15/11/11

Otra Tierra

Confieso que, a la vuelta de los Annapurnas, casi prefiero las preguntas por cortesía, a las que muestran un interés que se parece a una exigencia de confirmación: me incomoda tener que hablar de la impresionante grandiosidad y belleza de las montañas para evitar hablar de lo que a veces me preguntan, o sea, esa supuesta experiencia transformadora o espiritual que se atribuye a los viajes “exóticos”, -y de la que supuestamente carece una visita al supermercado-. Es la incomodidad que supone no responder lo que se espera.

Ningún dramaturgo ignora la importancia del escenario en el efecto dramático de la obra; tampoco lo pasan por alto los religiosos al localizar sus templos. Lo mismo sucede con cada uno de nosotros. Pero el escenario no es la obra…

Las expectativas de cambio que las personas atribuyen al viaje son algo tan antiguo como la narración oral. No es difícil adivinar el origen de esa tradición. Para el nómada que encuentra un río lleno de agua fresca y pesca abundante tras varios días de marcha, viaje y milagro son inseparables.

Ese anhelo histórico sigue vivo, si bien hoy ha mudado su naturaleza material hacia lo espiritual: hoy lo que esperamos es una transformación interior antes que del paisaje. O sea, esperamos que simplemente con que cambie el paisaje, nacerá en nosotros el personaje que deseamos ser -aunque solo sea durante el breve tiempo del viaje-. Como esto rara vez sucede, acaba por construirse un relato del viaje, o bien lleno de anécdotas insignificantes -las comidas, el tráfico, la falta de agua caliente, etc.-, o lleno de una espiritualidad impostada -“puedes sentir algo especial en un lugar así”-, o incluso puede hablarse de una cultura de la que apenas sí se ha visto su superficie, bien maquillada por otro lado –recuerdo ahora unos turistas que, entre risas, lanzaban unas monedas a un cubo dentro de una fuente, se supone que pidiendo un deseo, mientras tres nepalíes arrastraban rodillas y manos por el fondo del estanque recuperando las monedas que caían fuera, sin que los alegres turistas diesen la más mínima señal de haberlos visto-.

Si me preguntan, opto por lo primero, aunque prefiero callar sin más. Un país es mucho más que su comida, y no me caí de ningún caballo camino de Damasco. Así que prefiero rumiar el viaje a solas, en silencio, y sobre todo prefiero mirar desde allí el mundo en que habito, a mirar desde aquí el lugar que visité. Esta es la mirada que me interesa, y es la que considero el verdadero viaje.

En Otra Tierra, Mike Cahill y Brit Mailing fantasean con un mundo imagen especular del nuestro, y con la posibilidad de que una desincronización de ambos mundos permita a nuestro doble allí haber evitado el error que nos trajo hasta quienes somos hoy.

Esa Otra Tierra, ese lugar mágico que podemos visitar, no es otra cosa que el Paraíso: un lugar donde se puede evitar el dolor. Pero no hay paraísos; solo existe esta Tierra y la vida que vivimos. Y vivirla bien pasa por reconocer y enfrentarnos a nuestros errores y fracasos, y usar la imaginación y el amor para tratar de hacerlo lo mejor posible.

Al poco de volver, cuando el espíritu aún sigue distraído por las imágenes de lo visitado, me encuentro en un diario esta respuesta de Luís Mateo Díez al hilo de su última novela:

- ¿Qué es un 'pájaro sin vuelo'?
- Un ser humano que tiene poca voluntad, una conciencia fuerte de sus limitaciones, que es frágil, melancólico, sensible, con un mundo interior muy poderoso pero que para la supervivencia, tiene un fuerte lastre. Es un buen pájaro pero vuela mal.

Al final de la ruta, al llegar de nuevo al hotel en Katmandú, el vestíbulo está lleno de petates de los turistas que nos remplazarán. El hotel cierra el lazo de un trekking convertido en una cinta transportadora que recibe turistas por un extremo, y los devuelve por el otro. Las conversaciones de los viajeros, su actitud y su mirada hacia lo que ven me hace pensar que hoy viajar es un viajar sin salir de donde uno viene.

Tras quince días sin más preocupación que caminar, comer, y contemplar un paisaje soberbio, grandioso e inhumanamente bello, vuelvo a mi vida y me reconozco en ese pájaro de vuelo torpe del que habla Mateo Díez. No era necesario hacer ese viaje para reconocerse así, pero si quizás para comprender que todo viaje esconde el anhelo de dar con esa Otra Tierra donde poder volar bien. Lo que uno acaba por comprender es que, si hay otras vidas, tendrán que ser en esta y tendrán que ser aquí.