y alegría que hay en nosotros. No olvidemos nunca eso. Aparte de lo que nos ha dado el Gran Espíritu, precisamos muy poco.

Él nos dio ojos para ver las cosas, pero necesitáis más que todo el tiempo de nuestra vida para verlas todas. Y nunca pasó mayor mentira por los labios de un ser humano como cuando el hombre blanco nos dice que las cosas del Gran Espíritu tienen muy poco valor, pero que las cosas que ellos producen son más útiles y valiosas. Sus propios objetos, son numerosos, resplandecientes y brillantes, lanzan miradas seductoras a nuestro sistema de vida y se nos imponen, pero nunca hacen el cuerpo de un Papalagi más bello, sus ojos más brillantes o sus mentes más agudas. Ésta es otra razón por la que sus cosas tienen poco valor y las palabras que pronuncian y fuerzan violentamente nuestra consciencia, son pensamientos empapados de veneno, las eyaculaciones de un espíritu maligno.

2/1/12

25 razones

Hace unos días asistí a la celebración del 25 aniversario de la Asociación Cultural La Kalle. Como en todos los aniversarios, uno trata de comprender qué fue, saber qué es, y vislumbrar qué será. Qué fue y qué es La Kalle es cosa que trataron de explicar quienes son o han sido parte de ella. Sin embargo, el asunto del qué será se reconoce con inteligencia como una pregunta que ha de ser respondida de manera colectiva en el entorno de la asociación, y no solo por sus integrantes.


Pensando sobre el asunto, recordé algo que oí a un profesor de una escuela literaria: “no soy un buen escritor, pero soy el sustrato necesario para que otros lleguen a serlo”. Pienso que en esta afirmación se esconde una de esas 25 razones por las que se preguntó a la audiencia durante el encuentro.


Cuando uno suma dos más dos en la calculadora, el resultado siempre es cuatro. Por el contrario, cuando planta una semilla, ¿qué parte de toda la tierra es necesaria y qué parte es prescindible? ¿qué parte dará vida al árbol? No hay manera de saber qué semillas germinarán y cuales no. No hay manera de saber qué porción de tierra será la mejor para dar vida y cuál peor. No hay manera de saberlo a priori. Es el secreto de la vida frente a la lógica de la máquina.


A pesar de lo que dicen ciertas doctrinas, nuestra sociedad se rige por la lógica de la vida, no por la lógica de la máquina. La lógica de la máquina, aplicada a la sociedad, no busca sino el beneficio de unos pocos a costa de otros.


Cabe preguntarse entonces de qué personas podemos prescindir, qué talentos podemos desperdiciar. ¿Acaso sabemos qué talentos serán necesarios en el futuro? Uno de los más grandes errores que hemos cometido como sociedad ha sido el dejar en manos de la lógica del mercado la decisión sobre qué es necesario y qué no, quién es necesario y quien no. Frente a esa lógica, La Kalle trabaja con la convicción de que todos somos necesarios.


Asumir que uno trabaja a favor de esa lógica de la vida supone cuestionar ciertos supuestos. El más importante es, quizás, cuestionar el resultado como medida de lo que se hace. No se trata, por supuesto, de menospreciar el resultado, ni dejar de medirlo, sino de comprender, como sucede con la tierra que da vida al árbol, que somos uno más entre tantos factores. O dicho de otra manera: cuando medimos los resultados ¿qué estamos midiendo verdaderamente?


¿Qué hubiesen respondido nuestros padres si les hubiesen preguntado cómo seríamos hoy? ¿Nos pareceríamos a lo que ellos anticiparon? En unos casos sí y en otros no. Lo que es seguro es que era algo imposible de predecir. Lo que nos lleva a la pregunta fundamental: ¿qué nos hizo ser la persona que somos?


Nuestra vida no sigue una ruta establecida, y apenas somos capaces de explicarnos los cambios significativos que, unas veces con lentitud, y otras de manera repentina, hacen imposible cualquier predicción sobre quienes seremos. Esa incertidumbre en el resultado está en el centro del trabajo de colectivos como La Kalle. Y esa es la paradoja con la que han de convivir: su trabajo es necesario, sea cual sea el resultado.


Así que esta es, según creo, una de las veinticinco razones: ser un poco de sustrato fértil infiltrado en la tierra en la que habrá de crecer y desarrollarse la vida.